El difunto filántropo (14 page)

Read El difunto filántropo Online

Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

BOOK: El difunto filántropo
9.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿A menudo?

—No puedo decirle exactamente. Pongamos cada seis meses. Pero era suficiente para que al perro le picasen las pulgas durante más de quince días.

—¿Estas visitas empezaron hace tiempo?

—¡Al menos diez años! ¡Tal vez quince! ¿Quiere usted una copita?

—¡Gracias! ¿Se pelearon alguna vez?

—¡Alguna vez, no! ¡Cada vez! Incluso les vi llegar a las manos, como simples descargadores.

»No obstante, San Hilario no le mató —razonaba Maigret algo más tarde mientras se encaminaba al hotel—. En primer lugar, no pudo disparar los dos tiros a Moers porque estaba en casa del notario. Además, ¿por qué habría dado la vuelta por la verja la noche del crimen?».

No lejos de la iglesia pudo ver a Eleonora, pero volvió la cabeza para no saludarla. No tenía ganas de hablar y mucho menos con ella.

Oyó unos pasos ligeros a sus espaldas. Eleonora le alcanzó. Llevaba un vestido gris y los cabellos muy bien peinados.

—Perdone, comisario.

Se volvió bruscamente hacia ella y la miró a los ojos con una expresión tan colérica, que por un momento Eleonora sintió que se le cortaba la respiración.

—¿Qué quiere?

—Solamente deseaba saber…

—¡No hay nada! No sé absolutamente nada.

Maigret se alejó sin saludar, con las manos en la espalda.

«Supongamos que la habitación que daba al patio hubiese estado al aire libre. ¿Hubiese sido asesinado?».

Un niño que jugaba a pelota tropezó con el comisario y cayó. Maigret lo levantó y se alejó sin mirarle siquiera.

«De todos modos, no tenía los veinte mil francos. Ni tampoco podía encontrarlos para el lunes. ¡No hubiese podido subirse al muro! Desde el mismo muro hubiese sido imposible dispararle. Por tanto, ¡no hubiera sido asesinado!».

Se secó la frente, a pesar de que la temperatura era mucho más soportable que la semana anterior. Tenía la sensación enervante de que se encontraba a dos pasos del enigma y de que, a pesar de todo, no podía alcanzar la solución.

Poseía gran cantidad de datos: la historia del muro, los dos disparos dirigidos a Moers ocho días antes, el asunto de Jacob, las visitas a San Hilario realizadas sistemáticamente desde hacía quince años, la llave perdida que fue encontrada providencialmente por el jardinero, la cuestión de las habitaciones, el cuchillazo que vino a coronar la obra empezada por el disparo con pocos segundos de intervalo y la farsa de la boda.

La afición de Gallet por el deporte, sus curiosas aventuras y sus asuntos amorosos eran todo lo que Maigret había sacado en claro del deshilachado relato del inspector.

«¡Un bromista empedernido! ¡Un perfecto calavera!».

—¿Cenará usted en la terraza? —preguntó el señor Tardivon.

Maigret había llegado al hotel sin darse cuenta.

—Me da igual.

—Dígame, ¿la investigación…?

—Pongamos que he terminado con ella.

—¿Cómo? ¿Y el asesino?

El policía pasó de largo encogiéndose de hombros, recorrió los pasillos que olían a guisos y a comida y entró en la alcoba donde encontró sus papeles todavía amontonados encima de la mesa, en la chimenea y en el suelo.

Ni tan sólo habían tocado las ropas que representaban al muerto.

Maigret se inclinó, arrancó el cuchillo clavado en el suelo y se puso a jugar con él, mientras se paseaba de un extremo a otro de la habitación.

El cielo estaba cubierto de una densa capa de nubes de un gris uniforme, tempestuoso, y la pared blanca de enfrente parecía, por contraste, deslumbrante.

El comisario iba de la ventana a la puerta y de la puerta a la ventana, lanzando de vez en cuando una ojeada a la fotografía de la chimenea.

