Authors: Frederik Pohl
Puesto que Robin estaba, de manera más que comprensible, preocupado por otras cuestiones, no fue posible entonces hablar del asunto del kugelblitz tan detalladamente como habría sido mi deseo. Las estadísticas eran interesantes. Calculé que su temperatura rondaba los tres millones de grados Kelvin, pero eso no me preocupaba. Lo que me intranquilizaba era la densidad de la energía condensada. La densidad de energía de la radiación de un cuerpo negro es igual al cubo de su temperatura —ésa es la vieja ley de Stefan Bolzmann— pero el número de fotones aumenta linealmente junto con la temperatura, de manera que hay un aumento de a la cuarta potencia en el interior del kugelblitz. |
A una temperatura de un grado Kelvin, hay 4,72 electrones-voltios por litro. A una temperatura de tres millones de grados Kelvin, elevado a la cuarta, son, digamos unos 382.320.000.000.000.000.000.000.000 electrones-voltios por litro. ¿Qué se desprende de ello? Que toda esa energía significa inteligencias organizadas. Asesinos. Todo un universo de Asesinos, concentrados en un único kugelblitz, esperando a que madurasen sus planes y a que el universo se les ajustara a medida. |
Los Asesinos habían llevado a cabo su matanza varios milenios antes de que los Heechees aparecieran en escena. En un principio, los Heechees creyeron que se trataba de monstruos primordiales, algo así como el equivalente Heechee de un Tiranosaurio.
Fue entonces cuando descubrieron el kugelblitz.
Al llegar a ese punto, el Capitán vaciló, y miró en derredor a su tripulación. Lo que seguía era duro decirlo, puesto que conducía a una inevitable conclusión. Con los tendones tensos, arremetió hasta el final.
—Eran los Asesinos —dijo—. Se habían retirado a un agujero negro... a un agujero negro de una clase especial, que se compone de energía y no de materia, puesto que ellos mismos estaban constituidos de energía, de pura energía, sin materia. En el interior de su agujero negro ellos existen únicamente como en forma de una ola estancada en un mar de energía.
Lo había repetido ya varias veces, de varias maneras, y constató que algunas preguntas empezaban a tornar cuerpo; pero la lógica deducción que él temía no estaba entre ellas. La pregunta se la hizo la hembra, y fue tan sólo:
—¿Cómo puede sobrevivir un ser compuesto únicamente de materia?
Bien, ésa era un pregunta fácil de responder. La respuesta era «No lo sé». Había teorías, eso lo sabía el Capitán; teorías que decían que los Asesinos habían sido en tiempos remotos criaturas de cuerpos físicos de los que habían conseguido liberarse. Pero el que las teorías se ajustasen o no a los hechos, era algo que ni la más antigua de las mentes de los antepasados podía decir.
Pero era la dificultad que tienen para sobrevivir los seres que son pura energía. Continuó explicando el Capitán, lo que conducía, precisamente, al último y más terrible punto en relación a los Asesinos. El universo no les resultaba hospitalario. Así pues, habían decidido cambiar el universo. Hicieron algo para crear una gran cantidad de masa adicional en él. Originaron la inversión del proceso de expansión del universo. Se ocultaron en su kugelblitz... y esperaron.
—He oído hablar de esa masa extra a menudo —dijo el macho cautivo con impaciencia—. Los Difuntos me hablaban a menudo de ella cuando era niño, pero claro, como estaban locos...
La hembra le detuvo.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué querrían hacer una cosa así?
El Capitán se tomó una pausa, estaba agotado por el esfuerzo que le suponía el tratar de comunicarse con aquellos peligrosos primitivos. Una vez más, la respuesta mejor fue «No lo sé», pero existían hipótesis.
—Las mentes de nuestros antepasados creen —dijo lentamente— que las leyes físicas del universo quedaron determinadas por las fluctuaciones casuales en la distribución de materia y energía en el primer instante posterior al Big Bang. Es posible que los Asesinos intenten intervenir en ese proceso. Una vez que hayas colapsado el universo y éste haya empezado a contraerse, podrían empezar a cambiar esas leyes básicas —la relación entre las masas del electrón, el número que relaciona la fuerza gravitacional con la electromagnética— y de esta manera conseguir un universo en el que podrían vivir más cómodamente... pero en el que no podríamos vivir ni vosotros ni yo...
Al macho cada vez le iba resultando menos y menos fácil contenerse, y finalmente estalló en unos sonidos hirientes que sólo poco a poco se fueron convirtiendo en palabras inteligibles.
—¡Jo, jo! —exclamó Wan, secándose una lágrima—. ¡Menudos cobardes estáis hechos! ¡Les tenéis miedo a unas criaturas que se esconden en un agujero negro para hacer no sé qué que no ocurrirá hasta dentro de millones de años! ¿Y a nosotros qué nos importa?
Pero la hembra había captado el sentido de las palabras del Capitán.
