El difunto filántropo (13 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

BOOK: El difunto filántropo
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El empresario de las pompas fúnebres de Corbeil se rascaba la cabeza a la vista de un encargo que decía: «Una losa sencilla, de líneas sobrias, de buen gusto, no muy cara pero distinguida».

Maigret había visto otras como aquélla. No obstante se esforzó en pensar que una mujer alta y con los cabellos rubios tirando a rojizos no tenía que ser necesariamente Eleonora Boursang, y que, aunque ella fuese la encargada de recoger el dinero del señor Jacob, esto no probaba que Enrique Gallet fuese su cómplice.

—¡Lo más sencillo será llevarle el retrato al viejo!

Éste fue el motivo de que se hiciese conducir a la calle Turenne, al apartamento de Eleonora, en donde estaba casi seguro de poder encontrar un retrato de ella.

—La señora Boursang no está, pero el señor Enrique ha subido al piso —dijo la portera.

Empezaba a anochecer. Maigret tropezó con la pared de la estrecha escalera; abrió la puerta que le habían indicado sin molestarse en llamar.

Enrique Gallet, inclinado sobre la mesa, ataba con cordel un paquete bastante voluminoso. Se sobresaltó, pero recuperó la calma cuando reconoció al comisario.

No obstante, no pudo decir nada. Debían de dolerle los dientes a fuerza de apretar las mandíbulas. El cambio operado en él durante una semana era espantoso. Tenía las mejillas hundidas y los pómulos salientes. El color, especialmente, había tomado un tinte plomizo.

—¡Según parece ha tenido usted esta noche un ataque de hígado terrible! —dijo Maigret con involuntaria crueldad—. Apártese.

El paquete tenía la forma de una máquina de escribir. El policía arrancó el papel gris que la envolvía, buscó una hoja de papel blanco en su bolsillo, escribió algunas palabras al azar y se puso el papel en la cartera.

Por un momento el ruido de la máquina había roto el silencio del apartamento, en el que los muebles estaban cubiertos con fundas y en el que, antes de salir de vacaciones, habían tapado los cristales de los balcones pegando en ellos papeles de periódico.

Enrique, apoyado en una consola, miraba al suelo; tenía los nervios en tensión hasta tal punto que casi no podía dominarse.

Maigret, lento, implacable, seguía su tarea, abría los cajones y removía su contenido. Acabó por encontrar un retrato de Eleonora.

Entonces, estando a punto de marcharse, con el sombrero tirado hacia atrás y la fotografía en la mano, se detuvo un momento delante del joven mirándole de pies a cabeza.

—¿No tiene usted nada que decirme? Enrique tragó saliva y finalmente pudo decir:

—¡Nada!

* * *

Maigret se apresuró para llegar lo más pronto posible a la calle Clignancourt, y una hora más tarde estaba con el señor Jacob, que seguía como siempre instalado delante de sus periódicos.

¿Quería Maigret una prueba más? Antes de llegar a la esquina en que se encontraba el viejo, distinguió el rostro largo y pálido de Enrique Gallet tras el cristal de una taberna.

Instantes después, el señor Jacob afirmaba:

—¡Es ella! ¡No hay duda! ¡Está hecha una…!

Maigret se fue sin responder lanzando una ojeada huraña hacia la taberna. Hubiera podido entrar en ella y provocar a Enrique Gallet un nuevo ataque de hígado con sólo ponerle una mano en el hombro.

—¡No obstante, ellos no le mataron!

Media hora más tarde, atravesó las salas de la Prefectura sin saludar a nadie. Cuando llegó a su despacho encontró una carta del inspector de contribuciones de Nevers.

IX
Un matrimonio de risa

«Si quiere usted hacer el favor de pasar discretamente por mi domicilio particular, calle Creuse, número 17, Nevers, le proporcionaré acerca de Emilio Gallet ciertos informes de gran interés para usted».

Maigret estaba en la calle Creuse. Tenía delante de él, en un salón rojo y negro, al inspector de contribuciones, que le había hecho pasar personalmente, con aires de conspirador.

—¡He hecho salir a la sirvienta! ¡Usted ya me entiende, es mejor así! Y, para los que hayan podido verle entrar, es usted mi primo de Beaucaire.

¿Lanzaba a Maigret constantes ojeadas para recalcar cada una de sus palabras? En cualquier caso, en lugar de guiñar un solo ojo, los cerraba los dos muy de prisa, como si padeciese un tic nervioso.

—¿También vivió usted en las colonias? ¿No? Me parecía. Es una pena, porque lo hubiera comprendido mejor.

Entretanto sus párpados no cesaban de abrirse y cerrarse con rapidez, mientras su voz se hacía cada vez más confidencial y la expresión de su rostro más maliciosa y asustada.

—Yo pasé diez años en Indochina cuando Saigón no tenía unas avenidas tan grandes como ahora, al estilo de las de París. Allí conocí a Gallet.

»Lo que me puso sobre la pista fue el cuchillazo. Lo comprenderá usted en seguida.