—¡Venga un momento! —dijo de repente cuando se acercó a la ventana, quien sabe si por trigésima vez.

El follaje tembló por encima del muro, precisamente donde Maigret había adivinado el rostro mal oculto de San Hilario.

El propietario, después de un primer impulso de retroceso, preguntó con voz temblorosa, esforzándose en bromear:

—¿Tengo que saltar?

—¡Dé la vuelta por la verja! Es más fácil.

La llave estaba encima de la mesa y Maigret la lanzó con negligencia por encima del muro reanudando después su paseo a lo largo de la estancia. Oyó caer la llave en el parque, entre los trastos viejos amontonados en aquel lugar. Siguió luego un ruido de tonel removido y las hojas del árbol que caían encima del muro volvieron a agitarse.

La mano de San Hilario debía de temblar porque la llave resonó varias veces al golpear contra los bordes del agujero de la cerradura, antes de que pudiese oírse el ruido de los goznes.

No obstante, cuando el propietario del
Castillo Pequeño
llegó a la ventana, había recuperado el aplomo y dijo con voz jovial:

—¡Es imposible escapar a su vista de lince! Este asunto me apasiona de tal modo que, habiéndole visto volver, he tenido la idea de espiarle para saber tanto como usted acerca del caso e intrigarle para nuestra próxima entrevista. ¿Doy la vuelta?

—¡No vale la pena! Salte por la ventana.

San Hilario lo hizo sin dificultad y señaló mirando a su alrededor:

—¡Es curioso observar el ambiente en que reconstruye usted los hechos! Estas ropas. ¿Es usted quien ha organizado tanto teatro?

Maigret llenaba la pipa con lentitud exagerada, apretando cada vez el tabaco con una docena de suaves golpecitos dados con el índice.

—¿Tiene usted una cerilla?

—Un encendedor. No utilizo nunca cerillas. La mirada del comisario se detuvo en tres pedacitos de madera verdosa, medio consumidos, que se encontraban en la chimenea cerca de las cenizas de papel.

—¡Es evidente! —añadió sin que pudiese adivinarse con qué motivo había lanzado esta exclamación.

—¿Quiere usted preguntarme algo?

—Todavía no lo sé. Le vi, y como estoy literalmente desconcertado, me dije que un hombre inteligente podría sugerirme algunas ideas.

Se sentó en un extremo de la mesa y alargó la pipa hacia el encendedor que le tendía su compañero.

—¡Vaya! Es usted zurdo.

—¿Yo? ¡No! ¡Ha sido por casualidad! Sería incapaz de decirle por qué he encendido el mechero con la mano izquierda.

—¿Quiere cerrar la ventana, por favor? Maigret no le quitó la vista de encima. Observó que San Hilario vacilaba un momento y que con evidente cuidado utilizó la mano derecha para cerrar la ventana.

X
El colaborador

—Abra la ventana.

—Pero acaba de pedirme que la cerrase. Tiburcio de San Hilario sonrió como queriendo decir:

«¡En fin! Estoy a su disposición. Pero no comprendo!».

En cambio, Maigret no sonreía. Si hubiese sido posible examinar con detención la expresión de su semblante, se hubiesen descubierto en él muestras de disgusto.

Sus gestos y su tono de voz eran bruscos. Andaba a pasos entrecortados y bruscamente levantaba la cabeza, volvía a bajarla, tomaba un objeto de un lugar y lo depositaba en otro cualquiera sin saber por qué.

—Puesto que esta investigación le apasiona, voy a tomarle como colaborador. En consecuencia, no me andaré con remilgos y le trataré como a uno cualquiera de mis inspectores. ¡Llame al dueño del hotel!

San Hilario abrió dócilmente la puerta y gritó:

—¡Tardivon! ¡Eh! Tardivon.

Cuando llegó el dueño del hotel, Maigret estaba sentado en el alféizar de la ventana y miraba fijamente al suelo.

—Una simple pregunta, señor Tardivon. ¿Era zurdo el señor Gallet? Intente recordar.

—No me he fijado nunca. Claro que. Dígame, ¿los zurdos dan la mano izquierda cuando se despiden de alguien?

