El espejo en el espejo (9 page)

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Authors: Michael Ende

BOOK: El espejo en el espejo
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—¿Por qué permanece en silencio?

—Ya ha hablado —contestó ella.

—¿Por qué no lo he oído?

—Sí que lo has oído, señor. Pero sólo lo encontrarás en tu recuerdo.

—¡Pero deseo oírlo ahora!

—Señor —dijo la muchacha en voz muy baja—, ¿cómo podría suceder eso mientras lo deseas? No desear nada significa no haber diferencias. No haber diferencias significa mirar lo invisible y oír lo callado. ¿Por qué quieres hacerme desgraciada?

El viajero se avergonzó entonces sin saber bien por qué.

—Sabes mucho —dijo él—. ¿De dónde?

La muchacha sonrió.

—Porque inmerecidamente se me considera la indigna propietaria de esta colección de cosas poseíbles.

El viajero permaneció callado y la miró largo tiempo de soslayo. Ella dejó que la mirase o no se dio cuenta, pues mantenía los ojos bajados. El admiró la línea extraordinariamente noble de su frente, de su nariz y de sus labios. Sólo entonces descubrió la rara belleza de sus rasgos. Al cabo de un rato ella se tapó la cara con la manga y le rogó que le permitiera mostrarle por fin sus verdaderos tesoros, pues lo anterior apenas había sido digno de la atención del señor. A continuación el viajero se levantó del pequeño vehículo, se inclinó, aunque un poco torpe, tan profundamente ante ella como lo había hecho ella antes y contestó que si la bondadosa señora de los signos y milagros condescendía a mostrarle a él, bárbaro inculto, tesoros más secretos, aceptaría ese ofrecimiento con respeto y agradecimiento, aunque tendría que insistir en no ser llevado por ella sino que, ahora que sabía cuán noble dama le invitaba, consideraría la máxima aunque inmerecida distinción poder ir detrás o a lo mejor al lado de ella.

La muchacha protestó inclinándose, el viajero se inclinó a su vez e insistió y por fin impuso su voluntad. Dejaron el pequeño vehículo, y la muchacha cogió delicadamente con las puntas de los dedos la mano del invitado, que era mucho más alto que ella, y así caminaron en silencio uno al lado del otro hacia las salas interiores, al encuentro de continentes vírgenes y océanos del alba.

E
n el aula llovía sin parar. Olía a cieno, pues la eterna humedad ya había convertido casi en turba el suelo de tablas, las paredes estaban cubiertas de moho y en algunos lugares crecían grandes y níveas telas de salitre. Los cristales de las tres altas y estrechas ventanas eran lechosos para evitar que los alumnos se distrajesen mirando fuera.

La puerta que daba al corredor del colegio había sido repintada una y otra vez con capas grumosas y tenía el color de espinacas viejas y pasadas. En la pizarra situada en el lado frontal del aula aún podían leerse los restos de alguna fórmula: … es un punto en el vacío… parte en el tiempo t un impulso luminoso… d… dt…

Sobre el estrado alto y negro como el alquitrán, situado delante de la pizarra, yacía como amortajado el cuerpo inmóvil de un muchacho de unos catorce años. Estaba vestido con un traje ajustado de funambulista con algún que otro remiendo. La venda blanca que llevaba alrededor de la cabeza mostraba sobre la frente una mancha roja redonda. Evidentemente, se trataba de una marca, pues era demasiado regular para poder ser sangre filtrada.

En los pupitres sólo estaban sentados seis alumnos —dos hombres, dos mujeres y dos niños—, alejados los unos de los otros y aislados. Todos estaban agazapados debajo de sus paraguas, leían, escribían o miraban fijamente. Delante del todo estaba sentado debajo de un paraguas negro un hombre de edad indefinida vestido con acusada corrección. Debajo del bombín negro su rostro resultaba pálido, y, a excepción de los acuosos ojos un poco prominentes, anodino. Sobre su mesa había una carpeta. Cerca de la puerta estaba sentado un hombre barbudo con gafas que llevaba una bata blanca. Sostenía un paraguas abierto de material plástico blanco y consultaba a intervalos su reloj de pulsera. En el lado de las ventanas una mujer vieja muy gorda se había embutido en un pupitre demasiado pequeño para su volumen, de manera que su enorme pecho descansaba delante de ella sobre el tablero. Su paraguas era floreado. Unas filas detrás de ella una mujer joven y esbelta, de piernas largas, vestida de novia, estaba sentada debajo de un paraguas blanco con volante de encaje. Al fondo del todo, en la última fila, estaban sentados dos niños. Uno, una niña pequeña, llevaba un paraguas de papel encerado. Tenía largo pelo negro azulado y ojos almendrados oscuros como la noche. El niño, al otro lado, parecía muy descuidado. Era pequeño y flaco de cara y estaba muy sucio. Su ropa estaba rota y cada dos por tres se secaba la nariz goteante con la manga. En la espalda llevaba alas blancas demasiado grandes, que mojadas por la lluvia y desgalichadas colgaban pesadamente. Su paraguas constaba sólo de un conjunto de varillas de las que pendían algunos jirones de tela azul celeste.

