El enemigo de Dios (3 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: El enemigo de Dios
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Caminamos hacia las hogueras que rodeaban la casa romana en la que el padre de Ceinwyn, Gorfyddyd, yacía muerto. Arturo estaba exultante, se sentía realmente feliz viendo que su sueño se convertía en realidad. Una guerra más y, luego, la paz por los siglos de los siglos. Arturo era nuestro señor de la guerra, el más grande guerrero de Britania y, sin embargo, en la noche siguiente a la batalla, entre los lamentos de los espíritus de los muertos envueltos en humo, lo único que deseaba era la paz. El heredero de Gorfyddyd, Cuneglas de Powys, compartía el sueño de Arturo. Tewdric de Gwent era nuestro aliado, Lancelot recibiría el reino de Siluria y los reyes de Britania unidos, junto con el ejército dumnonio de Arturo, derrotarían a los invasores sajones. Mordred, bajo la protección de Arturo, alcanzaría la mayoría de edad, sería proclamado rey de Dumnonia y Arturo se retiraría a disfrutar de la paz y la prosperidad que su espada había de proporcionar a Britania.

Así se figuraba Arturo que sería el prometedor futuro.

Pero no contaba con Merlín, más viejo, sabio y sutil que Arturo, y Merlín había olfateado la olla. Cuando la encontrara, su poder se desplegaría por toda Britania como un veneno, pues se trataba de la olla de Clyddno Eiddyn, la destructora de los sueños de los hombres, y Arturo, con todo su sentido práctico, era un soñador.

En Caer Sws el follaje se doblaba bajo el peso de la madurez estival.

Acompañé al norte al rey Cuneglas y a su ejército de guerreros derrotados y fui el único dumnonio que asistió a la incineración del cuerpo del rey Gorfyddyd en la cima de Dolforwyn. Vi las llamas de la pira elevarse muy alto en la noche cuando su espíritu cruzó el puente de espadas para encontrarse con su espectro en el otro mundo. Dos círculos de lanceros rodeaban la pira, balanceando antorchas encendidas al tiempo que entonaban la endecha por la muerte de Beli Mawr. Cantaron largamente y el sonido de sus voces reverberaba en las colinas cercanas como si un coro de espectros respondiera. El dolor reinaba en Caer Sws. Era grande el número de viudas y huérfanos recientes y, en la mañana siguiente a los funerales del viejo rey, cuando todavía el humo de la pira se elevaba hacia las montañas del septentrión, la noticia de la caída de Ratae vino a aumentar la congoja. Ratae era la gran fortaleza situada en la frontera este de Powys, pero Arturo la había entregado a los sajones a cambio de una tregua mientras luchaba contra Gorfyddyd. Nadie en Powys conocía aún la traición de Arturo y nada dije.

Durante tres días no vi a Ceinwyn, pues se guardó duelo por Gorfyddyd y las mujeres no asistían a las ceremonias funerarias. Sin embargo, las damas de la corte de Powys vistieron ropas negras de lana y se encerraron en el pabellón de las mujeres. No sonó una nota en las habitaciones que les estaban reservadas, sólo agua tuvieron para beber y, por toda comida, pan duro y ralas gachas de avena. En el exterior, los guerreros de Powys se reunían para la proclamación del nuevo rey y yo, obediente a las órdenes de Arturo, me mantuve alerta a cualquier intento de disputar a Cuneglas su derecho al trono, pero no percibí el menor indicio de oposición.

Al cumplirse los tres días, la puerta del pabellón de las mujeres se abrió para dar paso a una doncella que se detuvo en el portal y desparramó hojas de ruda por el umbral y la escalinata. Al poco, una vaharada de humo salió por la puerta y supimos que las mujeres quemaban el lecho nupcial del antiguo rey. Las volutas de humo cegaban las ventanas y la puerta y, sólo cuando la humareda se hubo disipado, Helledd, ya reina de Powys, descendió la escalinata para postrarse de hinojos ante su marido, el rey Cuneglas de Powys. Vestía una túnica de lino blanco y, cuando Cuneglas la hizo levantar, tenía manchas de barro allí donde las rodillas habían rozado el suelo. El nuevo rey la besó y la acompañó de regreso al pabellón. Iorweth, el druida mayor de Powys, iba envuelto en un manto negro y siguió al rey hasta el interior, mientras que en el exterior, formados en hileras de hierro y cuero en torno a las paredes de madera, los guerreros supervivientes observaban y esperaban.

