El Encuentro (34 page)

Read El Encuentro Online

Authors: Frederik Pohl

BOOK: El Encuentro
10Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Espléndido! —exclamó Essie—. Ahora sólo queda la cuestión de la otra Walthers.

—Me es imposible asumir esa responsabilidad —empezó, pero Essie no le dejó acabar:

—¡Claro que no! Lo entendemos perfectamente. Por eso vamos a dirigirnos a sus superiores, ¿verdad que sí, Robin? Llama al general Manzbergen. Hazlo desde aquí, para que no haya ninguna posibilidad de que alguna grabación vaya a comprometernos, ¿eh?

Es inútil discutir con Essie cuando algo se le mete en la cabeza y además yo tenía curiosidad por ver qué estaba tramando.

—Albert —dije—, ya has oído, por favor.

—Desde luego, Robin —se oyó su voz sumisa.

Y un instante después la pantalla se encendía y allí estaba el general Manzbergen sentado frente a su mesa de trabajo.

—Buenos días, Robin, Essie —nos saludó de manera original—. Vaya, veo que está con vosotros Perry Cassata; mi enhorabuena a todos.

—Gracias, Jimmy —dijo Essie mirando de soslayo al brigadier—, pero no te hemos llamado por eso.

—¿Ah, no? —Frunció el entrecejo—. Pues sea lo que sea, rápido, ¿eh? Tengo que estar en una reunión importantísima dentro de minuto y medio.

—Te va a llevar mucho menos tiempo, mi querido general. Sólo queremos que le des al brigadier Cassata las órdenes oportunas para que nos deje a Dolly Walthers.

Manzbergen puso cara de sorpresa.

—¿Para qué?

—Para que nos ayude a localizar a Wan, mi querido general. Lleva un TTP, ya sabes. Es en interés de todos por lo que hay que obligarle a devolverlo.

Él sonrió cariñosamente.

—Un minuto, querida —dijo, y se inclinó hacia un comunicador privado.

El brigadier podía estar preocupado, pero no se le escapaba una.

—¿Y esa pausa? —señaló—. ¿No es ésa una radio de velocidad cero?

—Se trata de comunicación concentrada momentánea —le mintió Essie—. Pero nuestra nave es pequeña y no tiene demasiada energía, de manera que hay que ahorrar mientras la comunicación está interrumpida —volvió a mentirle—. Ah, ahí está el general otra vez.

El general se dirigió a Cassata.

—Está autorizado —ladró—. Podemos confiar en ellos, y además, les debemos un favor. Puede que nos ahorren muchos problemas en el futuro. Déles a quien le pidan, bajo mi entera responsabilidad. Y ahora, por amor de Dios, déjenme que me vaya a la reunión... ¡Y no volváis a llamarme a menos que estalle la cuarta guerra mundial!

El brigadier se marchó, desesperado; al poco rato, la policía militar trajo a Janie Yee-xing. un minuto después a Audee Walthers, y bastante más tarde, a Dolly Walthers.

—Me alegro de volver a veros —les dijo Essie dándoles la bienvenida a bordo—. Me imagino que tenéis mucho de que hablar entre vosotros, pero antes, alejémonos de este condenado lugar. ¡Albert. en marcha!

—Desde luego. señora Broadhead —cantó Albert. No se tornó la molestia de materializarse súbitamente en el puesto del piloto, sino que apareció en la puerta, apoyado en el dintel y sonriéndonos.

—Las presentaciones protocolarias las dejaremos para más tarde —dijo Essie—. Este buen amigo es un programa computerizado. Albert, ¿estamos ya lo bastante lejos del Pentágono?

Él asintió guiñando un ojo. Entonces, ante mis propias narices dejó de ser el anciano con una pipa y un suéter usado para convertirse en el General James P. Manzbergen, más alto, más delgado, uniformado y cubierto de medallas:

—Desde luego que lo estamos, querida —exclamó—. ¡Y ahora, pongamos nuestros traseros en MRL antes de que descubran que les hemos engañado!