Todos permanecían callados, pues estaba terminantemente prohibido hablar. Sólo la lluvia caía sin cesar.

Por fin, después de echar una nueva mirada a su reloj, el hombre de la bata blanca se inclinó hacia el hombre correctamente vestido y preguntó en voz baja:

—Perdone, pero ¿sabe usted cuándo viene el señor profesor?

El interpelado se llevó el dedo a los labios. Luego sacudió la cabeza y al cabo de un rato susurró:

—Nunca se sabe cuándo viene, ni siquiera si viene. Pero ay de quien no esté aquí si por fin viene.

El hombre de la bata blanca asintió suspirando.

—Ya me lo temía. ¿Puedo preguntar por qué está usted aquí?

El otro hizo un gesto desdeñoso con la mano y miró en torno suyo. De nuevo volvió a dejar pasar algunos minutos antes de contestar.

—Quiero completar mis conocimientos matemáticos. Soy funcionario.

—Ajá —dijo el hombre barbudo de la bata blanca, pero se veía que esa información no le satisfacía demasiado.

Durante un rato miró su reloj, luego escribió algo sobre un papel y se lo tendió a su interlocutor.

—¿Así que usted está aquí voluntario?, —leyó. Dio la vuelta al papel y escribió en el reverso—: Su pregunta no me concierne. Yo cumplo con mi deber.

Cuando el hombre de la bata blanca hubo leído el mensaje, dijo a media voz y en tono agresivo:

—Yo no estoy aquí voluntario. Soy médico, pero debido a una estúpida pequeñez me han retirado la licencia. Y ahora tengo que volver a empezar desde el principio. Lo encuentro terrible.

—Todo vuelve a comenzar siempre desde el principio —contestó fríamente el correcto—. La vida es repetición. ¿Con qué derecho espera que será el único aprobado?

—¡No hablen tan alto! —gritó la novia a media voz a los dos—. Podrían oírles y entonces nos impondrían a todos un arresto.

—Si me preguntáis —interviene ahora la señora gorda en la conversación—, deberíamos irnos a casa sin más. Tengo hambre.

El funcionario se volvió hacia ella y la examinó con su mirada vacía.

—Eso no es posible —dijo reticente—, la puerta está cerrada.

De nuevo reinó el silencio durante un largo rato, sólo la lluvia caía sin cesar.

—Quisiera saber —murmuró entre dientes el niño de las alas empapadas— qué tiempo hace fuera. Quizás ya hay vacaciones.

La niña pequeña de los ojos almendrados le sonrió desde el otro extremo y susurró con la mano delante de la boca:

—Fuera está el paraíso, pero no se pueden abrir las ventanas.

—¿Qué hay fuera?

—El pa-ra-í-so.

—No lo conozco. ¿Qué demonios es eso?

—¿No lo conoces?

—No, nunca había oído hablar de ello.

La niña reprimió la risa.

—No te creo. ¿Acaso no eres un ángel?

—¿Y eso qué es? —preguntó el niño.

La niña de los ojos almendrados se quedó un rato pensativa y entonces susurró:

—En realidad yo tampoco sé lo que es el paraíso.

—¿Entonces de qué hablas? —dijo el niño.

—Pero sé que siempre está al lado —prosiguió la niña—. Eso lo sabe todo el mundo. Entre medias hay sólo una pared, a veces de piedra, a veces de cristal, a veces de papel de seda. Pero siempre al lado.

—¿No podríamos entonces romper los cristales? —propuso el niño, sonrojándose de su propia audacia—. Quiero decir, si merece la pena.

La niña le miró triste y susurró:

—Eso no serviría de nada. Siempre está al lado, así que nunca está donde estamos nosotros. Si estuviésemos ahí fuera, tampoco estaría allí. Pero ahora está ahí. Segurísimo.

—¡Callaros de una vez! —exclamó la novia en voz baja.

—Creo que viene alguien.

Todos escucharon atentamente, pero sólo se oía la lluvia.

El médico se puso de pie y se dirigió al estrado sobre el que yacía el muchacho del traje de funambulista como sobre un catafalco. Tuvo que subir a la silla que había detrás del estrado para poderlo contemplar.

—¿No sería mejor que hiciese sus deberes? —preguntó el funcionario alzando las cejas.

—Quizás es éste mi deber —contestó irritado el médico.

Durante un rato examinó al muchacho, comprobó el pulso, abrió cuidadosamente con el pulgar y el índice uno de sus ojos, palpó aquí y allá, sacudió finalmente la cabeza desanimado, bajó y se sentó en su sitio.

La vieja gorda, que le había observado con creciente curiosidad, exclamó ahora en voz tan alta que todos se estremecieron asustados:

—¡La enfermedad! ¡Diga al menos de qué ha muerto!

—De la lluvia —contestó en tono brusco el médico.

—Quizás —susurró la niña de ojos almendrados al niño de las alas empapadas— el paraíso está donde no llueve.

—O no siempre, en todo caso —dijo el niño más para sí—, sólo de vez en cuando.

—¿Te acuerdas ahora? —dijo la niña en voz baja.

