El Encuentro (28 page)

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Authors: Frederik Pohl

BOOK: El Encuentro
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Uno de los descubrimientos de menor importancia realizados por los Heechees era el «empuje anisoquinético»: una sencilla herramienta que lograba convertir cualquier impacto en una fuerza igual a la recibida, fuera cual fuera el ángulo. La teoría que lo sustentaba era a la vez profunda y elegante. El uso que le dio la gente, no tanto. El artefacto más popular de los construidos con materiales anisoquinéticos fue un colchón de cama elástico, cuya fuerza era vector más que escalar, lo que producía un soporte titilante a la actividad sexual. ¡Actividad sexual! ¡La de tiempo que malgastan los seres humanos en semejante cosa!

Me senté al borde de la gran cama anisoquinética y sentí el divertido empuje en mi trasero, porque empujaba mi cuerpo hacia arriba en vez de ser mi cuerpo el que empujaba el colchón hacia abajo para quedar hundido en él, como sucede en los colchones corrientes, y pensé en el problema del nombre. Era un buen lugar para hacerlo, porque la persona que iba a compartir aquella cama conmigo era la persona con cuyo nombre quería bautizar a la nave. Sin embargo, ya le había dado su nombre al transporte interestelar.

Por supuesto, pensé, había muchas maneras de resolver el dilema. Podía ponerle
Semya.
O
Essie.
O, puestos a ello,
Señora
de Robinette Broadhead
, aunque sonaba de lo más estúpido.

El asunto era bastante urgente. Estaba todo preparado para partir. No había nada que nos retuviera en Pórtico, salvo el hecho de que yo no pudiera salir en una nave que carecía de nombre. Me encontré a mí mismo en la cabina de los controles, y me senté en el asiento del piloto. Éste estaba diseñado para un trasero humano, y, con sólo eso, se había logrado ya una inmensa mejora sobre el antiguo modelo.

De niño, cuando vivía en las minas de alimentos, solía sentarme en una silla de la cocina, frente al horno de microondas, y me imaginaba estar pilotando una nave de Pórtico hacia los remotos confines de la galaxia. En aquel momento estaba haciendo lo mismo. Alargué la mano y toqué las ruedas que establecían el curso y me imaginé que apretaba la teta de despegue y... y bueno, me puse a fantasear. Me imaginé a mí mismo cruzando el espacio de la misma manera despreocupada, aventurera y sin riesgos que había soñado de niño. Quásares arremolinados. A toda velocidad hacia las galaxias cercanas. Atravesando el velo de polvo de silicona del corazón de la galaxia. ¡Encontrándome con un Heechee! Entrando en un agujero negro...

La ensoñación quedó colapsada entonces, porque era, para mí, algo demasiado real, pero fue también entonces cuando me di cuenta de que tenía un nombre para la nave. Se ajustaba a Essie perfectamente, pero sin duplicar la denominación de la
S. Ya
.:

Único Amor.

¡Era el nombre perfecto!

Mas, siendo así, ¿por qué me dejó vagamente melancólico, sentimental y suspirando de amor?

Ésa era una cuestión que prefería no averiguar. Y ahora que había decidido un nombre, había varias cosas que hacer: había que rectificar el registro, ultimar los documentos del seguro, notificar al mundo mi decisión. La manera de hacerlo era diciéndole a Albert que se encargara de hacerlo. Sacudí, pues, la cinta que lo contenía para asegurarme de que estaba firmemente encajado y lo conecté.

No me había acostumbrado todavía al nuevo Albert, por lo que me di un buen susto cuando, en lugar de aparecer dentro del proyector holográfico, ni tan siquiera cerca de éste, se me apareció junto a la puerta del camarote principal. Se plantó allí con un codo apoyado en la palma de una mano, y la pipa en la mano que tenía libre, mirando a su alrededor como si acabara de llegar.

—Una nave bonita, sí señor —juzgó—. Mi enhorabuena, Robín.

—¡No tenía la menor idea de que pudieras pasearte así!

—Mi querido Robín, de hecho no me estoy «paseando» —me corrigió amablemente—. Es parte de mi actual programación el dar la máxima sensación de realismo. Aparecer como un genio que sale de la lámpara de Aladino no sería realista, ¿verdad que no?

—Eres un programa la mar de listo —reconocí, y él, sonriendo, me dijo:

—Y un programa alerta también, si es necesario, Robin. Por ejemplo, aseguraría que tu encantadora esposa se está acercando en este preciso instante.

Se hizo a un lado —¡algo completamente innecesario!— al entrar Essie, que trataba de recuperar el resuello y de no dar la impresión de que estaba triste.

—¿Qué pasa? —le pregunté, súbitamente alarmado.

No me contestó directamente.

—Entonces, ¿no te has enterado? —dijo por fin.

—¿Enterado de qué?

Puso cara a la vez de sorpresa y de alivio.

—Albert, ¿no has establecido aún la conexión con la red de información?

—Estaba a punto de hacerlo, señora Broadhead —dijo amablemente.

—¡Pues no lo hagas! Hay... bueno, hay algunos reajustes que debo hacer por culpa de las condiciones de la Corporación.

