El espejo en el espejo (6 page)

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Authors: Michael Ende

BOOK: El espejo en el espejo
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El novio pasa por los labios agrietados una lengua seca como la yesca.

—Entonces podré hacer con ella lo que quiera —susurra—, tendrá que tolerarlo todo sin protestar. Después de todo, es mi novia. Pero yo no lo haré. No le haré nada malo, ¿comprende lo que quiero decir? Ella es muy bella y joven. Completamente

inocente, ¿sabe? En todo caso seré cariñoso con ella, delicado y discreto. Que yo haya tomado el camino directo no significa que la quiera coger por sorpresa. Le daré tiempo.

El acompañante guarda silencio y contempla desinteresado el horizonte.

El novio mira un rato fijamente su dedo gordo que sobresale del zapato de charol, luego pregunta de pronto, desconfiado:

—Es bella y joven mi novia, ¿verdad? Quiero decir… lo sigue siendo, ¿no? ¡Por favor, diga su opinión con toda sinceridad!

—Sobre eso no tengo ninguna opinión —responde el hombre sin rostro.

El novio se frota la frente.

—Sí, sí, ya sé. Sólo que… hace ya tanto tiempo de todo. Apenas sé cómo era. A decir verdad, ya no conozco a esa persona. Una muchacha desconocida cualquiera. ¿Cómo se llamaba? Dios mío, llevamos ya tanto tiempo en camino.

—Venimos de aquella puerta —dice la voz fría— y nos dirigimos a aquélla. Eso es todo.

—No lo entiendo —confiesa el novio—, sencillamente no entiendo que esté tan lejos.

—Usted no lo comprende —repite el otro dando media vuelta para irse—, pero su novia está esperando. ¡Venga!

El novio le agarra una vez más de la manga.

—¿Cómo lo sabe? Quizás hace tiempo que no espera ya. O no ha esperado nunca. Podrían haber surgido problemas. Entonces habría asumido en vano toda esta carga. Haría el ridículo.

—Eso —responde la voz seca— ya lo verá cuando pase por esa puerta que tiene delante.

—Esa puerta —susurra el novio— es inalcanzable, siempre queda delante de nosotros, siempre igual de lejos… Eso es un espejismo, no una puerta.

—¡Tonterías! —dice el otro sin sonreír—. Un espejismo aparece y desaparece. Pero esa puerta estaba ahí desde el principio y ha permanecido en su sitio, sin cambiar en absoluto.

El novio asiente.

—Sí, sin cambiar… desde entonces, cuando me puse en camino, cuando aún era joven.

—Así que no es ningún espejismo —responde el acompañante en tono categórico, echando a andar.

Durante largo tiempo los dos hombres caminan uno al lado del otro, pero poco a poco vuelve a producirse entre ellos la distancia que va en aumento. De nuevo grita el novio y de nuevo el hombre correctamente vestido se detiene al cabo de un rato y le espera apoyado en el paraguas. El novio se deteriora por momentos, su ropa cuelga ahora en andrajos de su cuerpo, también parece haberse vuelto más pequeño y más viejo.

—Entonces —balbucea ahogadamente, haciendo un movimiento incierto en dirección a la puerta septentrional con el sombrero de copa del que sólo queda el ala—, entonces aún estaba fuerte, ¿recuerda? Entonces era yo quien caminaba por delante, no usted, ¿se acuerda?

—A veces —puntualiza el otro—, muy pocas.

El novio sacude tercamente la cabeza.

—No, no. Usted apenas podía dominarme, le costaba trabajo guardar el paso conmigo. Entonces era yo más joven que usted, querido amigo. Mucho más joven y más fuerte. Era un joven imponente.

—Yo —contesta el acompañante— sigo teniendo la misma edad.

El novio se quita con la mano el polvo de la cara arrugada.

