El Encuentro (29 page)

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Authors: Frederik Pohl

BOOK: El Encuentro
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Él suspiró y asintió.

—Los tiempos eran mejores cuando yo era joven —dijo nostálgico—. Aunque no eran perfectos, desde luego. Hubiera podido llegar a ser presidente del estado de Israel, ¿lo sabías, Robin? Pues sí. Pero sentí que no debía aceptar. Yo luchaba por la paz, siempre, y un estado en ocasiones debe declarar la guerra. Loeb me dijo una vez que todos los políticos son casos patológicos, y me temo que así es. —Se sentó erguido y más animado—: ¡Pero hay buenas noticias después de todo, Robin! El Premio Broadhead a los Descubrimientos Científicos...

—¿El qué?

—Acuérdate, Robin —dijo con impaciencia—, el sistema de premios que me autorizaste a organizar justo antes de que te operaran. Ha empezado a dar frutos.

—¿Acaso has resuelto el Gran Misterio de los Heechees?

—Ah, Robin, ya veo que me quieres tomar el pelo —me reprochó amablemente—. Desde luego que por ahora no hay nada de tan vasto alcance. Pero hay un físico en Laguna Beach, Beckfurt. ¿Conoces su trabajo? ¿Aquel con el que proponía un sistema para llegar al espacio plano?

—No, ni siquiera sé qué es el espacio plano.

—Bueno —dijo, resignándose ante mi ignorancia—, creo que eso no importa demasiado de momento; ahora está trabajando en un análisis matemático de la pérdida de masa. ¡Según parece, se trata de un fenómeno bastante reciente, Robin! ¡No se sabe cómo pero de alguna manera al universo se le ha estado añadiendo masa en los últimos millones de años!

—Vaya —dije, haciendo ver que entendía lo que me decía. Pero no le engañé.

Siguió, paciente:

—Si te acuerdas, Robin, hace algunos años aquella Difunta, o sea, la mujer registrada en lo que ahora es el transporte
S. Ya. Broadhead
, nos llevó a pensar que el fenómeno de la pérdida de masa tenía que ver con una intervención Heechee. Descartamos esa posibilidad entonces, porque no parecía haber razón alguna para que así fuera.

—Lo recuerdo —dije, pero era verdad sólo en parte.

Recordaba, eso sí, que por aquel entonces Albert había concebido la absurda idea de que los Heechees habían colapsado la expansión del universo para conducirlo de nuevo al átomo primordial, para lograr de esta manera un nuevo Big Bang y, en consecuencia, un universo nuevo con leyes físicas algo distintas. Pero entonces cambió de parecer. Sin duda, debió de explicarme sus razones, pero yo no las había sabido retener.

—¿Mach? —dije—, ¿tiene algo que ver con nuestro amigo Mach? ¿Y con alguien que se llama Davies?

—¡Exactamente, Robin! —aplaudió, sonriéndome encantado—. La Hipótesis sugiere una buena razón para haberlo hecho, pero la Paradoja de Davies convierte tal hipótesis en improbable. ¡Bien, pues ahora Beckfurt ha demostrado analíticamente que no es necesario aplicar la Paradoja de Davies si se parte del presupuesto que las expansiones y contracciones del universo son finitas!

Se levantó y se puso a pasear por la estancia, demasiado satisfecho consigo mismo como para seguir sentado y quieto. Yo no entendía qué era lo que le causaba aquel regocijo.

—Albert —le pregunté, todavía incierto—, ¿estás sugiriéndome que el universo entero se está estrechando alrededor de nuestras cabezas y que al final nos vamos a quedar todos aprisionados dentro del ¿cómo lo llamas? ¿phloem?

—¡Exactamente, mi querido muchacho!

—¡Y eso te pone contento.

—¡Naturalmente! ¡Oh, bueno! —dijo, deteniéndose junto a la puerta para mirarme—. Ya veo qué es lo que te preocupa. No va a ocurrir pronto. Con toda seguridad, no antes de varios miles de millones de años.