»¡Apuesto a que no ha conseguido usted descifrar nada! ¡No lo entiende porque ésta es una historia que sólo puede comprender el que ha vivido en una colonia! ¡Y aún más! Un colonial que haya vivido
el asunto
.

Maigret ya había catalogado al inspector; sabía que con este tipo de hombres había que tomar las cosas con paciencia, guardarse muy bien de interrumpirles y asentir con la cabeza, porque ésta era la única manera de ganar tiempo.

—¡Era un grandísimo guasón, nuestro Gallet! Entonces ocupaba un empleo algo así como de pasante de notario, junto a un hombre que con el tiempo llegó a triunfar, pues hoy en día es senador. ¡Además, era un hincha del deporte! ¿Creerá usted que se empeñó en formar un equipo de fútbol? Nos alistó a todos, quieras o no, pero como no había ningún otro equipo con el que pudiésemos enfrentarnos. ¡En resumen!

»Las mujeres le gustaban todavía más que el fútbol. Y por allá, lo que no faltan son ocasiones. ¡Era todo un calavera! ¡Jugó cada pasada!

»¿Permite usted un momento?

Se dirigió hacia la puerta con paso decidido y la abrió bruscamente, para cerciorarse de que no había nadie escuchando.

—Verá. En una ocasión llevó la broma demasiado lejos, y realmente no me siento orgulloso de haber desempeñado el papel de cómplice, aunque lo hice sin entusiasmo. El dueño de una plantación acababa de importar dos o trescientos trabajadores malayos. En el grupo había también mujeres y niños. Entre otras se encontraba una muchachita que parecía una figurilla esculpida en ámbar. No puedo recordar cómo se llamaba.

»En cambio, me acuerdo muy bien de que en aquellos días había leído un libro de Stevens sobre los indígenas del Pacífico y había hablado de él a Gallet. Trataba de un blanco que para obtener los favores de una indígena arisca había organizado un falso matrimonio.

»¡Con este ejemplo Emilio decidió embarcarse en el asunto! En aquel tiempo, los malayos no sabían ni leer, especialmente los desgraciados que se transportaba a trabajar de una parte a otra como animales.

»Gallet, pues, hizo su petición al padre de la joven. Vistió ridículamente a su futura familia, formó con ellos una especie de cortejo y los condujo a una casita que habíamos preparado para el caso.

»El compañero que desempeñó el papel de alcalde ya ha muerto. Pero podríamos encontrar a otros que participaron en esta farsa. ¡Porque Gallet era un condenado farsante! No había olvidado ningún detalle para que todo resultase cómico a más no poder.

»Los discursos eran como para morirse de risa, y la ceremonia de la boda, a la que condujeron solemnemente a la jovencita, era de un ridículo espantoso.

»Fue una cadena de bromas enormes dirigidas a la familia, a los testigos y a los acompañantes. El inspector de contribuciones calló un momento para dar un aspecto grave a su expresión.

—¡Aquí tiene usted! —dijo al fin—. Gallet hizo vida matrimonial con ella durante tres o cuatro meses. Después regresó a Francia dejando, como era de esperar, a su falsa esposa.

»Entonces éramos jóvenes, de otro modo no hubiésemos reído tanto, porque los malayos son gente que no olvida.

»Usted no les conoce, inspector. La jovencita esperó largo tiempo el regreso de su esposo. Después no sé qué habrá sido de ella, pero la encontré algunos años más tarde, envejecida, en un barrio de mala fama de Saigón.

»Cuando leí el nombre de Gallet en los periódicos de Nevers. ¡Figúrese que hacía veinticinco años que no le había visto! Ni tan siquiera había oído hablar de él.

»Únicamente el cuchillazo, ¿comprende? ¿Adivina usted qué quiero decir? ¡Una venganza, naturalmente! Los malayos serían capaces de dar la vuelta al mundo para vengarse. Y están acostumbrados a manejar el puñal.

»Imaginemos que un hermano, o incluso un hijo de la jovencita. Más civilizado. Empezó utilizando el revólver porque es más práctico. Después el instinto intervino.

Maigret, mirando con resignación, esperaba, escuchando con distracción, que acabase esta avalancha verbal que juzgaba inútil interrumpir. Normalmente, en un asunto de asesinato, hay al menos cien testigos del calibre del inspector. Si esta vez no se había presentado más que uno era debido a que los periódicos de París habían relatado el drama sólo en algunas líneas.

—¿Comprende usted, inspector? No lo hubiese adivinado usted, ¿verdad? He preferido que fuese usted el que viniese aquí porque si el asesino supiera que he hablado.

—¿Dice usted que Gallet jugaba al fútbol?

—¡Y con gran afición! ¡Y era además un condenado burlón! Era el compañero más divertido que pudiera usted encontrar. Era capaz de estar contando historietas cómicas durante una noche sin darte tiempo para recobrar el aliento.

—¿Por qué dejó Indochina?

—Decía que tenía sus ideas y que no había nacido para vivir con menos de cien mil francos de renta. Esto era antes de la guerra. ¡Cien mil francos de renta! ¿Se da usted cuenta? Se burlaban de él, pero seguía más serio que el papa.

