El evangelio del mal

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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Siglo XIV. La peste negra asola Europa, extendiéndose como un castigo divino sobre la aterrorizada población. En medio del caos, una monja de las recoletas, orden secreta cuya misión es estudiar los archivos más oscuros de la Iglesia, huye de la sombra que la acosa sin descanso. Consigo lleva una calavera con una corona de espinas y un libro cuyos secretos el mundo no debe conocer bajo pretexto alguno. El camino de la monja termina en un convento de Bolzano, donde expira. Sin embargo la maldición la persigue: durante los trece días siguientes las monjas mueren de las formas más horribles. Solo una de ellas logra eludir tal destino y salvaguardar el libro frente a los seres terribles que lo codician, pero para ello paga el precio de emparedarse a si misma…

Siglos mas tarde, sus investigaciones llevan a Marie Parks, agente del FBI especializada en localizar asesinos sicópatas, trabajo para el que aprovecha su insólita habilidad de médium, hasta su pueblo natal, donde su llegada coincide con la desaparición de cuatro mujeres, entre ellas la ayudante del sheriff. Sus poderes permiten a Parks descubrir el paradero de las victimas, que han compartido la misma horripilante suerte: en lo que parece una misa satánica, las cuatro han sido salvajemente crucificadas. Muy lejos de allí, el Vaticano envía a su mejor exorcista a investigar el crimen, pues las tres victimas son monjas recoletas, y todo parece indicar que tras su muerte se halla el desaparecido evangelio de Satán. Las puertas del infierno están abiertas, y Caleb el viajero ha salido de ellas…

Patrick Graham

El evangelio del mal

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Polifemo7
29.06.11

Título original: L'évangile selon Satan

Novena edición en Debolsillo: noviembre, 2009

© 2007, Éditions Anne Carriére, París © 2008, Random House Mondadori, S. A.

Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona © 2008, Teresa Clavel Lledó, por la traducción

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Printed in Spain —Impreso en España

ISBN: 978-84-8346-913-2 Depósito legal: B. 44999—2009

Compuesto en Fotocomposición 2000, S. A.

Impreso en Novoprint, S.A.

Energia, 53. Sant Ándreu de la Barca (Barcelona)

Para Sabine de Tappie

Primera parte
Capítulo 1

11 de febrero de 1348.

Convento-fortaleza de Bolzano, en el norte de Italia

La falta de aire en el cubículo donde la gran vela de cera está acabando de consumirse debilita la llama. No tardará en apagarse, y despide un nauseabundo olor de sebo y cuerda caliente.

Agotada tras haber grabado un mensaje en la pared con ayuda de un clavo, la anciana religiosa emparedada lo relee una última vez, rozando con la yema de los dedos las marcas allí donde sus ojos cansados ya no consiguen distinguirlas. Luego, cuando está segura de que esas líneas han quedado profundamente grabadas, comprueba con mano trémula la solidez de la pared que la mantiene prisionera. Un muro de ladrillos cuyo grosor la aísla del mundo y la asfixia lentamente.

Lo exiguo de la tumba le impide ponerse en cuclillas o permanecer erguida, y ya hace horas que la anciana retuerce la espalda en ese cubículo. El suplicio del emparedamiento. Recuerda haber leído numerosos manuscritos que referían los sufrimientos de esos condenados a los que los tribunales de la Santa Inquisición encerraban tras un muro de piedra después de haberles arrancado las confesiones deseadas. Practicantes de abortos, brujas y almas muertas a las que las pinzas y los tizones hacían confesar los mil nombres del Diablo.

Recuerda sobre todo un pergamino que relataba la toma en el siglo anterior del monasterio de Servio por las tropas del papa Inocencio IV. Aquel día, novecientos caballeros rodearon esas murallas tras las que se decía que, poseídos por las fuerzas del Mal, los monjes hacían decir misas negras en el transcurso de las cuales destripaban a mujeres preñadas para devorar a sus criaturas. Detrás de ese ejército, cuya vanguardia destrozaba el rastrillo con el ariete, carros y carruajes transportaban a los tres jueces de la Inquisición y a sus notarios, los verdugos y sus instrumentos de muerte. Una vez derribada la puerta, encontraron a los monjes arrodillados en la capilla. Tras examinar esa asamblea silenciosa y pestilente, los soldados del Papa degollaron a los más débiles, a los sordos, a los mudos, a los deformes y a los idiotas; luego llevaron a los demás a los sótanos de la fortaleza, donde los torturaron noche y día durante una semana. Una semana de alaridos y de lágrimas, acompañados por la ronda incesante de los cubos de agua putrefacta que sirvientes aterrados arrojaban sobre las baldosas para diluir los charcos de sangre. Finalmente, cuando la luna se ocultó tras esas inconfesables atrocidades, los que habían resistido a los desmembramientos y a las estacas, los que habían gritado mientras los verdugos les perforaban el ombligo y les desenrollaban las tripas, los que no habían expirado mientras el hierro de los inquisidores hacía chisporrotear su carne, fueron emparedados, agonizantes, en las profundidades del monasterio. Cuatrocientos esqueletos que arañaron el granito hasta desangrarse.