Me arrellané en mi asiento, mirándole. Me iba a llevar algún tiempo acostumbrarme a este nuevo Albert. Todo le parecía estupendo; parloteaba y parloteaba sin cesar, satisfecho a más no poder, de las teorías a medio cocer que le habían estado lloviendo encima desde que se había instaurado el premio, y de las interesantísimas nociones que, a raíz de las teorías, se le habían estado ocurriendo.

¿Que se le habían estado ocurriendo?

—Un momento —dije, con el entrecejo fruncido porque había algo que no acababa de ver claro—. ¿Cuándo?

—¿Cuándo, qué, Robín?

—¿Cuándo has podido reflexionar tú sobre lo que acabamos de hablar si has estado desconectado todo el tiempo menos este rato que llevamos hablando?

—Exactamente, Robin. Cuando estaba desconectado, como tú dices. —Parpadeó—. Ahora que la señora Broadhead me ha facilitado un circuito de información incorporado, no dejo de existir ni siquiera cuando me pides que me retire, ¿sabes?

—No, no lo sabía —le contesté.

—¡Y me proporciona un placer que no puedes ni hacerte idea! ¡Pensar y nada más! Es lo que ansié a lo largo de toda mi vida. Siendo joven suspiraba por la mera oportunidad de poderme sentar a pensar, para poder hacer cosas tales como reconstruir pruebas de conocidos teoremas físicos y matemáticos. ¡Ahora puedo hacerlo muy a menudo, y mucho más rápidamente que cuando estaba vivo! Le estoy muy agradecido a tu esposa por ello. —Se tiró del lóbulo de la oreja—. Y aquí viene de nuevo tu esposa, Robin. Señora Broadhead, acabo de recordar que debo expresarle mi gratitud por la nueva programación.

Robin no entendía demasiado bien la Paradoja de Davies, pero es que ni siquiera acababa de entender la Paradoja de Olbers, que ya preocupaba a los astrónomos en el siglo diecinueve. Olbers predicaba que si el universo es infinito, debe comprender un número infinito de estrellas. Lo que significa que lo que nosotros debemos percibir no es estrellas aisladas sobre el fondo negro del espacio, sino una bóveda de luz estelar sólida, de un blanco deslumbrante. Y lo probó matemáticamente. (Lo que él ignoraba es que las estrellas están agrupadas en galaxias, lo que altera los cálculos matemáticos.)

Un siglo después, Paul Davies decía: Si es cierto que el universo es cíclico y que se expande y contrae sin cesar, entonces, si es posible que un fragmento de materia o de energía atraviese sus límites hasta alcanzar el siguiente universo, en un tiempo infinito, esa luz dejada escapar aumentará infinitamente y volveremos a tener un cielo como el descrito por Olbers. Lo que él ignoraba es que el número de oscilaciones que permite la fuga de un fragmento de energía no es infinito. Y nosotros nos encontrábamos nada menos que en la primera.

Ella le miró sorprendida y a continuación hizo que no con la cabeza.

—Robin, cariño —me dijo—, hay algo que debo decirte. Un momento.

Se volvió hacia Albert y le espetó tres o cuatro rápidas frases en ruso. Él asintió, con expresión grave.

A veces soy tan lento que me cuesta ver lo que tengo delante, pero en esta ocasión la cosa era demasiado obvia. Algo pasaba de lo que tenía que ser informado.

—Venga ya, Essie —le dije alarmado, y más alarmado todavía porque ignoraba de qué estaba receloso—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que ha hecho Wan esta vez?

—Wan ha abandonado Pórtico, y no podía haberlo hecho en momento más adecuado, porque está en aprietos con la gente de la Corporación, y con un montón más de gente, también. Pero no es de Wan de quien quiero hablarte. Es de una mujer que he visto en mi sucursal de Pórtico. Se parecía muchísimo a la mujer de quien estabas enamorado antes de conocerme: Gelle-Klara Moynlin. Se parecía tanto que he pensado que se trataba tal vez de una hija suya.