»¡Ya veremos! ¡Ya veremos! —decía él con sorna.

»No consiguió sus cien mil francos, ¿verdad? Yo dejé Asia a causa de las fiebres. Todavía ahora tengo algunas crisis. ¿Tomará usted algo, comisario? Le serviré yo mismo, porque he mandado a la sirvienta fuera de la ciudad durante toda la tarde.

¡No! ¡Maigret no tenía valor para tomar nada ni para seguir soportando las ingenuas ojeadas del inspector, lanzado a explicar su historia del vengador malayo!

Apenas pudo dar las gracias y sonreír. ¡Fue una pálida sonrisa de cumplido!

Dos horas más tarde se apeaba del tren en la estación de Tracy-Sancerre, que ya conocía muy bien. Y, mientras seguía el camino que conduce al
Hotel del Loira
, hablaba consigo mismo:

«Imaginemos que estamos en sábado, 25 de junio. Yo soy Emilio Gallet. El calor es sofocante. El hígado me duele. Y tengo en el bolsillo una carta del señor Jacob que me amenaza con revelarlo todo a la policía si no le entrego el lunes la suma de veinte mil francos en efectivo.

»Los legitimistas no permiten recoger veinte mil francos de una sola vez. El término medio de las sumas que es posible extraerles oscila entre doscientos y seiscientos francos. ¡Escasas veces mil!

»En el
Hotel del Loira
pido una habitación que dé al patio.

»¿Por qué al patio? ¿Acaso tengo miedo de ser asesinado? ¿Por quién?

Andaba con la cabeza baja, lentamente, esforzándose por ponerse en la piel del muerto.

«¿Conozco yo en realidad al señor Jacob? Hacía tres años que me hacía chantaje, tres años que yo pagaba. He preguntado al vendedor de periódicos de la esquina de la calle Clignancourt. He seguido a una mujer joven, rubia, que me ha dejado esperando delante de un inmueble con dos salidas.

»No es posible sospechar de Enrique porque no estoy al corriente de sus relaciones. Y no sé que ha reunido ya cien mil francos y que le faltan todavía quinientos mil para irse a vivir al Sur. El señor Jacob es pues un enigma oculto tras la figura del viejo vendedor de periódicos.

Esbozó un gesto similar al de un profesor que, con un borrador, borra el problema escrito en la pizarra.

Hubiese querido olvidar todos los datos y volver a empezar la investigación de la a a la z.


¡Emile Gallet era un alegre guasón! ¡Obligaba a sus compañeros a formar un equipo de fútbol
!

Pasó por delante del hotel sin entrar y llamó a la puerta principal de la casa de San Hilario. El señor Tardivon, que estaba en el umbral y a quien Maigret no había saludado, seguía sus pasos con mirada de reproche.

El inspector tuvo que esperar largo tiempo en la carretera. Al fin un criado se acercó a abrir y Maigret preguntó a quemarropa:

—¿Cuánto tiempo lleva usted sirviendo en esta casa?

—Un año. Pero. ¿Quiere usted ver al señor de San Hilario?

Éste dirigió un cordial saludo a Maigret desde una ventana de la planta baja.

—¿Entonces…? ¿Esta llave…? ¡A pesar de todo la encontraron! ¿Quiere usted entrar un momento? ¿Y la investigación?

—¿Cuánto tiempo lleva el jardinero a su servicio?

—Tres o cuatro años. ¿No quiere usted pasar?

También San Hilario estaba sorprendido por el cambio efectuado por Maigret, que tenía la expresión dura, el entrecejo fruncido y una mirada inquietante de cansancio y mala voluntad.

—Voy a hacer traer una botella y…

—¿Qué fue del antiguo jardinero?

—Es tabernero, tiene un local a un kilómetro de aquí, en la carretera de Saint-Thibault. Es un viejo canalla que hizo su agosto en mi casa antes de instalarse por su cuenta.

—Gracias.

—¿Se va usted?

—Volveré.

Dijo esto como si no pensara en ello y, preocupado, se dirigió hacia la puerta y se alejó en dirección a la carretera principal.

—¡Le hacía falta encontrar veinte mil francos inmediatamente! No intentó hacerse con esta suma sableando a sus víctimas habituales, es decir, a los propietarios de los alrededores. Sólo visitó a San Hilario. ¡Dos veces en un solo día! ¡Luego se encaramó al muro!

Se interrumpió, soltando un juramento.

—¡Voto al diablo! En este caso no entiendo por qué pidió una habitación que diese al patio. ¡Si se la hubiesen dado no hubiera podido subirse al muro!

El albergue del antiguo jardinero se alzaba cerca de una esclusa del canal lateral del Loira, y estaba lleno de marineros.

—Una información, por favor. Policía. Es acerca del crimen de Sancerre. ¿Se acuerda usted de haber visto a Emilio Gallet en casa de su antiguo patrón, cuando estaba usted en ella?

—¿Se refiere al señor Clément? Le llamaban así. ¡Ya lo creo que le vi!

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