19
LAS PERMUTACIONES DEL AMOR

¿Quién duerme con quién? ¡Ah, ésa era la cuestión! Los pasajeros eran cinco, y sólo había tres camarotes en que acomodarlos. La
Único Amor
no había sido pensada para dar cabida a muchos pasajeros, menos aún si venían desparejados. ¿Había que acomodar a Audee con su mujer, Dolly? ¿O con su más reciente compañera de cama, Janie Yee-xing? ¿Sería mejor poner a Audee solo en un cuarto y a ambas mujeres juntas? ¿Qué se harían la una a la otra si así lo hacíamos? Aunque no era tanto el que ambas mujeres se mostraran hostiles mutuamente, sino que Audee se mostraba inexplicablemente hostil hacia ambas.

—No sabe con cuál de las dos sincerarse —dijo Essie con razón—, y si hay en este mundo alguien que quiera ser sincero con una mujer, ése es Audee.

Yo entendía perfectamente ese problema, y sabía que más de uno de los pasajeros a bordo lo sufría.

Aunque hay una palabra en esa aseveración que yo no me autoaplicaría, y se trata de la palabra sufrir. Ya ven, yo no estaba sufriendo. Estaba disfrutando. Y estaba disfrutando con Essie, pues la manera como resolvimos el problema de acomodar a nuestros invitados fue huyendo del problema. Nos metimos en el camarote del capitán y nos encerramos con llave. Nos dijimos a nosotros mismos que la razón por la que actuábamos así sería porque era mejor que nuestros invitados resolvieran ellos solos sus problemas. Era una buena razón. Dios sabe que necesitaban tiempo para hacerlo, porque la tensión acumulada en sus relaciones interpersonales era suficiente para hacer explotar una estrella; pero teníamos otras razones, además, y la más importante era que queríamos hacer el amor.

Y lo hicimos. Con entusiasmo. Con mucho placer. Se pensará que después de un cuarto de siglo, a nuestra avanzada edad —por no mencionar la familiaridad y el aburrimiento, y el hecho de que, después de todo, haya un determinado número de superficies mucosas que acariciar con un relativamente escaso número de extremidades con que hacerlo— estaríamos muy poco motivados para ello. Pues no. Estábamos condenadamente motivados.

Tal vez a causa del apiñamiento a bordo de la
Único Amor.
El estar encerrados en nuestro camarote con nuestro colchón anisoquinético le daba al asunto un aire de refocilo juvenil en el porche de casa, papá y mamá al otro lado de la ventana. Nos reímos a base de bien mientras el colchón nos empujaba en direcciones impensadas. ¿Sufrir? Nada de nada. No me había olvidado de Klara. Se asomaba constantemente a mis pensamientos, a menudo en momentos muy íntimos.

Pero era Essie quien estaba conmigo en la cama, no Klara.

Por eso, allí tumbado, apretaba de vez en cuando el colchón para sentir cómo éste devolvía la presión, para sentir cómo hacía rebotar a Essie, abrazada muy fuerte junto a mí, y también ella empujaba un tanto —era como jugar al billar, no a tres bandas sino a tres cojines, y con piezas mucho más interesantes—, y pensaba, tranquilo y feliz, en Klara.

En aquellos momentos sentí la certeza de que todo se resolvería con bien. ¿Qué estaba mal, a fin de cuentas? El amor. Tan sólo el hecho de que las personas se amen. ¡Y no hay nada de malo en ello! Era una complicación, desde luego, el que de dos personas que se querían, una, o sea yo, formara parte de otra pareja que también se amaba. Pero las complicaciones pueden resolverse, de un modo u otro, ¿o no? El amor es lo que hace que el universo se mueva. El amor era lo que me hacía retozar con Essie en el camarote del capitán. El amor era lo que había hecho que Audee siguiera a Dolly hasta el Alto Pentágono; y cierta clase de amor era lo que había hecho que Janie fuera con él; y otra clase de amor, o tal vez la misma, era la responsable de que Dolly se hubiera casado con Audee, puesto que una de las funciones del amor es, sin duda, darle a una persona otra persona en torno a la cual organizar su vida. Y en el otro extremo de aquellos eriales de polvo, gases y estrellas (aunque yo entonces no lo supiera), el Capitán estaba de luto por amor; hasta Wan, que jamás había querido a nadie con excepción de a sí mismo, estaba buscando a alguien hacia quien dirigir su amor. ¿Ven ahora lo que quiero decir? El amor es el agente desencadenante.