Me la quedé mirando.

—¿Cómo? ¿Y tú cómo sabes qué aspecto tenía Klara?

—Oh, Robin —dijo con impaciencia—, hace veinticinco años que estamos casados, y yo soy especialista en la actualización de datos. ¿No supondrás que no he podido apañármelas para enterarme, verdad? Lo sé todo de ella, cada dato almacenado.

—Ya, pero... ella jamás tuvo una hija, ya sabes.

Me detuve, preguntándome súbitamente qué era lo que yo mismo sabía. Había amado mucho a Klara, pero no durante mucho tiempo. Era más que probable que hubiera cosas en su vida que no me hubiera contado.

—Mira, de hecho —dijo Essie en tono de disculpa—, mi primera hipótesis es que fuera hija tuya. Sólo en teoría, ya me entiendes, pero era posible. —Se volvió a Albert para preguntarle—: Albert, ¿has acabado las indagaciones?

—Sí, señora Broadhead —asintió con expresión grave—. No hay nada en los informes de Gelle-Klara Moynlin que permita creer que tuvo una hija.

—¿Y?

Buscó la pipa y jugueteó con ella.

—No hay dudas en lo relativo a la identidad, señora Broadhead. Su nombre aparece en el registro, junto con el de Wan, con fecha de hace dos días.

Essie suspiró.

—Entonces —dijo con valor—, no hay duda. La mujer que he visto en la sucursal es la propia Klara. No se trata de una impostora.

En aquel momento, mientras trataba de digerir lo que acababan de decirme, lo que más deseé en este mundo, o en cualquier caso lo que más urgentemente necesitaba en aquel momento, fue la restablecedora y tranquilizadora presencia de mi programa psicoanalítico, Sigfrid von Shrink. Necesitaba ayuda.

¿Klara? ¿Viva? ¿Aquí? Y en caso de que semejante imposibilidad resultara cierta, ¿qué debería hacer yo al respecto?

Al menos, era capaz de decirme a mí mismo que no le debía nada a Klara que no le hubiera pagado ya. Le había pagado ya con un prolongado período de luto y un amor permanente, con un sentimiento de pérdida que tres décadas no habían conseguido disipar del todo. Había sido arrancada de mi lado, atrapada al otro lado de un mar que me era imposible atravesar, y lo único que conseguía hacérmelo más llevadero era el haber llegado por fin a creer que No Era Culpa Mía.

Pero el mar parecía haberse abierto solo, de un modo u otro. ¡Ella estaba aquí! También yo estaba aquí, felizmente casado desde hacía muchos años, con la vida perfectamente establecida, sin un lugar en ella para la mujer a la que había jurado querer exclusivamente y para siempre.

—Pero hay más —dijo Essie, escrutando mi rostro.

Yo estaba bastante ausente de la conversación.

—¿Sí?

—Digo que hay más. Wan llegó con dos mujeres, no con una. La otra mujer es Dolly Walthers, la esposa infiel de la persona a quien vimos en Rotterdam, ¿te acuerdas, no? Joven, estaba llorando, tenía el rimel corrido... es bonita, aunque no está en el mejor estado psíquico. Los de la policía militar americana la arrestaron cuando Wan se largó dejándola sin blanca, así que he ido a verla.

—¿Dolly Walthers?

—¡Oh, Robin, escúchame por favor! Sí, Dolly Walthers. Pero de todos modos no ha podido decirme gran cosa, porque los de la policía militar tenían otros planes para ella. Los de los Estados Unidos querían llevársela al Alto Pentágono. La policía militar brasileña quería impedirlo. Ha habido una buena discusión y al final los americanos se han salido con la suya.