Albert juntó los labios pensativamente, pero no dijo nada. Yo no me mordí la lengua:

—¡Essie, escúpelo ya de una vez! ¿Qué pasa?

Se sentó en el banco del comunicador, abanicándose.

—¡El canalla de Wan! —dijo— ¡Está aquí! Es la comidilla de todo el asteroide. Me sorprende que no hayas oído nada. ¡Buf! ¡Qué carrerón! Tenía miedo de que te deprimieras.

Le sonreí comprensivo.

—Hace semanas que me operaron, Essie —le recordé—. No estoy tan delicado, ni voy a armar ningún revuelo por culpa de Wan si es eso lo que te preocupa. ¡Ten un poco más de confianza en mí!

Ella misma me miró fijamente y asintió.

—Es cierto —admitió—. Ha sido una bobada. Bien, yo me vuelvo al trabajo. —Se puso en movimiento, se levantó y se dirigió a la puerta—. ¡Pero recuerda, Albert: nada de conectar con la red principal hasta que yo vuelva!

—¡Espera! —le grité—. No has oído mis noticias. —Ella se detuvo lo suficiente para dejarme decir lleno de orgullo—: He encontrado un nombre para la nave.
Único Amor.
¿Qué te parece?

Se tomó mucho tiempo para pensárselo, y la expresión de su rostro fue mucho más forzada y mucho menos complacida de lo que yo había esperado. Entonces, me dijo:

—Sí, es muy buen nombre. Que Dios la bendiga y a todos los que viajan en ella, ¿eh? Bien, ahora tengo que irme.

Después de veinticinco años juntos, aún no acabo de comprender a Essie. Así se lo dije a Albert. Estaba sentado despreocupadamente en la banqueta frente al tocador de Essie, mirándose al espejo, y se encogió de hombros.

—¿Crees que no le ha gustado el nombre? —le pregunté— ¡Es un buen nombre!

—A mí me lo hubiera parecido —dijo mientras experimentaba diferentes expresiones ante el espejo.

—¡Si ni siquiera daba la impresión de querer ver la nave!

—Parecía como si algo la preocupara —asintió.

—¿Pero qué? Te lo juro —repetí—, no siempre consigo entenderla.

—Te confieso que a veces a mí me sucede lo mismo. Pero en mi caso —dijo volviéndose hacia mí para guiñarme un ojo—, supongo que se debe a que soy yo una máquina y ella es humana. Me pregunto cuál será la causa en tu caso.

Me lo quedé mirando, un tanto preocupado, y entonces le sonreí.

—Eres bastante más divertido en tu nueva programación, Albert —le dije—. ¿Se puede saber qué te propones al mirarte en un espejo cuando sé perfectamente que no puedes ver nada?

—¿Puede saberse qué beneficio obtienes tú al mirar a la
Único Amor
, Robín?

—¿Por qué siempre que te hago una pregunta me contestas con otra pregunta? —le respondí, y se echó a reír con fuertes carcajadas.

Era una buena actuación. Mientras tuve al antiguo programa Albert éste era capaz de reír e incluso de inventar chistes, pero siempre sabías que no era más que una imagen sonriendo. Incluso podías creer que se trataba de la imagen de alguien, si así lo preferías; digámoslo sin ambages pues yo mismo lo hacía a menudo, algo así como la imagen de alguien tal como aparece en la Piezovisión. Pero lo que no había... ¿cómo definirlo? Lo que no había era presencia. Pero ahora sí la había. No es que se oliera. Pero yo podía sentir su presencia en la habitación con más sentidos que sólo la vista y el oído. ¿Cosa de temperatura, de sensación de masa? No lo sé. Se trataba de lo mismo que te dice que hay alguien a tu lado, sea lo que sea.

—La verdadera respuesta —dijo presumiendo—, es que este aspecto es mi propio equivalente a una nave nueva, o el equivalente al traje de los domingos, o la analogía que prefieras establecer. No hago más que contemplarlo para comprobar hasta qué punto me gusta. ¿Y a ti qué te parece?, que a fin de cuentas es lo que importa.

—No te hagas el humilde —le dije—; claro que me gusta. Pero preferiría que estuvieras conectado a la red principal de información. Me gustaría saber, por ejemplo, si alguna de las personas con quienes he estado trabajando ha hecho algo en relación al asunto de los terroristas.

—Sabes que haré cualquier cosa que me ordenes, pero la señora Broadhead fue bastante explícita —me contestó.

—No, no quiero que el conflicto te haga saltar en pedazos o afecte a tus auxiliares. Ya sé qué es lo que voy a hacer —le dije, levantándome con una lucecita encendida en mi cabeza—. Voy a salir al pasillo y voy a establecer la comunicación a través de uno de los circuitos de comunicación, si es que —bromeé— no he olvidado cómo hacerlo yo solo.

—Sí, claro, puedes hacerlo —el tono de su voz era de preocupación, por algún motivo—, pero es innecesario, Robin.

—Sí, de acuerdo —le dije mientras me detenía en el umbral de la puerta—, pero me pica la curiosidad, ¿sabes?

