Read El espejo en el espejo Online
Authors: Michael Ende
—¿Pero qué vamos a interpretar? —quiso saber el niño de las alas.
—Eso nunca se sabe antes —contestó el muchacho—. Se empieza sin más.
—Eso puede salir terriblemente mal —opinó la novia—. ¿Y qué será entonces de nosotros?
El muchacho se encogió de hombros.
—El que quiera saber eso antes no podrá sonambular.
—¿Pero no necesitamos un escenario? —preguntó la muchacha de los ojos almendrados—. ¿Y un telón?
—¡Desde luego! —dijo el muchacho del traje de funambulista. Se quitó la venda de la cabeza empapada por la lluvia y mientras la niña le cubría con su paraguas de papel se dirigió a la pizarra y lavó con el trapo las últimas huellas de la fórmula. Luego se dirigió a los demás.
—¿Podéis secarla?
—No servirá de mucho —opinó el médico—, la lluvia volverá a mojarla pronto.
—Unos minutos bastan —explicó el muchacho.
Abrió los cajones del estrado y encontró algunos trocitos de tiza de colores. Los demás habían secado mientras tanto lo mejor que pudieron la pizarra con sus pañuelos o mangas de las chaquetas. El médico se había quitado incluso su bata blanca y la había utilizado como bayeta.
—Ya es suficiente —dijo el muchacho.
Luego pintó con pocos trazos un escenario de teatro sobre la pizarra, el telón estaba alzado a derecha e izquierda y la decoración que había detrás mostraba un largo corredor lleno de puertas.
—Hay que dejarse abiertas todas las posibilidades —dijo el muchacho mientras dibujaba los últimos trazos—, ya encontraremos algo que nos guste detrás de una de esas puertas.
De un salto se introdujo en el cuadro que acababa de pintar. Los otros observaron fascinados cómo se paseaba de un lado a otro sobre el escenario.
—¡Venid! —exclamó—, ¡daros prisa! ¡La lluvia!
Primero trepó el niño de las alas al escenario, luego siguió la niña de los ojos almendrados. Después de ella vino la novia. La mujer gorda tuvo que ser empujada por detrás por el médico mientras tiraban de ella los que ya estaban arriba, luego subió de un salto el propio médico. Sólo el hombre del traje correcto seguía debajo de su paraguas negro sin poderse decidir.
El muchacho del traje de funambulista se asomó una vez más fuera del cuadro y le tendió la mano.
—¿No se anima a venir?
El hombre sacudió la cabeza.
—No creo en ello.
—No lo necesita. ¡Hágalo sencillamente!
—Pero —el funcionario dio un paso atrás— no sé lo que puedo importaros. Yo no encajo en vuestra pieza de teatro.
—No tenemos ningún interés en usted —contestó el muchacho—, todos encajan en nuestra pieza.
Encima del cuadro corrían ya gotas de lluvia por todas partes, haciéndolo borroso.
—No me apetece, la verdad —dijo el hombre.
—Lástima —exclamó el muchacho, luego se inclinó como un artista de circo—. ¡Adiós!
El telón se bajó lentamente desde ambos lados. Entonces el hombre se decidió en el último instante, cerró el paraguas, cogió la cartera debajo del brazo, sujetó firmemente el sombrero y saltó a través de la rendija del telón, que se cerró detrás de él.
La lluvia incesante borró poco a poco el cuadro de la pizarra.
E
l circo arde. El público ha huido atropelladamente. Las gradas están vacías, la carpa llena de humo y fuego. El payaso está solo en la pista. Su traje de lentejuelas centellea bajo la luz de las llamas. Su cara está blanca como la cal, debajo del ojo izquierdo brilla la consabida lágrima. Sobre la cabeza lleva ladeado un pequeño gorro puntiagudo. Con una fulgurante trompeta toca, solemne y ridículo, la gran melodía de despedida.
Todo es sueño. Sé que todo es sueño. Siempre lo supe desde que empecé a soñar que yo existía: este mundo no es real.
Ha concluido su canción sin prisa y sin tacha. Sale afuera y detrás de él se derrumban las vigas y los mástiles en llamas, la lona se hincha con el fuego y se hunde. El viento de la noche huele a ceniza y calor.
Fuera están los otros contemplando el incendio con los brazos caídos. Todos sabían que sucedería así. Ninguno ha hecho ademán de salvar algo. Ninguno llamó al payaso cuando estaba en medio del remolino de chispas, ninguno estaba preocupado por él, ni siquiera él mismo. En el resplandor, sus rostros parecen los rostros de personas dormidas. Ha empezado a llover un poco, pero demasiado tarde y no lo suficiente, sólo lo justo para que todos tengan el pelo mojado sobre la frente.
Cuando uno sabe en sueños que sueña, está a punto de despertarse. Yo me despertaré en seguida. Quizás este fuego no es de otra cosa que el primer rayo del sol del amanecer de otra realidad que se cuela debajo de mis párpados cerrados.