Esperaron mientras un coro infantil cantaba el dueto amoroso de Gwydion y Aranrhod, la balada de Rhiannon, y todos y cada uno de los largos versos de la Marcha de Gofannon a Caer Idion. Sólo cuando la última recitación hubo concluido, Iorweth, vestido ya de blanco y sosteniendo un báculo con una rama de muérdago en el extremo, se acercó a la puerta y proclamó que los días de duelo habían concluido. Los guerreros lanzaron vivas, rompieron la formación y se precipitaron al encuentro de sus mujeres. Al día siguiente, Cuneglas ascendería al trono en la cima de Dolforwyn y, si algún hombre pretendía disputarle el derecho a gobernar Powys, la ceremonia de proclamación sería su oportunidad. Para mí, sería la primera ocasión, desde la gran batalla, de ver a la princesa.

Al día siguiente no dejé de mirar a Ceinwyn mientras Iorweth ejecutaba el ritual de proclamación. Ella miraba a su hermano y yo la miraba a ella extasiado en la contemplación de tanta hermosura. Ya soy viejo y quizá mi memoria decrépita exagere la belleza de la princesa Ceinwyn, aunque lo dudo. No en vano mereció el nombre de
seren,
la estrella. Era de estatura media, pero de constitución delgada, y esa esbeltez le daba una apariencia de fragilidad que con el tiempo supe que era engañosa, pues Ceinwyn tenía ante todo una voluntad de acero. Sus cabellos, como los míos, eran rubios, sólo que los suyos se asemejaban al oro cuando brilla al sol, mientras que los míos eran más parecidos a la paja sucia. Sus ojos eran azules, su porte, recatado y su rostro dulce como la miel de las abejas silvestres. Aquel día llevaba un vestido de lino. azul ribeteado con piel de armiño de invierno, de color plata y manchas negras, el mismo que lucía el día que me rozó la mano para aceptar mi juramento. En un momento en que nuestras miradas se cruzaron, me dedicó una sonrisa solemne y juro que se me detuvo el corazón un instante.

Los ritos de la monarquía de Powys no eran muy diferentes de los nuestras. Cuneglas desfiló alrededor del círculo de piedra de Dolforwyn, recibió los símbolos de la realeza y un guerrero le declaró rey al tiempo que retaba a los presentes a desafiar a su señor en el día de la proclamación; el silencio fue la única respuesta. Las cenizas de la enorme pira todavía humeaban tras el círculo para señalar que había muerto un rey, pero el silencio en torno al círculo era en honor del nuevo monarca reinante. Cuneglas fue agasajado con presentes. Yo sabía que Arturo se presentaría en persona con un magnífico regalo, pero me había encomendado la espada de Gorfyddyd, hallada en el campo de batalla, que yo entregué entonces al hijo como gesto de paz entre Dumnonia y Powys.

Tras la aclamación se celebró un banquete en el solitario pabellón que se erguía en la cima de Dolforwyn. Fue un banquete pobre, en el que abundaron más la cerveza y el hidromiel que las viandas, pero sirvió para que Cuneglas transmitiera a los guerreros las esperanzas que albergaba para su reino.

Habló primero de la guerra que acababa de concluir. Nombró a los muertos del valle del Lugg y prometió a sus hombres que tales muertes no habían sido en vano.