—En lo referente a tu curiosidad —repuso sonriendo mientras embutía el tabaco en la cazoleta de su pipa (aunque, pensé, es una sonrisa forzada)—, en lo que a eso se refiere, tengo que recordarte que hasta que atracamos estuve en constante comunicación con la red. No había ninguna novedad digna de mención. Aunque es posible, no obstante, que la misma ausencia de noticias sea, en sí misma, interesante. Por no decir tranquilizadora.

No acababa de acostumbrarme al nuevo Albert. Volví a sentarme y me quedé mirándole.

—Eres un jodido jeroglífico, doctor Einstein —le dije.

—Sólo cuando tengo que transmitir información de por sí poco clara. —Sonrió—. El general Manzbergen no recibe tus llamadas en este preciso momento. El senador dice que ha hecho todo cuanto le ha sido posible. Maitre Ijsinger dice que Kwiatkowski y nuestro amigo de Malasia no responden a los esfuerzos realizados por tu parte para contactar con ellos, y todo lo que ha conseguido de los albaneses es un mensaje que reza: «No se preocupe.»

—¡Pues entonces algo ha pasado! —exclamé, poniéndome de nuevo en pie.

—Es posible que algo pueda pasar —me corrigió—, y en tal caso, de verdad, lo único que podemos hacer es dejar que ocurra. En cualquier caso, Robín —dijo con tono engatusador—, preferiría que no abandonaras la nave ahora. Hay una buena razón: ¿Cómo puedes estar seguro de que ahí fuera no hay alguien con una pistola y tu nombre en una lista?

—¿Un terrorista? ¿Aquí?

—Aquí o en Rotterdam, ¿qué te hace pensar que en un lugar es más probable que en el otro? Permíteme que te recuerde, Robin, que poseo alguna experiencia en ese terreno. En cierta ocasión los Nazis le pusieron a mi cabeza un precio de veinte mil marcos; ¡puedes estar seguro de que no le dejé a nadie hacerse con ella!

Me detuve antes de cruzar el umbral.

—¿Los quiénes?

—Los Nazis, Robin. Un grupo de terroristas que ocupó el poder en Alemania hace muchos años, cuando yo estaba vivo.

—¿Cuando estabas qué?

—Quiero decir, claro está —comentó con indiferencia— en la época en la que el ser humano cuyo nombre me habéis dado estaba vivo; pero desde mi punto de vista, ésa es una distinción poco importante.

Distraído, se metió la pipa llena de tabaco en el bolsillo y se sentó de manera tan natural, tan sin reservas, que automáticamente yo también me senté.

Aunque es interesante verme desde el punto de vista de Robín, es poco agradable. La programación que la señora Broadhead me había asignado me constreñía a hablar, comportarme, e incluso pensar, de la misma manera en que lo habría hecho el genuino Albert Einstein de haber vivido lo suficiente como para ocupar mi lugar. Robin cree que es grotesco. En cierto sentido tiene razón. Los seres humanos son grotescos.

—Creo que no acabo de acostumbrarme a tu nueva personalidad, Albert.

—No hay mejor tiempo que el presente, Robin.

Me sonrió seductor. Todo él era más sólido. Los antiguos hologramas lo presentaban en una docena, más o menos, de poses características: con un viejo jersey o en camiseta, con o sin calcetines, con bambas o en zapatillas, con la pipa o con un lápiz. Sin duda, en aquel momento llevaba una camiseta, pero encima de ésta llevaba puesto un suéter, de esos holgados que se abrochan por delante y llevan bolsillos, un cardigán, que tanto se llevan en Europa. En la chaqueta había una chapita que decía «Dos por ciento», y alrededor de la barbilla se veía una barba rala blanca de dos días, que sugería que no se había afeitado aquella mañana. ¡Bueno, claro que no se había afeitado! Ni entonces ni nunca, por lo demás, ya que no era sino la proyección holográfica de un proceso computerizado... ¡Pero tan real, tan convincente, que estuve a punto de ofrecerle mi propia máquina de afeitar!

Me eché a reír y sacudí la cabeza.

—¿Qué es eso del dos por ciento?

—Ah —dijo con reserva—, un lema de mi juventud. Si el dos por ciento de la humanidad se negase a pelear, no habría guerras.

—¿Lo crees en estos momentos?

—Confío en ello, Robín —me corrigió—. Aunque las noticias no sean portadoras de mucha esperanza, tengo que admitirlo. ¿Quieres conocer el resto de las noticias?

—Supongo que debería querer —contestó, y le observé dirigirse al tocador de Essie.

Se sentó en la banqueta frente al tocador y se puso a juguetear ociosamente con los frascos de perfume y con los objetos de decoración femenina mientras me hablaba; tan normal, tan humano, que me distrajo de lo que me estaba diciendo. Afortunadamente, porque las noticias no podían ser peores. La destrucción del acelerador Lofstrom había sido el primer movimiento de una insurrección, y una pequeña guerra sangrienta había estallado en aquella parte de Sudamérica. Los terroristas habían vertido toxinas de botulismo en los abastecimientos de agua de Londres. Noticias así prefería no saberlas, y se lo dije.

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