El evangelio del mal (30 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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La religiosa mira un momento el carnet de Parks como si se tratara de un documento escrito en una lengua desconocida. Luego, sus ojos desaparecen y ceden el puesto a una boca arrugada.

—Esas cosas no tienen valor aquí, hija. Siga su camino y déjenos en paz.

—Perdone que insista, hermana, pero si no abre inmediatamente esta puerta me veré obligada a volver mañana por la mañana con un centenar de agentes armados hasta los dientes, que disfrutarán registrando su convento de arriba abajo. ¿Es eso lo que quiere?

—Este convento goza del estatus diplomático de extraterritorialidad, como dependencia del Vaticano y no puede entrar nadie en él sin la autorización de Roma o de la madre Abigaïl, nuestra superiora. Le deseo buen viaje y que Jesucristo la proteja allí adonde sus pasos la lleven.

Mientras la anciana religiosa cierra la mirilla, Parks decide poner las cartas boca arriba.

—Vaya a decirle a la madre Abigaïl que la cosa que mató a su monja ha muerto en Hattiesburg.

La puertecilla se detiene a medio camino y vuelve atrás. La vieja boca aparece de nuevo.

—¿Qué acaba de decir?

—Caleb ha muerto, hermana. Pero mucho me temo que su espíritu continúe entre nosotros.

A través de los embates del viento, Parks oye a alguien que agita febrilmente un manojo de llaves que chocan entre sí. Luego, el chasquido sucesivo de los cerrojos antes de que la pesada puerta se abra chirriando sobre sus goznes. Marie contempla a la anciana religiosa que permanece encorvada en el hueco. «Señor, ¿qué edad debe de tener?»

Detrás de ella, una amplia escalera sube abriéndose paso en la oscuridad. Una escalera tan vieja y oscura como la que conducía a la cripta donde Caleb crucificó a las desaparecidas de Hattiesburg. Parks cierra los ojos y aspira una bocanada de aire helado. Después traspasa el umbral y pone los pies sobre el suelo arenoso del convento. Al hacerlo tiene una sensación de caída libre, como si cada célula de su cuerpo empezara súbitamente a retroceder en el tiempo.

En el interior, las tinieblas son todavía más profundas que la noche. El aire también parece más transparente y la llama de la antorcha más clara y más viva. Huele a azufre, a potaje y a purín. El aliento de la Edad Media. Mientras la puerta del convento se cierra chirriando, la joven nota que el pánico se apodera de ella. Acaba de entrar en una tumba.

Capítulo 92

—Sígame y, sobre todo, no me pierda de vista.

Con la antorcha crepitando en la oscuridad, la recoleta empieza a subir la escalera. Cientos de peldaños tallados en el vientre de la montaña. Parks controla la respiración para ajustar su marcha a la de la religiosa, que avanza con una agilidad sorprendente. En realidad, tiene la impresión de que, si no llevara la antorcha, la anciana se pondría a cuatro patas para subir por la escalera. «Deja de desbarrar, Marie…»

Parks empieza a perder la noción del tiempo. Los muslos y las rodillas le arden. Unos metros delante de ella, la antorcha proyecta sombras gigantescas en las paredes. Sin embargo, su resplandor parece alejarse, como si la recoleta hubiera acelerado. La joven aprieta el paso. Tiene miedo, se ahoga. Como aquel día, cuando tenía ocho años, que excavó un túnel en las dunas. Un túnel tan largo y estrecho que, cuando la duna se derrumbó, solo sobresalían sus pies. Esa misma sensación de ahogo es la que a Marie le oprime la garganta mientras sigue a la recoleta.

El último peldaño de la escalera. La ascensión continúa ahora por un corredor en pendiente. Parks lo nota por el dolor en los tobillos y por la inclinación de sus pies. Aviva el paso sin apartar la mirada de la llama, que, agitada por corrientes de aire, con su luz arranca fugazmente de las tinieblas pesadas puertas de celdas. El corazón le da un vuelco y el pelo se le eriza. Acaba de ver unas manos ganchudas agarradas a los barrotes. Rostros cerosos la miran pasar. Murmullos. Marie acelera el paso para alcanzar la antorcha que se aleja. Pero el corredor desemboca en otra escalera y la religiosa se encuentra ya unos metros por encima de ella. Parks trastabilla en el primer peldaño y reprime una blasfemia agarrándose en el último momento a los barrotes de una celda, contra los que apoya el cuerpo. Un movimiento detrás de ella, un roce de ropa. Tomando conciencia del error que ha cometido, se dispone a incorporarse cuando nota que algo frío se cierra alrededor de su cuello. Un brazo, un brazo delgado cuyos huesos salientes aprietan su cuello con una fuerza sorprendente. Sin respiración, Parks intenta abrir el bolso para sacar el arma. «¡Seré imbécil!, ya puestos, podía haberme dejado el cargador en el coche».

Un aliento fétido envuelve el rostro de Marie mientras la criatura que la estrangula le empuja la cabeza hasta pegarla a los barrotes.

—¿Quién eres, asquerosa fisgona?