—Recuerdo —susurra— que cuando salimos por la puerta estaba sentada en el suelo una mujer viejísima, diminuta, como resecada por el sol. No llevaba sobre el cuerpo más que algunos jirones de telas de araña. Quizás era el resto de su velo de novia. ¡Pobre vieja! Sentí asco de sus pechos lacios que estaban delgados y vacíos como pliegues rugosos. ¡Pero la mirada con que me miró! He tenido que pensar a menudo en ella. Tenía los ojos medio ciegos, hundidos. Y me tendió la mano en la que sujetaba un par de tallos de rosa secos. La mirada me recordaba algo o alguien. Lo he olvidado. Sólo sé que sentí vergüenza por ella, por ser tan vieja y fea. Saqué el clavel rojo del ojal y se lo tiré. Ella lo cogió en el aire y rió con su boca desdentada. Creo que le alegró mi regalo. Sí, entonces yo era realmente un joven imponente y fuerte como un toro. Pensaba, sólo unos pasos y estaré con ella, con mi novia. Tenía prisa. Por eso quería llegar a ella por el camino directo.

—¡Venga, venga! —dice el acompañante, ahora ya casi un poco impaciente.

Pero el novio tiene algo que decir todavía, aunque le cuesta trabajo hablar de manera inteligible.

—¿No cree usted también —dice con un graznido— que sería más prudente esperar a que anocheciese? Al refrescar, sería más fácil proseguir la marcha.

—¡Por favor —responde el hombre sin rostro—, le ruego que se domine! Está usted complicándolo todo. Nos encontramos en el cuarto de mediodía. Los anocheceres están en otra parte. Vea usted mismo, aquí no arrojamos prácticamente ninguna sombra. La luz está en el cenit, inalterada e inalterable.

El novio asiente con tristeza, deja caer los brazos y dice:

—No puedo más!

El acompañante hurga, indiferente, con su paraguas en la arena.

—Eso ya lo ha dicho cien veces. ¿Tengo que apelar otra vez a su sentido de la responsabilidad? Le están esperando. Su novia cuenta cada minuto. Le desea como sólo una mujer puede desear. ¿Es que eso no significa nada para usted?

—¡Sí, sí! —se apresura a asegurar el novio.

De nuevo caminan ambos un largo trecho, horas o años, bajo la luz resplandeciente.

De pronto el novio se tira al suelo, rodando sobre la espalda, y grita al cielo con labios llenos de costras:

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué es tan largo el camino? No llegaré nunca. Nunca, nunca veré ni abrazaré a mi novia. ¿Por qué no pude decirle sencillamente que la deseaba, que quería tenerla, que anhelaba sentir su piel, su cuerpo? —un ataque de tos le sacude y no puede seguir hablando.

El acompañante espera impasible a que se le pase, luego dice:

—Todo eso lo hizo usted. Usted dijo esas cosas y así figuran textualmente en los documentos —con el paraguas golpea ligeramente la carpeta de cuero.

El novio mueve un rato los labios, perplejo.

—Pero ¿por qué —balbucea finalmente—, por qué estoy entonces aquí y no con ella? ¿Por qué voy siempre a su encuentro sin alcanzarla nunca? ¿Por qué? ¿Por qué?

—Porque usted lo quería así a toda costa —dice el otro mirándole desde arriba—. Se le dijo una y otra vez que el camino directo era el más largo. Usted no escuchó siquiera. ¿Me escucha al menos ahora?

—Sí —grazna el novio. Mira fijamente al acompañante durante un largo rato, luego empieza a reírse. Suena como un chillido. El otro espera sin moverse. Finalmente el novio traga secamente y susurra—: ¿Así que me han engañado las matemáticas, simplemente?

—No —dice el acompañante—, allí el cálculo es correcto.

El novio deja caer de nuevo la cabeza en la arena y mira al sol. Los ojos le duelen como si los atravesase un hierro candente, pero no le vienen las lágrimas. Ya no tiene. Deja pasar arena entre sus dedos y murmura:

—De modo que así son las cosas. Me rindo. Abandono. No quiero seguir. Abandono.