—No han sido en vano —dijo—, porque han traído la paz entre los britanos. La paz entre Powys y Dumnonia. —Tales declaraciones provocaron protestas entre los guerreros, pero Cuneglas los apaciguó levantando la mano—. Nuestro enemigo —prosiguió con voz amenazadora— no es Dumnonia. ¡Nuestros enemigos son los sajones! —Hizo una pausa pero nadie se mostró en desacuerdo con sus palabras. Esperaban en silencio observando a su nuevo rey, que aunque en verdad no era un gran guerrero, sí era un hombre bueno y honesto. Sus cualidades se reflejaban claramente en su rostro redondo, joven y franco, al que en vano había intentado infundir dignidad dejándose crecer unos largos bigotes que le colgaban trenzados hasta el pecho. Podía no tener espíritu guerrero, pero era suficientemente sagaz para saber que debía ofrecer a sus guerreros la oportunidad de ir a la guerra, pues sólo en la guerra podía un hombre adquirir gloria y riqueza. Les prometió que Ratae sería recuperada y los sajones serían castigados por los horrores que habían infligido a sus habitantes. Lloegyr, la tierra perdida, sería reclamada a los sajones, y Powys, otrora el más poderoso de los reinos britanos, volvería a extenderse desde las montañas hasta el mar Germano. Se reconstruirían las ciudades romanas, sus muros se levantarían gloriosamente de nuevo y se restaurarían los caminos. Habría tierras de labor, botín y esclavos sajones para los guerreros de Powys. Todos aplaudieron sus promesas, pues Cuneglas ofrecía a sus decepcionados jefes la recompensa que tales hombres siempre esperan de sus reyes. Asimismo, tras levantar la mano para acallar los vítores, les advirtió que la riqueza de Lloegyr no sería reclamada por Powys en solitario—. Ahora marcharemos junto con los hombres de Gwent y los lanceros de Dumnonia. Fueron enemigos de mi padre, pero son amigos míos, motivo por el cual lord Derfel se encuentra hoy entre nosotros. —Me sonrió antes de proseguir—. Por el mismo motivo, con la próxima luna llena, mi amada hermana celebrará su compromiso de boda con Lancelot. Será reina de Siluria y los hombres de su país marcharán con nosotros, con Arturo y con Tewdric, para librar nuestras tierras de la plaga de los sajones. Destruiremos a nuestro verdadero enemigo. ¡Destruiremos a los sais!

Los vítores se sucedieron sin medida; Cuneglas se había ganado la voluntad de sus guerreros. Les ofrecía la riqueza y el poder de la antigua Britania y ellos batían palmas y pateaban el suelo como muestra de conformidad. Cuneglas permaneció de pie unos momentos, dejando que el clamor continuara, y luego se sentó y me sonrió como si quisiera decirme que sabía hasta qué punto Arturo habría aprobado sus palabras.

No me quedé en Dolforwyn a compartir el hidromiel que correría durante toda la noche, pues preferí regresar a Caer Sws caminando tras el carro de bueyes en que viajaban la reina Helledd, sus dos tías y Ceinwyn. Las regias damas deseaban estar de vuelta en Caer Sws antes del anochecer y me fui con ellas, no porque no hallara un lugar entre los hombres de Cuneglas sino porque no había tenido ocasión de hablar con Ceinwyn. Así pues, como un becerro tocado por la luna, me uní a la pequeña guardia de lanceros que escoltaba el carro de vuelta a la fortaleza. Aquel día, con el deseo de impresionar a Ceinwyn, me había vestido con esmero; bruñí la cota de malla, cepillé el barro de las botas y el manto, y me recogí la larga cabellera rubia en una trenza suelta que me colgaba a la espalda. Llevaba prendido su broche en el manto, en señal de devoción por ella.

Temía que no me prestara la menor atención, pues durante el largo camino de regreso a Caer Sws permaneció sentada en el carro mirando en otra dirección, pero finalmente, cuando al doblar un recodo se hizo visible la fortaleza, miró hacia atrás, se apeó del carro y me aguardó en la margen del camino. La escolta de lanceros se hizo a un lado a fin de que pudiera caminar a su lado. Sonrió al reconocer el broche, aunque se guardó de hacer alusión alguna.

—Nos preguntábamos, lord Derfel —dijo en cambio—, qué os ha traído aquí.