Mientras un dedo aplasta la cremallera del bolso, que acaba de atascarse, Marie trata de articular una respuesta:

—M… Marie Parks. FBI.

—¿Esta cosa habla? ¡Oh, Señor, esta cosa habla!

La criatura empieza a gritar en las tinieblas:

—¡Hermanas, he atrapado a Satanás! ¡He atrapado a Satanás y Satanás me ha hablado!

Un concierto de chillidos se eleva a lo largo del corredor y la joven ve una hilera de brazos blancos que emergen de las demás celdas, unos rostros pegados a los barrotes, cuyos labios gesticulantes dejan escapar un largo grito de odio.

—¡Arránquele el cuello, hermana! ¡No lo deje escapar!

Una zona de alta seguridad en los sótanos de un hospital psiquiátrico: en eso es en lo que piensa Marie mientras se le nubla la vista y sus rodillas fallan. Finalmente consigue meter una mano en el bolso y cerrarla en torno a la culata de su automática. Echa una mirada a la izquierda. La antorcha da saltitos a lo lejos en la oscuridad; la recoleta baja la escalera tan rápido como puede. Parks desenfunda el arma y vacía un cargador apuntando al techo. Gracias al resplandor blanco de las detonaciones, se percata con horror de que tras todos los barrotes hay ahora caras y brazos tendidos. Los disparos no han logrado que afloje la presión del brazo que la estrangula. A punto de desmayarse, pone a tientas otro cargador y pega el cañón del arma a la cara de la criatura.

—Te… te doy tres segundos para soltarme antes de dispararte a quemarropa y hacerte saltar la dentadura.

Marie nota el soplo de una respiración en la mejilla.

—No puedes matarme, Parks. Nadie puede matarme.

Echa otra mirada hacia la izquierda. A medida que la antorcha de la recoleta se acerca, los rostros pegados a los barrotes retroceden, bufando como gatos. Marie está a punto de apretar el gatillo cuando oye que la voz de la criatura susurra:

—Esta vez te has librado, pero no saldrás viva de este convento. ¿Me oyes, Parks? Has entrado, pero no saldrás jamás.

Acto seguido, la presión del brazo se afloja de golpe y la criatura se aleja. La joven se deja caer contra los barrotes mientras recupera el aliento. Cierra los ojos y oye que se acercan los pasos de la recoleta. La anciana religiosa se inclina hacia ella y le dice enfurecida:

—¿Ha perdido el juicio? ¿Por qué ha utilizado el arma?

Parks abre los ojos y mira a la religiosa, que, rabiosa, espurrea saliva bajo el velo.

—Explíqueme, hermana, qué hacen esas religiosas en los calabozos y qué crímenes han cometido para merecer un tratamiento tan inhumano.

—¿Qué religiosas? ¿De qué habla? Esas celdas están fuera de uso desde hace más de un siglo.

—Entonces, ¿por qué una de sus monjas acaba de intentar matarme mientras las demás gritaban como dementes?

—¿Las demás? ¿Quiénes?

Intrigada, la anciana religiosa acerca la antorcha a los barrotes del calabozo. El cubículo está polvoriento y vacío. Cinco metros cuadrados sin muebles ni recovecos. La recoleta prosigue en el silencio del sótano:

—Estos calabozos eran celdas de reposo para aquellas religiosas que perdían la razón a causa del aislamiento. Las encerraban aquí para que el resto de la comunidad no las oyera gritar. Pero eso era hace más de un siglo. Actualmente, cuando pierden los nervios las llevamos al psiquiátrico de Santa Cruz. ¿Está segura de que se encuentra bien?

Marie Parks está a punto de venirse abajo. Se está volviendo loca.

Capítulo 93

El corredor se ilumina a medida que las dos mujeres se aproximan a la cima. La salida del pasadizo, una mancha gris en la oscuridad, se amplía y Parks distingue de nuevo los copos que danzan al aire libre.

Un viento glacial las envuelve. Pestañeando, Marie distingue los edificios que enmarcan el claustro al que acaban de llegar. Unas estatuas de cemento desaparecen bajo una gruesa capa de nieve. Crucificado en el centro del patio, un gigantesco Cristo con los ojos muy abiertos las mira pasar. Examinándolo de reojo, Parks se pregunta qué deben de sentir las recoletas, que recorren las baldosas del claustro trescientos sesenta y cinco días al año ante la mirada glacial de esa figura de bronce.

La religiosa avanza bajo las columnas del claustro. Marie constata, por las huellas que deja en la nieve, que la anciana lleva unas simples sandalias de cuero muy gastadas. La recoleta sacude las suelas para que la capa de nieve se desprenda. Después cruza un porche de piedra que marca la entrada del edificio principal. Parks sacude también sus zapatos dando golpes con la punta contra la escalinata del convento. Sintiendo la mirada de Jesucristo en su espalda, se adentra en un amplio pasillo que huele a polvo y a cera. En las paredes, retratos de los grandes santos se codean con bustos de escayola y escenas de la Pasión. Vuelve a encontrar la mirada del crucificado en los innumerables cuadros que roza en la penumbra; cólera y desesperación, eso es lo que puede leer en el reflejo que el artista ha capturado en los ojos de Jesucristo. Se vuelve una y otra vez; dirijan donde dirijan las recoletas la mirada, el ojo de Dios las observa.