—Cállate, Wan —dijo tensando los músculos del rostro casi en una expresión Heechee—. Lo que tratas de decirnos es que esos Asesinos no piensan dejar ningún cabo suelto. Ya salieron una vez para acabar con todo aquel que diera muestras de ser lo suficientemente civilizado como para interferir en sus propósitos. ¡Y podrían hacerlo otra vez!
—¡Precisamente! —exclamó el Capitán encantado—. ¡Lo acabas de decir tal cual es! Y el peligro radica en que vosotros los bárbaros... vosotros los humanos, quiero decir —se corrigió a sí mismo—, estáis haciendo todo lo posible para que vuelvan. ¡Usando la radio, metiéndose en agujeros negros, volando arriba y abajo por el universo, hasta llegar a los mismísimos kugelblitses! ¡Seguro que dejaron sistemas de vigilancia para que les advirtieran en caso de que surgiesen nuevas civilizaciones tecnológicas... si no les habéis despertado ya, deben estar a punto de hacerlo!
Y cuando, por fin, los prisioneros lo hubieron entendido; Wan, temblando de miedo, y Klara, pálida y agitada; después de que les fueron dados paquetes de comida y de que se les obligara a descansar; cuando la tripulación estuvo apiñada en torno suyo para saber por cuál motivo los tendones de su rostro temblaban como serpientes, lo único que el Capitán consiguió decir, fue:
—Es increíble.
Conseguir que aquellos torpes cautivos le comprendiesen había sido difícil; entenderlos él a ellos, imposible. Añadió:
—Dicen que no pueden hacer que los suyos se detengan.
—¡Pero tienen que hacerlo! —exclamó Narizblanca espantado—. ¿Es que no son inteligentes?
—Sí que lo son —admitió el Capitán—, pues de lo contrario no utilizarían nuestras naves con tanta facilidad. Pero su sometimiento a las leyes no es total.
—¡Tiene que serlo! —exclamó Ráfaga sin poder darle crédito— ¡Ninguna sociedad puede vivir sin someterse a las leyes!
—Su ley es la compulsión —dijo el Capitán con tristeza—. Si uno de ellos se encuentra allí donde los agentes del orden no pueden dar con él, puede actuar como guste.
—¡Entonces, obliguémosles a acatarla! ¡Acorralemos todas sus naves y hagamos que cese!
—Qué atolondrado eres, Narizblanca —dijo el Capitán negando con la cabeza—. Medita lo que has dicho. Perseguirles. Combatirles. Luchar contra ellos en el espacio. ¿Se te ocurre algún estrépito mayor? ¿Acaso crees que los Asesinos no iban a notarlo?
—¿Y entonces, qué?
—Entonces —dijo el Capitán—, tendremos que darnos a conocer.
Levantó una mano para indicar que daba por terminada la discusión y se puso a dar órdenes.
Fueron órdenes que su tripulación jamás había pensado que recibiría, pero todos eran conscientes de que el Capitán llevaba razón. Los mensajes partieron. En una docena de lugares de la galaxia, naves que aguardaban en silencio desde hacía mucho recibieron sus esperadas órdenes por control remoto y volvieron a la vida. Un largo despacho fue enviado a los monitores que estaban cerca del corazón del agujero negro en que habitaban los Heechees; en aquellos momentos la primera advertencia debía de haber atravesado la barrera Schwarzschild y los primeros refuerzos debían estar saliendo. Era una labor hercúlea para la reducida tripulación, y la ausencia de Dosveces fue sentida más profundamente que nunca. Pero por fin quedó concluida, y la nave del Capitán retornó a su curso normal para el encuentro.
Mientras se acurrucaba para dormir, el Capitán se encontró a sí mismo sonriendo. No era una sonrisa de contento. Era el rictus de una paradoja, demasiado dolorosa como para soportarla de otra manera. A lo largo de la conversación mantenida con ambos cautivos, había estado temiendo que llegaran a una incómoda conclusión: una vez que supieran que los Asesinos se escondían en el interior de un agujero negro, fácilmente podrían sospechar que los Heechees habían hecho otro tanto, por lo que el mayor secreto de la entera raza Heechee quedaría al descubierto.
¡En realidad, mucho más que al descubierto! Y todo ello lo había hecho él por cuenta propia, sin una instancia superior que lo aprobara o lo prohibiera; había despertado a las flotas dormidas y había mandado venir refuerzos desde el otro lado del horizonte eventual. El secreto había dejado de ser un secreto. Después de medio millón de años, los Heechees volvían a aparecer en escena.
Realmente, ¿dónde me encontraba? Me llevó mucho tiempo contestar a esa pregunta por mí mismo, entre otras razones —y no la menor, por cierto— porque mi mentor, Albert, la reputaba de tonta.
—La pregunta «dónde» no es más que una estúpida preocupación humana, Robín —gruñó—. ¡Concéntrate! ¡Aprende a cómo actuar y cómo sentir! Deja la filosofía y la metafísica para las tardes largas con una buena pipa y una buena cerveza.
—¿Cerveza, Albert?
Un suspiro.