—Arturo quería que un dumnonio asistiera a la proclamación de vuestro hermano, señora —respondí.

—¿O se asegurara de que sería coronado? —preguntó astutamente.

—También —admití.

—No hay ningún otro que pudiera proclamarse rey. Mi padre se aseguró de eso. Había un jefe llamado Valerin que habría podido disputar el trono a Cuneglas, pero tuvimos noticia de que murió en la batalla.

—Así fue, señora —dije, pero no añadí que había sido yo quien diera muerte a Valerin en combate singular, junto al vado del valle del Lugg—. Fue un hombre aguerrido, al igual que vuestro padre. Deseo expresaros mi condolencia por su muerte.

Siguió caminando en silencio bajo la mirada desconfiada de Helledd, la reina de Powys, que nos observaba a distancia desde el carro de bueyes.

—Mi padre —continuó Ceinwyn un momento después— era un hombre amargado, pero siempre fue bueno conmigo. —Había desolación en su voz, pero no lloraba. Ya había derramado suficientes lágrimas, su hermano era rey y ella tenía que encarar un nuevo futuro. Se arremangó un poco la falda al pasar por un charco. Había llovido la noche anterior y las nubes que asomaban por el oeste amenazaban con más lluvias sin tardanza.

—Así pues, ¿Arturo viene hacia aquí? —preguntó.

—Llegará cualquier día, señora.

—¿Acompañado de Lancelot?

—Así lo creo.

—La última vez que nos vimos, lord Derfel —dijo haciendo una mueca de disgusto—, iba a casarme con Gundleus. Ahora es Lancelot. Un rey tras otro.

—Sí, señora —dije.

Era una respuesta inadecuada e incluso necia, pero me había invadido el exquisito aturdimiento que enmudece la lengua de los amantes. Mi único deseo era estar con Ceinwyn, pero a su vera era incapaz de expresar lo que sentía.

—Seré reina de Siluria —dijo Ceinwyn, sin asomo de entusiasmo. Se detuvo y señaló hacia atrás, hacia el ancho valle del Severn—. Pasado Dolforwyn se abre un pequeño valle recóndito en el que hay una casa y un puñado de manzanos. De niña pensaba que el otro mundo sería como ese valle; un lugar pequeño y seguro en donde podría vivir feliz y tener hijos. —Se rió de sí misma y siguió andando—. Por toda Britania abundan las muchachas que sueñan casarse con Lancelot, ser reinas y vivir en un palacio; sin embargo, mis deseos se reducen a un pequeño valle donde crecen manzanos.

—Señora —dije al tiempo que reunía fuerzas para decir lo que realmente deseaba expresar, pero ella inmediatamente me leyó el pensamiento y me tocó el brazo para hacerme callar.

—He de cumplir con mi deber, lord Derfel —me dijo, advirtiéndome de que era preferible el silencio.

—Tenéis mi juramento —dejé escapar. Era lo más cercano a una confesión de amor que fui capaz de pronunciar en aquel momento.

—Lo sé —respondió con gravedad—, y también que en vos tengo un amigo, ¿estoy en lo cierto?

—Vuestro más rendido amigo, señora —dije, aunque deseaba ser algo más.

—Entonces os contaré lo que hablé con mi hermano —dijo mirándome con una seria expresión en sus ojos azules—. No sé si deseo casarme con Lancelot, pero he prometido a Cuneglas que le conoceré antes de decidirme, y así debo hacerlo. Pero aún no sé si me casaré o no. —Siguió caminando en silencio y supe que deliberaba consigo misma sobre la oportunidad de confiarme algo más—. Después de la última vez que os vi —prosiguió finalmente—, visité a la sacerdotisa de Maesmwyr; me llevó a la gruta de los sueños y me hizo dormir en el lecho de calaveras. Deseaba descubrir mi destino, pero no recuerdo haber tenido ningún sueño. Sin embargo, al despertar la sacerdotisa me dijo que el próximo hombre que quisiera casarse conmigo terminaría casado con los muertos. ¿Qué sentido tiene?

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