—Robin —me susurró Essie junto al cuello—, has estado muy bien. Mi enhorabuena.

Por supuesto, también ella hablaba del amor, aunque en aquel momento yo preferí interpretarlo como un cumplido por mi manera de demostrarlo.

—Gracias —contesté.

—Aunque me pregunto —continuó, echándose a un lado para poder verme— si estás del todo recuperado. ¿Te encuentras bien? ¿No tienes molestias? ¿Los dos metros y medio de vísceras nuevas están funcionando al unísono con las antiguas? ¿Qué dicen los informes de Albert?

—Me encuentro bien —le dije, y de hecho, así era, y me incliné sobre ella para besarle la oreja—. Tan sólo me pregunto si al resto del universo le va tan bien.

Ella bostezó y se desperezó.

—Si te refieres a la nave, Albert es perfectamente capaz de ocuparse del pilotaje.

—Eso lo sé, pero lo que no sé es si se las arregla tan bien con los invitados.

Ella rodó soñolienta sobre la cama.

—Pregúntaselo —me dijo.

Así lo hice.

—Albert, ven, queremos hablarte.

Me volví hacia la puerta, curioso por ver cómo se las arreglaría esta vez para aparecer a través de una puerta de verdad que daba la casualidad de estar cerrada. Me engañó. Se oyó el sonido, a modo de disculpa, de la voz de Albert al aclararse la garganta, y cuando me di la vuelta, lo vi sentado frente al tocador de Essie con la mirada recatadamente apartada.

Essie se quedó boquiabierta y agarró la colcha para cubrir con ella sus lindos y pequeños senos.

Algo ciertamente curioso. Nunca antes se había molestado Essie en taparse delante de sus otros programas. Y lo más curioso del caso es que ese gesto no pareció fuera de lugar en aquel momento.

—Siento interrumpiros, mis queridos amigos —dijo Albert—, pero me habéis llamado vosotros.

—Sí, sí —dijo Essie, sentándose para mirarle mejor... pero con la colcha apretada contra su cuerpo. Tal vez ya en ese momento su propia reacción le hubiera chocado a ella misma por lo rara, pero aun así lo único que dijo fue—: Bueno, ¿qué tal nuestros invitados?

—La verdad es que muy bien —dijo Albert con tono serio—. Mantienen una tranquila conversación a tres voces en la cocina. El capitán Walthers está preparando unos sandwiches y las dos mujeres le ayudan.

—¿Nada de peleas? ¿No hay ojos morados? —pregunté.

—Nada de nada. La verdad es que están de lo más educado, no se oye más que «perdona», «por favor» y «gracias». Aunque —añadió, satisfecho consigo mismo— ha llegado un mensaje acerca del velero. ¿Queréis oírlo ahora? ¿O tal vez preferís, se me acaba de ocurrir uniros a vuestros invitados y escucharlo en su compañía?

Mi primer impulso fue de quererlo escuchar inmediatamente, pero Essie me miró y me dijo:

—Sólo por cortesía, Robin. —Y yo asentí.

—¡Espléndido! —exclamó—. Lo encontraréis extremadamente interesante, estoy seguro. Como a mí mismo me lo ha parecido. —Continuó su perorata—: Cuando cumplí los cincuenta, el
Berliner Handelsgesellschaft
me regaló un velero tan bonito... que se perdió, por desgracia, cuando tuve que abandonar Alemania por culpa de esos malditos nazis. ¡Mi querida señora Broadhead, le debo a usted tanto! ¡Poseo ahora tantos nítidos recuerdos que no poseía antes! Recuerdo mi pequeña casa cerca de Ostende, en la playa por la cual solía pasear con Alberto... o sea —nos guiñó un ojo—, con el príncipe Alberto de Bélgica. Acostumbrábamos a hablar de vela, y por las tardes su mujer me acompañaba al piano cuando tocaba mi violín. ¡Y todo esto puedo recordarlo únicamente gracias a usted!