—El análogo electrónico de la cerveza —dijo de mal humor—, es lo bastante «real» para el análogo electrónico de un ser humano. Ahora presta atención, por favor, a los inputs que te estoy ofreciendo, que son grabaciones de vídeo del interior de la cabina de mando de la
Único Amor.
Hice como me decía, por descontado. Estaba como mínimo tan ansioso como el propio Albert de terminar mi entrenamiento para poder hacer... para poder hacer lo que fuera que me resultase posible en aquel mi nuevo y atemorizante estado. Pero en mis extraños femtosegundos no pude dejar de darle vueltas en la cabeza a aquella pregunta, y finalmente di con la respuesta. ¿Dónde me encontraba, exactamente?
Estaba en el Cielo.
Piénsenlo. Cumple con casi todos los requisitos: mis vísceras habían dejado de molestarme, había dejado de tener vísceras. Mi servidumbre en relación a la muerte había terminado, porque si se trataba de pagar con la propia muerte, la cuenta había quedado ya saldada para siempre. Si no era enteramente la eternidad lo que me aguardaba, era algo bastante parecido. El almacenaje de datos en los molinetes Heechees que conocíamos, valía para medio millón de años por lo menos sin graves deterioros —ya que los molinetes originales seguían funcionando—, lo cual da un elevado número de femtosegundos. Nada de preocupaciones mundanas; nada de preocupaciones en absoluto, salvo aquellas que yo decidiera buscarme.
Sí, era el Cielo.
Es probable que no lo crean, porque se negarán a aceptar que la existencia en forma de amasijo incorpóreo de bits de información tenga nada de «celestial». Lo sé porque a mí mismo me costó aceptarlo. Y sin embargo, la «realidad» es —es «realmente»— una noción subjetiva. Nosotros, las criaturas de carne y hueso, percibimos la realidad tan sólo de segunda o tercera mano, como una analogía pintada por nuestros órganos sensoriales en las sinapsis de nuestros cerebros. Eso mismo me había dicho siempre Albert. Era cierto, o casi cierto; o no, más que cierto, en un sentido, ya que nosotros, los incorpóreos amasijos de bits poseemos un abanico de posibilidades más amplio que ustedes los vivos.
Pero si aun así se niegan a creerme, no puedo reprochárselo. A pesar de las muchas veces que intenté convencerme de que así era, tampoco yo lo encontraba demasiado celestial. Nunca antes se me había ocurrido pensar en lo terriblemente inconveniente que era —financiera, legalmente y de otras muchas maneras, por no decir maritalmente— estar muerto.
O sea, volviendo de nuevo a la pregunta: ¿dónde estaba? Bueno, pues estaba en casa. Después de que me hube —en fin— muerto, Albert, llevado por el remordimiento, hizo dar media vuelta a la nave. Nos llevó bastante estar de vuelta, pero no tenía nada especial que hacer. Ni más ni menos que aprender a simular que estaba vivo cuando, de hecho, estaba muerto. Hacer mis primeros pinitos en eso solamente, ocupó casi todo el viaje de vuelta, puesto que era mucho más duro nacer a una cinta de almacenaje de datos que nacer al mundo de la antigua manera biológica; tenía que participar activamente, si me entienden. Casi todo en mí era ahora muchísimo más vasto. En parte, me encontraba limitado a un molinete o cinta de información del tipo Heechee de una capacidad no muy superior a los mil centímetros cúbicos, y en ese sentido, se me podía desenchufar de mi receptáculo y se me podía pasar por las aduanas camino de casa con la misma facilidad con que se pasa una caja de zapatos. Pero por otra parte era más vasto que las galaxias, ya que tenía a mí disposición todos los rollos de almacenaje de datos para jugar con ellos. Más veloz que una bala, rápido como una centella, podía ir a cualquier lugar de los que habían visitado los sistemas de almacenaje de datos humanos o Heechees, lo que era más de lo que yo había oído hablar. Escuché las canciones de los habitantes del fango y salí de patrulla con el primer grupo de exploración que capturara a los australopitécidos; conversé con los Difuntos del Paraíso Heechee (pobres despojos inarticulados que recordaban aún lo que significaba estar vivo, no obstante haber sido tan mal registrados, con tanta precipitación y por manos tan inexpertas). Bueno, lo mismo da que sepan o no todos los lugares que visité; no hay tiempo suficiente para que lo oigan. Y todo ello era tan fácil...
Los asuntos humanos eran más complejos.
Para cuando estuvimos de regreso en el mar de Tappan, Essíe había podido descansar algo y yo adquirir la práctica de reconocer lo que veía, y ambos habíamos superado ya parte del trauma que nos había supuesto mi muerte. No digo que lo hubiéramos superado del todo, pero al menos podíamos hablarnos.
Al principio, fue sólo hablar, porque me daba vergüenza mostrarme en forma de holograma ante mi querida esposa. Hasta que Essie me imprecó:
—¡Oh, Robín! ¡Ya no lo aguanto más, esto de hablarte como por teléfono! ¡Ven que te vea!