—¡Desde luego!

—En este caso no lo era porque este detalle me hubiese llamado la atención. Los clientes acostumbran a darme la mano.

—Vaya a preguntar a las criadas. Tal vez hayan podido observar este detalle.

Mientras estaba ausente, San Hilario preguntó:

—¿Le parece a usted muy importante este detalle?

Pero el comisario, sin responder, se acercó a la puerta y gritó al dueño del hotel:

—De paso, póngame con el señor Padailhan, inspector de contribuciones de Nevers. Creo que su teléfono es el.

Volvió sobre sus pasos sin dirigir una sola mirada a su compañero y empezó a dar vueltas en torno a las ropas extendidas por el suelo.

—Ahora. ¡A trabajar! Veamos. ¡Emilio Gallet no era zurdo! Veremos en seguida si este detalle puede servirnos para algo.

»Mejor aún. Coja un cuchillo. Es el que utilizaron en el crimen. ¡No! Démelo, y observe que una vez más ha empleado usted la mano izquierda.

»¡Allí! Supongamos ahora que alguien me ataca y que tengo que defenderme. Y no soy zurdo, ¡tengámoslo en cuenta! Desde luego, tengo el puño del cuchillo asido con la mano derecha.

»Venga hacia aquí. Yo salto sobre usted. Pero usted es más fuerte que yo. Usted me sujeta por la muñeca. ¡Cójame! ¡Bien! Es evidente que la mano que me inmoviliza es la que sujeta el arma.

»Es suficiente. Fíjese en esta fotografía. Es del cadáver y ha sido tomada por la Identidad Judicial.

¿Qué vemos en ella? Que Emilio Gallet presenta equimosis en la
muñeca izquierda
.

»¿Qué pasa, Tardivon? ¿Ya tengo comunicación con Nevers? ¿No? ¿Dice usted que las sirvientas están de acuerdo con usted en que Gallet no era zurdo? ¡Gracias! Puede irse.

«Sigamos, señor de San Hilario. ¿Cómo explicaría usted esto?

»Gallet no era zurdo y, no obstante, llevaba el puñal en la mano izquierda. El examen de las pruebas demuestra que no tenía nada en la mano derecha.

»No encuentro más que una solución al problema. Fíjese bien. Si quiero hundirme la hoja del cuchillo en el pecho. ¿Qué tengo que hacer? Siga atentamente todos mis gestos.

»¡Tomo el mango del puñal con la mano izquierda!, porque esta mano solamente servirá para mantener el puñal en la dirección conveniente. La mano derecha es la que tiene más fuerza. Ésta será la que utilizaré para hacer presión sobre la izquierda. ¡Lo ve! Éste es el movimiento exacto. Tomo la muñeca izquierda con la mano derecha. Aprieto con fuerza porque estoy febril y se trata de resistir un dolor muy fuerte. Tanto aprieto que yo mismo me hago las equimosis.

Tiró el cuchillo sobre la mesa con gesto desenvuelto.

—Naturalmente para admitir esta reconstitución de los hechos haría falta admitir también que Gallet se mató él mismo. Pero no tenía un brazo tan largo como para disparar un revólver a una distancia de siete metros, ¿verdad?

»¡Tiempo al tiempo! como dirían en el ejército. ¡Busquemos otra solución!

San Hilario sonreía levemente, pero sus pupilas —más abiertas que de costumbre— se movían cada vez más de prisa, para poder seguir los más mínimos movimientos de Maigret, que iba y venía sin cesar, esbozaba cincuenta movimientos inútiles por cada gesto útil, tomaba el
dossier
rosa, lo abría, volvía a cerrarlo, lo ponía debajo de una carpeta verde y de repente cambiaba de lugar uno de los zapatos del muerto.

—Venga conmigo. Sí, salte por la ventana. Ya estamos en el camino de las ortigas. Imaginemos que estamos a sábado por la noche, que está muy oscuro y que se oyen los ruidos de las fiestas y del tiro al blanco. Tal vez, incluso se reflejan en el cielo las luces inquietas del tiovivo de caballitos de madera.