Lentamente oscurece. El fuego se desmorona poco a poco. En las casas de alrededor no hay ninguna ventana iluminada. Están negras y vacías en la penumbra. A lo lejos se oyen gritos, luego algunos disparos y el duro tableteo de una metralleta. Son los habituales ruidos que anuncian la noche, la noche llena de asesinatos, llena de tormentos e interrogatorios, la noche en la que nadie confía en nadie.
Está prohibido despertarse. El mero deseo de despertar se considera un intento de huida, de alta traición. Hay que mantenerlo en secreto.
—Para mí —dice el director en la oscuridad—, que han sido ellos los que han provocado el incendio, como represalia o advertencia…
Hurga con un palo en la ceniza. Todos saben de qué habla. Hace dos días fue asesinado uno en medio de los espectadores. Era de la milicia homicida, uno de los vigilantes que están por todas partes. Cuando todo el mundo se había ido seguía sentado con su uniforme de cuero negro brillante, pero estaba muerto, estrangulado. Nadie se había dado cuenta cuándo sucedió, nadie había querido darse cuenta.
—Eso no lo hizo ninguno de nosotros —dice alguien.
—No —contesta el director—, pero de nada nos vale, como veis.
Tras un largo silencio, una voz de mujer murmura:
—Pero esto no puede continuar así eternamente.
—Continuará —dice el director— hasta que le pongamos fin. De eso se trata a partir de ahora.
Se trata de despertar.
—Si no emprendemos nada —prosigue el director—, esto continuará siempre así. Tenemos que luchar. Tenemos que sumarnos a los que luchan.
El payaso se aparta y se dirige a la roulotte arrastrando los pies por los charcos. De pronto está muy cansado. Permanece un largo rato sentado delante del espejo contemplando su cara blanca como la harina con la lágrima debajo del ojo izquierdo. Entonces empieza a desmaquillarse. Debajo aparece otra cara. Es mucho más irreal, una cara de nadie, una cara cualquiera, le resulta completamente extraña, siempre le resultó extraña esa cara. Durante un instante trata de parecer inteligente o al menos serio, pero sus rasgos vuelven a caer en seguida en un estado de reposo, en el estado de perplejidad habitual. Es el rostro de un lactante viejo.
Ya es bastante asombroso que yo exista. Pero aún es más asombroso que pudiese hacerme tan viejo. Me esforcé, damas y caballeros, hice lo posible. Me dije: si todos los demás soportan este mundo, cuando seguro que tampoco les resulta más fácil que a mí… Yo he esperado toda mi vida y me he hecho viejo con la esperanza de despertar, y mirad dónde estoy. Les envidio a todos por su despreocupación. Yo estoy preocupado.
Mientras se cambia de ropa, el director entra con sombrero y gabardina y la inevitable punta de cigarro fría entre los dientes. Debajo del brazo lleva el largo látigo con la cuerda enrollada alrededor del corto mango. Sacude el sombrero, lo coloca sobre la mesa de maquillaje, al lado deja el látigo. Luego se sienta a caballo en la silla con el respaldo entre las rodillas. Eso significa que tiene algo importante que decir. El payaso está de pie y se esfuerza en parecer atento.
—Bueno —dice el director—, tú sabes de qué se trata.
Vuelve la cabeza como `si temiese que alguien pudiera escucharles en el pequeño espacio.
El payaso asiente.
Se trata de despertar.
—Nosotros colaboramos —prosigue el director, bajando la voz—, ahora no nos queda otro remedio. Los demás están todos de acuerdo. ¿Y tú?
El payaso vuelve a asentir.
El director le agarra del hombro y lo sacude un poco.
—Escucha, ahora ya no interesa tu número. Ya no interesa en absoluto el circo. Todo eso se acabó desde esta tarde. Esas son cosas para tiempos normales.
Cosas para otro sueño.
—Tienes que decidirte —dice la boca con la punta de cigarro—, con nosotros o contra nosotros, caliente o frío. Quien trate de mantenerse al margen es un traidor y será tratado como un traidor por todos.
Está prohibido despertarse.
El payaso asiente por tercera vez.
—Bien —oye la voz ronca del director—, entonces nos fiamos de ti, viejo. Te esperamos a medianoche en la sesión del comité. Pero sé puntual, ¿me oyes? Allí te enterarás de todo lo demás. Aquí está la dirección
El director le entrega una nota.
—¡Léela, memorízala y quémala después! En ningún caso deberá caer en manos de otra persona, sea quien sea. ¿Comprendido?
El payaso no deja de asentir.
El director le da un cachete amistoso, coge su sombrero y se va. Ha olvidado el látigo. El payaso lo contempla cómo está allí sobre la mesa de maquillaje, extiende cautamente la mano para cogerlo y se tumba en la cama. Desenrolla la cuerda, vuelve a enrollarla, la desenrolla de nuevo.
Al fin y al cabo no puedo ser el único que se ha dado cuenta. Tan listo no soy. Sólo se han puesto de acuerdo en no hablar de ello. ¿O acaso quieren que sea precisamente así? ¿Les gusta a todos este sueño?