Mientras duró la charla, Essie permaneció sentada a mi lado, rígida, observando a su criatura con un rostro como la piedra. Entonces, intentó sofocar la risa y, al fin, estalló en carcajadas.

—¡Payaso de programa! —exclamó mientras alargaba la mano para coger la almohada—. ¡No me importa que hayas entrado, pero ahora vete, por favor! ¡Eres tan humano, con tantos recuerdos y anécdotas tediosas, que no me puedo permitir que me veas desvestida!

Tomó impulso y le arrojó la almohada, que se estrelló blandamente y sin consecuencias en los cosméticos que había detrás de él. Albert se limitó a desviar la mirada mientras Essie y yo, abrazados, nos reíamos.

—Bueno, y ahora a vestirse —ordenó Essie por fin—, a ver si podemos presentarnos a escuchar lo del velero de manera satisfactoria para nuestro programa. Qué gran medicina es la risa, ¿verdad? Así que no temas por tu salud, que un cuerpo que se lo pasa tan bien tiene que durar siempre.

Nos dirigimos a la ducha, aún sofocando carcajadas, sin darnos cuenta de que en mi caso, «siempre», equivalía en aquel momento a once días, nueve horas y veintiún minutos.

Nunca había habido en la
Único Amor
un escritorio para Albert Einstein, y menos aún uno con su pipa señalando el lugar en que había interrumpido su lectura, una botella de Skrip junto a su tabaquera de piel y una pizarra detrás emborronada con numerosas ecuaciones. Pero allí estaba el escritorio, y allí estaba él, entreteniendo a nuestros invitados con anécdotas de su vida.

—Cuando estaba en Princeton —explicó—, contrataron a un hombre para que me siguiera con un cuaderno en ristre, de manera que si yo escribía algo en una pizarra, él pudiera copiarlo. No lo hacían por mí, sino en beneficio suyo. Es decir, temían borrar las pizarras.

Sonrió a nuestros invitados y nos saludó con la cabeza a Essie y a mí, que estábamos de pie en la puerta, cogidos de la mano.

—Les estaba explicando, señor y señora Broadhead, cosas de mi vida a estos señores, pues tal vez no hayan oído hablar de mí, aunque he de reconocer que yo era bastante famoso. ¿Sabían, por ejemplo, que como no me gustaba la lluvia, la administración de Princeton hizo construir una galería cubierta, que aún puede verse, para que pudiera visitar a mis amigos sin necesidad de salir al exterior?

Por lo menos, no llevaba puesto el foulard de seda blanca a lo Barón Rojo ni mostraba la cara del general, pero me puso igual de nervioso. Sentí la necesidad de disculparme delante de Audee y sus dos señoras, pero en su lugar, dije:

—Essie, ¿no te parece que todos estos recuerdos se están haciendo un poco pesados?

—Es posible —me contestó pensativa—. ¿Quieres que lo suprima?

—Que lo suprimas, no. Es un programa mucho más interesante ahora, pero si intentaras al menos disminuir el incremento de personalidad individual de su banco de datos base, o aflojar el potenciómetro de la nostalgia de sus circuitos...

—Qué bobo eres, cariño —me sonrió ella condescendiente. Acto seguido, ordenó—: Albert, corta el comadreo, que a Robin no le gusta.

—Por supuesto, mi querida Semya —dijo muy cortés—. Sin duda, querrán oír lo del velero, al menos eso sí.

Other books

Six for Gold by Mary Reed, Eric Mayer
The Best Place on Earth by Ayelet Tsabari
Proper Secrets by Francis, Rachel
Polymath by John Brunner
Burden of Memory by Vicki Delany
Lessons in Indiscretion by Karen Erickson
Short Money by Pete Hautman
Lost Desires by Rachael Orman