—La madre Abigaïl va a recibirla.

Parks se sobresalta al oír a la recoleta en el otro extremo del pasillo. Ha dejado la antorcha y empuja una pesada puerta entornada a través de la cual se entrevé un despacho con las paredes forradas de tapices antiguos.

La joven entra y aspira el fuerte olor de cera que flota en la habitación. Un fuego crepita en la chimenea. Mientras la puerta se cierra, ella avanza, haciendo crujir el entarimado, hacia un escritorio de roble sobre el que han colocado unos viejos candelabros cuyas velas desprenden aroma de miel. Erguida en su sillón, la madre Abigaïl mira cómo Marie se acerca. Una viejecita de una fealdad sorprendente y de facciones tan duras que parecen talladas en hielo. Sus mejillas están surcadas por finas cicatrices verticales que recuerdan esas heridas que las locas se hacen con las uñas.

—¿Quién es usted y qué quiere?

—Soy la agente especial Marie Parks, madre, la encargada de investigar el asesinato que se cometió en su convento.

Abigaïl desecha esa respuesta con gesto irritado.

—¿Le ha dicho a la religiosa que la ha traído hasta aquí que la cosa que mató a nuestra hermana ha muerto en Hattiesburg?

—Sí, madre. Fue abatido por los agentes del FBI. Se llamaba Caleb y era monje.

—Es mucho más que un monje.

La madre Abigaïl deja escapar un suspiro de inquietud.

—Además, ¿cómo puede estar segura de que fue él quien asesinó a nuestra hermana?

—Gracias a las mujeres que lo perseguían. Unas religiosas a las que el Vaticano había enviado para que siguieran su rastro.

—¿Quiere decir que Mary-Jane Barko y sus hermanas acabaron por encontrarlo?

—No, madre. Caleb las secuestró una tras otra y las crucificó.

—¿Dónde está ahora?

—En el depósito de cadáveres del hospital Liberty Hall de Boston.

La madre Abigaïl se pone rígida, como si su cuerpo hubiera sido atravesado por una brusca descarga eléctrica.

—¡Dios mío! ¿Está diciéndome que no lo han incinerado?

—¿Deberíamos haberlo hecho?

—Sí. Si no, volverá. Siempre vuelve. Creemos que ha muerto, pero vuelve.

—¿Qué es lo que vuelve, madre?

La anciana religiosa sufre un acceso de tos y se cubre la boca con la mano. Cuando toma de nuevo la palabra, Parks advierte que sus bronquios emiten un silbido ronco; la madre Abigaïl tiene un enfisema.

—Agente especial Marie Parks, ¿por qué no me explica la razón exacta de su presencia entre nosotras?

—Tengo que examinar las obras en las que trabajaba la monja antes de que fuera asesinada. Estoy convencida de que la clave de estos crímenes se encuentra en algún lugar de la biblioteca de su convento.

—Al parecer, no tiene ni idea del peligro que la amenaza.

—¿Significa eso que no lo permitirá?

—Significa que necesitaría al menos treinta años de estudios para comprender algo de esas obras.

—¿Ha oído hablar de los Ladrones de Almas?

La madre Abigaïl se hunde en el sillón y Parks capta de inmediato las vibraciones de terror en su voz.

—Hija, hay palabras que no es prudente pronunciar en plena noche.

—¿Y si nos dejáramos de gilipolleces, madre? Ya no estamos en la Edad Media y todo el mundo sabe que Dios murió en el instante en que Neil Armstrong puso el pie en la Luna.

—¿Quién?

—Olvídelo. La culpa es mía, me he explicado mal. No he venido aquí para celebrar Halloween ni para aprender a volar con una escoba, sino para investigar el asesinato de una religiosa de su congregación. Un asesinato más en la larga lista de un asesino que, a juzgar por las conclusiones de las cuatro desaparecidas de Hattiesburg, atraviesa los siglos para matar recoletas como quien ensarta cuentas de un collar. Así que, una de dos: o me abre la biblioteca o me veré obligada a volver con una orden de registro y unos camiones de mudanzas para transportar todas sus obras satánicas a los locales del FBI en Denver.

Un silencio. Parks percibe la llama de odio que acaba de encenderse en la mirada de la madre superiora. Si las recoletas están tan locas como dicen, acaba de firmar su sentencia de muerte.

—Agente especial Marie Parks, solo la caridad me obliga a ofrecerle la hospitalidad de mi orden mientras dure la tormenta. La religiosa que la ha guiado hasta aquí la acompañará a la celda que ocupaba nuestra hermana asesinada. Es la única que está libre por el momento. No puedo hacer nada más para facilitar su investigación y le aconsejo encarecidamente que permanezca encerrada hasta que el viento cese y deje de nevar. Porque estos lugares no son seguros para los que no creen en Dios.

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