El payaso se levanta, se pone su viejo abrigo, se enrolla una larga bufanda alrededor del cuello y se pone el sombrero. Lee una vez más las señas, luego quema el papel en el cenicero. Las llamitas se elevan y se apagan.
Fuera, detrás del campo donde están las roulottes, empieza una pequeña pradera pisoteada. Allí encuentra un grupo de colegas que miran en silencio en una dirección. Se acerca para ver qué miran.
A cierta distancia, donde comienza la calle iluminada que conduce al centro de la ciudad, varios soldados de la milicia con uniforme negro conducen a unos veinte hombres y mujeres cuyas manos están atadas a la espalda. Aunque ninguno de los detenidos opone resistencia, los uniformados les golpean constantemente con porras.
Ya el deseo de despertar es considerado un crimen.
—No soporto este espectáculo —masculla una acróbata que está delante del payaso—, sencillamente no lo soporto.
Su compañero, que está a su lado, trata de sujetarla, pero ella se suelta y corre hacia el grupo de los detenidos. Todavía va vestida con su maillot, sólo se ha echado un abrigo encima de los hombros. Da varias vueltas alrededor de los uniformados, realiza toda clase de movimientos provocativos y les insulta a la cara, mientras tanto ha perdido su abrigo. Los soldados de la milicia ni siquiera la miran. En cambio, uno de los detenidos cae de pronto al suelo como muerto. Uno de los uniformados le da una patada en el costado. Como eso no sirve de nada, golpea al hombre con la porra. El resto de los detenidos se ha quedado parado y contempla la escena con caras pálidas, adormiladas.
La acróbata vuelve, ahora sin su abrigo, al grupo de la gente del circo.
—¡Haced algo! —balbucea—. ¡No os quedéis ahí como idiotas! ¡Haced algo!
Siempre me he esforzado, damas y caballeros, hice lo que pude.
El payaso se abre paso hacia adelante. Acaricia la mejilla de la acróbata y susurra:
—Dejadme a mí.
Miradas de asombro se dirigen a él. La acróbata susurra:
—¿Habéis oído?
Cómo se puede tener miedo si se está a punto de despertar? Yo soy también sólo un sueño. Mi existencia es ridícula e increíble.
Mientras tanto otros dos soldados con uniformes negros han surgido con metralletas debajo del brazo entre las roulottes y caminan hacia la gente del circo.
El payaso va a su encuentro. Ellos se detienen con las armas listas. Sus caras son jóvenes, infantiles y están un poco hinchadas. Parece como si durmiesen con los ojos abiertos.
El payaso saca del bolsillo del abrigo el látigo enrollado del director y saluda llevándoselo al ala del sombrero. Los dos uniformes miran inseguros el látigo, luego intercambian una mirada rápida y se ponen firmes.
—¿Me conocéis? —pregunta el payaso en tono cortante y acostumbrado a dar órdenes.
Los dos intercambian de nuevo una mirada insegura, luego dice uno:
—A sus órdenes, no señor.
—¡Me conoceréis —prosigue el payaso— y os garantizo que lamentaréis haberos cruzado en mi camino! ¿Habéis visto lo que ha sucedido allí enfrente?
—No, señor dice esta vez el otro soldado.
—¿Qué imbécil tiene aquí el mando? —les increpa el payaso—. ¡Nadie sabe nada del otro, nadie sabe lo que pasa, cada cual hace lo que le da la gana! La palabra disciplina parece ser aquí desconocida. ¡Allí se llevan a una gente cuya detención me corresponde a mí, exclusivamente a mí! ¡Esos idiotas han desbaratado con su precipitación uno de nuestros planes más importantes! ¡Maldita sea, aquí no estamos jugando a guardias y ladrones, comprendido! ¡Datos prisa, zopencos, y comunicad a vuestros compañeros que los prisioneros deben ser puestos inmediatamente en libertad, inmediatamente! ¿Lo habéis comprendido?
—Sí —dice el primer uniformado—, ¿pero de quién diré que viene la orden?
—¡De mí! —le grita el payaso—, ¡dile a esos malditos estúpidos que la orden viene' del hombre del látigo! Espero que estén mejor informados que vosotros dos, si no que Dios se apiade de ellos. ¿A qué esperáis? ¡Datos prisa, hopp!
Los dos uniformados salen corriendo, no especialmente de prisa, están visiblemente confusos. El grupo de los detenidos y sus guardianes ha desaparecido mientras tanto en la oscuridad. El payaso se vuelve hacia sus colegas, pero éstos también se han ido. Está solo en el campo.
Despacio se dirige al centro de la ciudad. Tiene aún mucho tiempo hasta medianoche, pero tendrá que buscar la dirección que le ha dado el director. Y tiene un sentido de la orientación deplorable. Camina y camina, un paso tras otro, a ciegas, como ha caminado toda su vida.
Como caminan todos toda su vida sin conocer el momento siguiente, sin saber si con el próximo paso pisarán aún suelo firme o caerán en la nada. Este mundo es tan precario que cada paso es una decisión.