—¡Ánimo! —dice el acompañante, pero lo dice sin ninguna simpatía—. Allí está ya la puerta. Sólo quedan unos pasos.

El novio sigue dejando pasar la arena entre sus dedos. El acompañante le levanta en vilo y le sostiene delante de sí con los brazos extendidos, tan ligero se ha vuelto. Sus piernas se bambolean en el aire como las de un muñeco.

—Ya no veo nada —susurra—, ya no tengo ojos.

—¿Y su novia? —pregunta el otro.

—Ya no sé nada. No entiendo nada. No quiero nada. No tengo novia. Nunca la tuve. Nunca deseé. Nunca amé. Nunca existí. Déjeme en paz, por favor.

Pero el acompañante no cede.

—No tiene usted derecho a renunciar a su existencia. Sólo piensa en sí mismo. Pero ha asumido responsabilidades. Como hombre de carácter, no puede deshacerse de ellas sin más.

—Carácter… —susurra el novio, bamboleando aún las piernas—; me pregunto por qué no se encarga usted de mi tarea. La señorita se alegrará. Usted es aún joven, en todo caso más joven que yo.

El acompañante le suelta. Cae a la arena como un montón de harapos. Con los ojos guiñados trata de ver al hombre sin rostro que se alza sobre él.

—Nuestras obligaciones —oye decir a la voz concisa— no son las mismas.

El novio juega con la arena.

—Obligaciones… —susurra con una risita—, obligaciones…

Ahora el otro casi se enfada por primera vez.

—Realmente se pone usted como si se tratase de su vida.

—Y así es —contesta el novio, asintiendo apenado—, se trata de mi vida, retroactivamente, ¿comprende? Soy un hombre viejo, pero no he tenido vida. Me han anulado todo. Alguien me ha escamoteado la vida, no sé quién. Y ahora ya no la quiero. No quiero haber tenido nunca una vida. Contra eso no puede usted hacer nada.

—Sí —dice el otro—, yo le llevaré los últimos pasos.

El novio lanza una risita.

—Los últimos pasos…, ¡no podrá!

—¡Permítame! —dice el otro y sin esperar una contestación coge al novio en brazos. Este coloca un delgado bracito alrededor del hombro del acompañante y apoya su vacilante cabecita de anciano en su cuello. Así recorren un largo trecho del camino. Aunque el novio no pesa ya apenas, por fin se le duerme el brazo a su portador y le deja deslizarse al suelo.

—Los últimos pasos… —se burla triunfante el novio—, ¡lo ve, lo ve!

El hombre sin rostro no contesta. Engancha el puño de su paraguas en el cuello del chaqué, o más bien en lo que queda de él, y arrastra al novio detrás de sí por la arena.

De nuevo transcurre un tiempo interminable.

El novio se da cuenta de que el otro le ha soltado y trata de liberarse del montón de harapos.

—Hemos llegado —oye decir a la voz indiferente—, ya le había dicho que sólo eran unos pasos.

El novio se sienta con un último esfuerzo y abre los ojos. La luz penetra en él como metal hirviendo y lanza un grito que ni siquiera percibe él mismo.

Ante su mirada apagada, oscila la puerta. Se abre. La vista que se le ofrece es un grado más oscura que el azul brumoso del cielo que le rodea. En ese marco se encuentra una muchacha alta, de piernas largas, vestida sólo con un velo vaporoso de novia que cae de su cabeza y envuelve su cuerpo, transparente como una delicada niebla. Su rostro está casi oculto por esa niebla, pero con tanta mayor claridad se ven sus largos y finos miembros, sus muslos, sus pequeños pechos, su vientre plano y la sombra nocturna de su regazo. En la mano lleva un ramo de rosas.

—Por fin —exclama ella—, ¡estoy casi muerta de deseo! ¿Dónde está? ¿Dónde está?

El acompañante se vuelve hacia el novio, pero éste alza con gran esfuerzo una mano y coloca suplicante un dedito huesudo delante de su boca hundida y desdentada.