«Emilio Gallet, después de quitarse la chaqueta, se encarama al muro, cosa nada fácil para un hombre de sus años consumido por la enfermedad.

»¡Sígame!

Lo arrastró hasta la verja, la abrió y volvió a cerrarla.

—Deme la llave. ¡Bueno! Esta verja estaba cerrada y la llave estaba como siempre en el hueco que se ve entre estas dos piedras. Su jardinero me lo dijo.

»Entramos en su casa. No olvidemos que es de noche. Dese cuenta de que no hacemos más que buscar la explicación a ciertos indicios, o tal vez intentamos concordar pruebas contradictorias.

»¡Por aquí, por favor! Imaginemos que en el parque se encuentra alguien que se siente inquieto a la vista de los gestos y movimientos de Emilio Gallet. Debe de haber algo. Gallet es un estafador. ¡Sabe Dios qué debe de tener en su conciencia!

»Así pues, en este lado del muro, un hombre, como usted o como yo, había observado que aquella noche Gallet estaba nervioso y quién sabe si su situación era tal vez desesperada.

»Nuestro hombre, a quien vamos a llamar X como en un problema de álgebra, va y viene a lo largo del muro y ve de repente la silueta de Emilio Gallet, alias señor Clément, que se alza sobre la parte superior del muro, sin chaqueta.

—¿Sabe usted si se puede ver la ciudad desde esta parte del cercado?

—No. Pero no sé dónde quiere ir a parar.

—¿Ir a parar? ¡A ninguna parte! Solamente proseguimos la investigación, siempre dispuestos a cambiar de hipótesis si es preciso. ¡Dese cuenta! ¡Ahora mismo voy a cambiarla! X no se paseaba. Vio los toneles vacíos y en vez de subirse al muro para ver qué sucede en el lado opuesto, se limitó a arrastrar uno de estos toneles para que le sirviese de pedestal. En este mismo momento la silueta de Emilio Gallet se recorta en el cielo. Los dos hombres no hablan, puesto que si hubiesen tenido algo que decirse se hubiesen acercado mutuamente. Para poderse oír a una distancia de diez metros, hace falta hablar muy alto. Cuando dos personas se encuentran en circunstancias tan anormales, uno subido encima de una barrica y otro haciendo equilibrios en un muro, no tienen ganas de llamar la atención.

»Por otra parte, X está en la oscuridad. Emilio Gallet no lo ve, desciende del muro, vuelve a entrar en su casa y… En este punto, la explicación se hace más difícil. A menos que supongamos que fue X el que disparó.

—¿Qué quiere usted decir?

Maigret, que se había subido al tonel, descendió pesadamente.

—¡Deme fuego! ¡Bueno! ¡Otra vez con la mano izquierda! Ahora, sin preocuparnos por saber quién disparó, vamos a seguir el camino que nuestro señor X debió recorrer. Venga. Tomó la llave de su lugar habitual. Abrió la verja. Anteriormente había ido a procurarse unos guantes de caucho. Tendrá usted que preguntarle a su cocinera si utiliza guantes de este tipo para pelar las legumbres y si no han desaparecido. ¿Es una mujer presumida?

—No veo qué tiene que ver.

Un trueno retumbó a lo lejos, pero no cayó ni una sola gota de agua.

—¡Pasemos! La verja queda abierta, X se acerca a la ventana y ve el cadáver. ¡Porque Emilio Gallet está muerto! El cuchillazo se produjo inmediatamente después del disparo, los médicos lo afirman así y las huellas de sangre lo prueban. Y hace un momento acabamos de ver que el cuchillazo parece ser obra de la propia víctima.

Other books

There Be Dragons by Graham, Heather
Greasepaint by David C. Hayes
Miss Seetoh in the World by Catherine Lim
Liverpool Love Song by Anne Baker
Demon's Fire by Emma Holly
The League of Sharks by David Logan
Every Heart by LK Collins
The Jackal Man by Kate Ellis