Ahora le tocaba a ella. Con la diferencia de que la vieja religiosa no había sufrido los tormentos de la tortura. Para escapar del asesino demoníaco que se había introducido en su convento, ella misma, la madre Yseult de Trento, superiora de las agustinas de Bolzano, se había emparedado con sus propias manos. Mortero y ladrillos para tapar la brecha de la pared en la que había encontrado refugio, unas velas, sus escasos efectos personales y, enrollado en un trozo de hule, el terrible secreto que se llevaba con ella. No para que se perdiera, sino para que no cayera en manos de la Bestia que la perseguía en aquellos lugares santos: un criminal sin rostro que, noche tras noche, había ido matando a las trece religiosas de su congregación…, un monje… o algo innombrable que se había metido bajo el santo sayal. Trece noches. Trece asesinatos rituales. Trece religiosas crucificadas. Desde aquel crepúsculo, cuando tomó posesión del convento de Bolzano, la Bestia se alimentaba de la carne y del alma de las siervas del Señor.

La madre Yseult está a punto de adormecerse cuando oye el ruido de unos pasos en la escalera que conduce a los sótanos. Contiene la respiración y aguza el oído. Una voz lejana retumba en las tinieblas, una vocecita infantil, llorosa, que la llama desde lo alto de la escalera. Los dientes de la anciana religiosa empiezan a castañetear en la humedad del cubículo. Esa voz es la de sor Braganza, su novicia más joven. Suplica a la madre Yseult que le diga dónde está escondida y le implora que la deje reunirse con ella para escapar del asesino que se acerca. La voz, entrecortada por los sollozos, repite que no quiere morir. Sor Braganza, a quien la madre Yseult ha enterrado esa misma mañana en la tierra blanda del cementerio; un miserable saco de lona con lo que quedaba de su cadáver destrozado por la Bestia.

Entonces, mientras gruesas lágrimas de terror y de pena se deslizan por sus mejillas, la anciana religiosa se tapa los oídos para no seguir oyendo el llanto de Braganza. Luego cierra los ojos y suplica a Dios que la lleve con Él.

Capítulo 2

Todo había empezado unas semanas atrás, cuando corrió el rumor de que en Venecia crecían las aguas y de que miles de ratas se extendían por los canales de la ciudad lacustre. Se decía que los roedores, enloquecidos por un mal misterioso, atacaban a hombres y a perros. Un ejército de uñas y de dientes que, desde la Giudecca hasta la isla de San Michele, desbordaba las lagunas y se adentraba en las callejas.

Los primeros casos de peste detectados en los barrios pobres habían llevado al viejo dux de Venecia a ordenar que cerraran los puentes y desfondaran las embarcaciones que los comunicaban con el continente. Luego apostó su guardia a las puertas de la ciudad y envió jinetes para alertar a los señores de los alrededores del peligro que se estaba incubando en las lagunas. Desgraciadamente, trece días después de la crecida de las aguas, las primeras llamas se elevaron en el cielo de Venecia y se vieron góndolas cargadas de cadáveres que surcaban los canales para recoger a los niños muertos que jóvenes madres deshechas en lágrimas habían arrojado por las ventanas.

Al final de esa siniestra semana, los poderosos de Venecia lanzaron a su gente contra los guardias del dux, que continuaban vigilando los puentes. Esa misma noche, un viento maligno que soplaba desde el mar ocultó al olfato de los perros a los fugitivos que escapaban a campo traviesa. Los señores de Mestre y de Padua mandaron entonces a cientos de arqueros y alabarderos para contener el flujo de moribundos que se extendía por el continente. Pero ni la lluvia de flechas ni el chasquido de las picas al penetrar en los cuerpos impidieron que la plaga se propagara por toda la región como el fuego por la maleza.

Entonces empezaron a incendiar los pueblos y a arrojar a los agonizantes a las hogueras. Pusieron en cuarentena ciudades enteras para intentar frenar la epidemia. Echaron puñados de sal gorda sobre los campos y llenaron los pozos de cascotes. También rociaron los graneros con agua bendita y clavaron miles de lechuzas vivas en las puertas de las casas. Incluso quemaron a algunas brujas, a individuos con labio leporino y a niños deformes. Y a algunos jorobados. Pese a todo, la peste negra empezó a transmitirse a los animales y muy pronto se vieron jaurías de perros y bandadas de cuervos que atacaban a las columnas de fugitivos que ocupaban los caminos.

Transmitido seguramente por las palomas venecianas que habían abandonado la ciudad fantasma, el mal se propagó a continuación entre los demás pájaros de la Península. Los cadáveres petrificados de palomas torcaces, tordos, zumayas y gorriones rebotaban sobre el suelo y los tejados de las casas. Después, miles de zorros, de hurones, de ratones de campo y de musarañas escaparon de los bosques y se sumaron a los regimientos de ratas que atacaban las ciudades. En el espacio de un mes, un silencio de muerte se abatió sobre el norte de Italia; solo quedaba ya el mal, que se extendía más deprisa aún que el rumor que lo precedía y que poco a poco se iba apagando. Muy pronto no hubo un solo murmullo, un solo eco, una sola paloma mensajera ni jinete alguno para advertir que se acercaba la plaga. Así, en ese invierno funesto que se anunciaba ya como el más frío del siglo, no se encendió ninguna hoguera para rechazar al ejército de ratas que subía hacia el norte, ningún batallón de campesinos se congregó en las inmediaciones de las ciudades para empuñar la hoz y la antorcha, y ninguna mano útil fue movilizada a tiempo para trasladar los sacos de grano a los graneros fortificados de los castillos.

Avanzando a la velocidad del viento y sin encontrar resistencia, la peste cruzó los Alpes y se unió a los demás focos que asolaban la región de Provenza. Se contaba que en Toulouse y en Carcasona muchedumbres furiosas linchaban a los flemosos y a los acatarrados. En Arles enterraban a los enfermos en enormes fosas, en los hospicios de Marsella los quemaban vivos con aceite y pez, y en Grasse y en Gardanne incendiaban los campos de lavanda para limpiar el cielo de sus humores malignos.

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