El acompañante se encoge imperceptiblemente de hombros y se dirige a la novia.

—Su novio la espera detrás de la puerta septentrional. Si quiere, la conduzco hasta él por el camino directo.

—Vamos —exclama ella—, vamos de prisa, sólo unos pasos y estaré junto a él.

Ella quiere echar a correr, pero se detiene porque el novio le tiende la mano. Desconcertada, le contempla un instante, luego le tira una rosa del ramo que lleva en la mano.

El novio alza su mirada hacia el acompañante, que ha contemplado la escena cruzado de brazos y que ahora dice en voz baja:

—Al menos os habéis encontrado. Lo habéis hecho ya a menudo y lo haréis una y otra vez. Eso no pueden decirlo todos.

Luego sigue a la muchacha, que se adentra en el desierto a grandes pasos hacia la otra puerta que se alza gigantesca en el horizonte septentrional. Las dos figuras se vuelven cada vez más pequeñas entre los montículos de arena y al final sólo queda una huella serpenteante de minúsculos cráteres de arena.

El novio les sigue con ojos lechosos mientras sus dedos acarician la rosa.

—¡Qué bella es —susurra—, Dios mío, qué bella es!

Y mientras cae hacia atrás en la arena murmurando aún:

—¿Me encontrará allí, detrás de la otra puerta?

E
ste señor se compone sólo de letras. De muchísimas letras, se entiende, de un número astronómico de letras, pero al fin y al cabo sólo de letras.

Aquí está su amiga. Es, como se ve, de carne y hueso. ¡Y de qué carne! Da gusto verla, ¡y no digamos tocarla!

Los dos van ahora juntos a la feria. En la góndola y la noria todo va bien todavía. Pero luego llegan a una caseta de tiro al blanco; un tiro al blanco un poco extraño, ésa es la verdad.

¡Pruébate a ti mismo!, puede leerse en grandes letras en la parte de arrriba. Y más abajo figuran las reglas. Sólo son tres:

1. Cada tiro es un blanco garantizado.

2. Por cada blanco, un tiro gratis.

3. El primer tiro es gratuito.

El señor que rodea con el brazo la cintura de su amiga estudia atentamente el letrero. Quiere seguir su camino rápidamente, pero ella insiste en que haga uso de la ventajosa oferta. Quiere ver de lo que es capaz.

Pero el señor no quiere.

—¿Pero por qué no, cariño? ¿Qué tiene de malo?

Tiene de malo que hay que disparar sobre un blanco bastante insólito, sobre uno mismo, es decir, sobre la propia imagen reflejada en un espejo de metal. Y el señor de letras no se siente en absoluto lo bastante real para distinguir de una manera tan arriesgada entre sí y su imagen reflejada.

—¡O disparas —dice la amiga, por fin, furiosa—, o te dejo!

El sacude la cabeza. Entonces ella se va con otro, un carnicero que entiende de carnes y huesos.

El señor se queda solo y la sigue con la mirada. Cuando desaparece de su vida en el gentío, él se deshace lentamente en un pequeño montón de diminutas minúsculas y mayúsculas que la multitud pisotea al pasar.

La verdad es que para eso podría haber disparado, ¿verdad?

E
l palacio-burdel de la montaña resplandecía esa noche con un brillo frío. Miles de serpentinas luminosas palpitaban y guirnaldas de lamparitas lo iluminaban como un hipódromo y arrojaban su resplandor hasta las lóbregas callejas y míseros patios traseros de la ciudad de las putas que normalmente solían estar en la oscuridad, pues allí abajo no había luz propia. En los rincones sucios, en los portalones, en las puertas de la calle y en los huecos de las ventanas se agolpaban innumerables rostros fantasmagóricos en el resplandor, rostros diminutos y gigantescos, hinchados y demacrados que elevaban sus miradas hacia las torres en forma de morillas, las cúpulas dobles, las murallas tripudas de la gigantesca construcción.

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