Asentí para demostrar que entendía lo que me estaba diciendo. Essie me estudió con la mirada.

—¿Te encuentras bien, Robin?

—Desde luego que estoy bien. Sólo estoy un poco preocupado porque si hay fricción entre americanos y brasileños, espero que ello no sea obstáculo para que lleguen a un acuerdo en lo de los terroristas.

—Ah —dijo Essie, asintiendo—, ahora lo entiendo. Hubiera jurado que había algo que te preocupaba pero no daba con el qué. —Entonces se mordió el labio—. Por favor, perdóname Robin, creo que yo también estoy un poco triste.

Se sentó en el borde del colchón anisoquinético, y se crispó con irritación cuando el colchón la empujó hacia arriba.

—Los asuntos prácticos en primer lugar-dijo concentrándose—. ¿Qué hacemos? Las alternativas son éstas: uno, salir a investigar el objeto localizado por Walthers como habíamos planeado; dos, intentar obtener más información respecto a Gelle-Klara Moynlin; tres, comer algo y dormir bien antes de empezar a hacer nada, porque —añadió en tono de reconvención—, no debemos olvidarnos de que estás todavía convaleciente de una importante operación intestinal. Yo personalmente me inclino ante la tercera alternativa, ¿qué opinas tú?

Como yo estaba reflexionando sobre una cuestión tan importante, Albert se aclaró la garganta:

—Se me ocurre, señora Broadhead, que no resultaría demasiado caro, tal vez unos cientos de miles de dólares, fletar una Uno para un servicio de unos pocos días y enviarla en un servicio de fotorreconocimiento.

Le miré, intentando seguir su razonamiento.

—De esta manera —explicó—, podríamos hacer que la nave buscara ese objeto, que lo localizara y lo observara y nos trajera los informes. No hay una gran demanda de naves de un solo tripulante actualmente, según tengo entendido, y en el peor de los casos aquí en Pórtico hay muchas disponibles.

—¡Qué buena idea! —exclamó Essie—. Está decidido entonces, ¿no? Encárgate de arreglarlo, Albert, y prepáranos algo delicioso para comer, en nuestra primera comida a bordo de la nueva nave, hum, sí,
Único Amor.

Ya que yo no manifestaba ninguna objeción, eso fue lo que hicimos. No manifesté ninguna objeción porque me hallaba en pleno shock. Lo peor del shock es que mientras lo padeces no te das cuenta de que estás bajo sus efectos. Creí estar perfectamente lúcido y consciente. De modo que me comí todo lo que me pusieron por delante, y no noté nada extraño hasta que Essie me metió en la cama saltarina.

—No has dicho palabra —le dije.

—Claro, porque las diez últimas veces que te he dirigido la palabra no me has contestado —me dijo, sin hacerme ningún reproche—. Nos veremos mañana por la mañana.

Comprendí rápidamente lo que había querido decir con aquello.

—Te vas a dormir al camarote de los invitados, ¿no es eso?

—Sí, cariño, pero no porque esté enfadada o dolida. Sólo para que puedas estar a solas esta noche, ¿de acuerdo?

—Supongo que sí. Quiero decir que sí, claro, cariño; es una buena idea, probablemente —le contesté.

Empecé a darme cuenta de que Essie estaba muy triste e incluso llegué a pensar que podía ser preocupante. Cogí su mano y le besé la muñeca antes de que la retirara, y me esforcé por darle conversación:

—Essie, ¿habría debido consultarte antes de ponerle nombre a la nave?

Apretó los labios.


Único Amor
es un nombre —juzgó.

Pero me dio la impresión de que tenía alguna reserva, y yo no entendía por qué.

—Te lo habría consultado —le expliqué—, pero me pareció que hacerlo habría sido bastante torpe. Quiero decir, que preguntárselo a la persona en honor a la cual pones el nombre es como preguntarte qué quieres que te regale por tu cumpleaños en lugar de comprarte algo yo mismo.

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