Pero el niño no contestó, sólo se quedó pensativo con la mirada perdida.

La niña se puso de pie y caminó con pasos tímidos hasta el estrado. Trepó a una silla y desde allí a donde estaba el muchacho con el traje de funambulista. Se puso en cuclillas a su lado, colocó su cabeza en el regazo y sostuvo el paraguas de papel encima de él. Todos la miraban asombrados.

—Pero si viene el profesor… —exclamó la novia asustada.

—Quizás el profesor es él —dijo el niño de las alas poniéndose de pie.

Todos se volvieron hacia él.

—Podría ser —murmuró y volvió a sonrojarse. Arrastrando las alas se dirigió hacia delante, trepó decidido al estrado y sostuvo las varillas de su paraguas sobre el cuerpo tendido del muchacho.

—¡Tonterías! —opinó el funcionario con desdén.

—¡En absoluto! —replicó obstinado el niño—. Ya empieza a respirar.

—El médico se levantó de un salto, trepó de nuevo a la silla y colocó la mano sobre el pecho del muchacho, se inclinó sobre su boca y escuchó atentamente.

—Dos no bastan —exclamó entonces—, ¡más paraguas!

Todos fueron hacia delante y extendieron, protectores, sus paraguas encima del muchacho. La niña de los ojos almendrados se había inclinado profundamente sobre su cabeza y le quitó cuidadosamente la venda con la mancha roja redonda. Su pelo negro y largo envolvía los rostros de ambos.

De pronto el muchacho del traje de funambulista respiró profundamente, tosió un par de veces y se incorporó.

—¡Gracias! —dijo mirando los rostros que se agolpaban alrededor suyo—, fue lejos esta vez. ¿Qué hacéis aquí?

—Esperamos al profesor —contestó la novia.

—¿Eres tú quizás el profesor? —preguntó el niño de las alas.

—¡Oye tú! —exclamó el muchacho—, ¿es que tengo aspecto de ello?

—Nosotros no sabemos el aspecto que tiene —explicó el médico.

—¡Haga el favor de no hablar en nombre de todos nosotros! —le corrigió el funcionario—. Llevo aquí mucho más tiempo que usted.

El muchacho del traje de funambulista sopló un par de gotas de la punta de su nariz y sonrió.

—Lo importante es que todavía no ha llegado. Deberíamos intentar salir de aquí. ¿O estáis a gusto?

—No se trata de eso —respondió el funcionario—, existe también un sentido del deber. Nadie tiene derecho a sustraerse a la realidad, y menos cuando es desagradable.

El muchacho del traje de funambulista dejaba columpiar sus piernas desde el estrado.

—¿Habéis observado —preguntó suavemente— que basta cerrar los ojos durante un par de minutos? Cuando se abren de nuevo, se encuentra uno ya en otra realidad. Todo cambia constantemente.

—Cuando se cierran los ojos —dijo el niño de las alas empapadas—, se muere uno.

—Bueno —dijo el muchacho desde el estrado—, eso viene a ser lo mismo. Nosotros también nos transformamos, eso no tiene nada de particular. Yo era otro hace un momento y ahora soy de pronto éste.

—La mujer gorda asintió.

—Exacto, hijo mío. ¿Y de qué te sirve?

—De nada —contestó el muchacho—, ¿por qué habría de servir de algo?

—Yo, en todo caso —declaró el funcionario—, me quedaré e informaré puntualmente al profesor de todo lo que sucede aquí.

—¡Como usted quiera! —opinó el muchacho, saltando del estrado—. Yo sólo estoy aquí de paso.

—Pero no se puede salir de aquí —exclamó la novia—. La puerta está cerrada.

—Se puede salir de todas partes —replicó el muchacho—, si se sabe sonambular.

—¿Cómo se hace eso? —preguntó la niña de los ojos almendrados. Y el niño de las alas respondió:

—¿Qué significa sonambular?

—¡Todo tonterías! —exclamó el funcionario.

—Sonambular —dijo el muchacho del traje de funambulista— significa inventar una historia nueva y luego introducirse en ella. ¿Qué es lo que aprendéis en este colegio si ni siquiera sabéis eso?

—¿Dónde lo has aprendido tú? —quiso saber la persona gorda.

—Con un sonámbulo que inventé yo mismo —contestó el muchacho.

—¿Y tú sabes sonambular de verdad? —preguntó la muchacha sin aliento—. ¿Y nos lo puedes enseñar?

—¡Claro! —respondió el muchacho—. Aunque solo es muy difícil. A dos ya es mucho más fácil. Y si lo hacen muchos a la vez siempre sale bien. ¡Todos los sonámbulos de verdad lo saben!

—¿Cómo vamos a hacer eso de inventar una historia nueva? —inquirió la novia.

—Lo más sencillo —explicó el muchacho— es que representemos todos juntos una obra de teatro.

—Oh, dios mío —gimió la mujer gorda—, yo no puedo memorizar tanto texto.

—¿Para quién vamos a actuar? —preguntó el médico.

—Para nosotros mismos. Somos espectadores y actores al mismo tiempo. Y lo que interpretamos es realidad.

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