El difunto filántropo (5 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

BOOK: El difunto filántropo
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Buscó la mirada de Enrique y le pareció obstinadamente taciturna.

—¿Tenía usted medios personales cuando se casó con Enrique Gallet?

La señora Gallet se irguió ligeramente y dijo con voz temblorosa de orgullo:

—Soy hija de Augusto Préjean.

—Perdone, pero…

—Ex secretario del último príncipe de Borbón. Director del periódico legitimista
El Sol
. Mi padre gastó hasta el último céntimo para hacer aparecer este periódico, portavoz de la justa causa.

—¿Tiene usted familia?

—Supongo que sí. No la he visto desde que me casé.

—¿No aprobaron su boda?

—Lo que acabo de decirle debiera hacerle comprender. Mi familia entera está adherida a la monarquía. Todos mis tíos han ocupado, y algunos ocupan todavía, cargos importantes. No han perdonado que me casara con un viajante de comercio.

—Cuando murió su padre, ¿no tenía usted fortuna?

—Mi padre murió un año después de mi matrimonio. Mi esposo poseía unos treinta mil francos cuando nos casamos.

—¿Y su familia?

—¡No la he conocido nunca! No quería hablarme de ella. Todo lo que sé es que tuvo una infancia penosa y que pasó varios años en Indochina.

Una leve sonrisa de desprecio se dibujaba en los labios del hijo.

—Si le hago estas preguntas, señora, es porque acabo de saber que su esposo no trabajaba para la casa Niel desde hacía dieciocho años.

—Señor…

—La información procede del propio señor Niel.

—Tal vez sería mejor, señor… —dijo el joven avanzando hacia Maigret.

—¡No, Enrique! Quiero demostrar que es falso, que no es más que una odiosa mentira. ¡Venga conmigo, comisario! ¡No faltaría más! ¡Sígame!

Estaba nerviosa por primera vez; se dirigió hacia el pasillo, donde tropezó con los montones de tela negra que enrollaban los tapiceros. De este modo condujo al policía al primer piso, le hizo atravesar una habitación con muebles de nogal en la que se veía colgado en el perchero, un sombrero de paja de Emilio Gallet y un traje de dril que debía de utilizar para pescar.

Junto a esta habitación había una pequeña estancia instalada como escritorio.

—¡Mire! Vea el muestrario. Estos horribles cubiertos, por ejemplo, de estilo «Artes Decorativas», no son de hace dieciocho años, ¿verdad? Vea el libro de pedidos que mi esposo ponía al día cada fin de mes. Fíjese en las cartas encabezadas con el nombre de la casa Niel que él recibía normalmente.

Maigret apenas prestaba atención. Estaba convencido de que tendría que volver a entrar en esta estancia y prefería impregnarse de su ambiente.

También aquí hizo un esfuerzo para situar a Emilio Gallet en el sillón móvil colocado delante de la mesa del despacho. Encima de éste había un tintero de metal blanco y una bola de cristal utilizada como pisapapeles.

A través de la ventana se veía la avenida principal de la parcelación y el techo rojo de una casa deshabitada.

Las cartas con membrete de la casa Niel estaban escritas a máquina, en un mismo tipo de letra: «Apreciado señor: Acabamos de recibir su carta correspondiente al día 15 del mes en curso y también la lista de pedidos para enero. Esperamos verle a fin de mes para saldar cuentas como de costumbre; también entonces le indicaremos a usted ciertos detalles referentes a la extensión de su campo de actividades. Cordialmente, Juan Niel».

Maigret tomó algunas de estas cartas y las deslizó en su cartera.

—¿Qué piensa usted ahora? —preguntó la señora Gallet con aire desafiante.

—¿Qué es esto?

—Nada. A mi esposo le gustaban los trabajos manuales. Esto es un antiguo reloj de bolsillo que él desmontó. En el cobertizo hay montones de cosas fabricadas por él mismo, entre otras, utensilios de pesca. Todos los meses disponía de ocho días completos para estar en casa, y su trabajo de despacho no le ocupaba más que una o dos horas cada mañana.

Maigret abrió varios cajones al azar. En uno de ellos encontró un grueso legajo de documentos con tapas rosadas que llevaba el título:
El Sol
.

—¡Son papeles de mi padre! —explicó la señora Gallet—. No sé por qué los hemos guardado. En este armario está la colección completa del periódico, hasta el último número, por el que mi padre vendió sus obligaciones.

—¿Permite usted que me lleve el
dossier
de documentos de su padre?

La señora Gallet se volvió hacia la puerta buscando la aprobación de su hijo, pero éste no había seguido la conversación.

—¿Qué puede usted sacar de ellos? Son una especie de reliquia. Si lo juzga necesario. Pero, dígame, comisario, es imposible que el señor Niel haya dicho que. ¡Y estas postales! ¡Ayer todavía recibí una! ¡Y es su letra, estoy segura! Lleva fecha de Rouen, como la anterior. ¡Lea!: «Todo sigue bien. Volveré el jueves».

Una vez más la emoción velaba levemente su voz.

—¡Casi no ha llegado a tiempo! El jueves es mañana.

De repente empezó a llorar, pero fue sólo un instante. Dos o tres sollozos. Se llevó a los labios un pañuelo bordado en negro y dijo con voz apagada:

—Vámonos de aquí.

Tuvieron que atravesar de nuevo la habitación, corriente pero de buena calidad, con su armario de luna, sus dos mesitas de noche y su alfombra persa de imitación.

En el pasillo de la planta baja, Enrique miraba a los tapiceros sin reparar en ellos mientras cargaban los doseles en una camioneta. Ni tan sólo volvió la cabeza hacia Maigret y su madre, que bajaban la escalera encerada haciendo crujir los peldaños.

Una atmósfera de desorden reinaba en la casa. La sirvienta, con una botella de vino tinto y dos vasos en las manos, entró en el salón, en el que dos hombres con bata azul arrastraban el piano.

—¡Esto no hará ningún daño! —oyeron decir a uno de ellos con voz indiferente.

Maigret sentía una impresión que no había experimentado jamás y que le desconcertaba. Le parecía que toda la verdad estaba allí, que se extendía a su alrededor. Nada de lo que veía carecía de importancia.

Pero hubiera sido preciso poder ver las cosas de una manera más clara y no a través de esta especie de niebla que las desfiguraba. Y la niebla se aferraba al ambiente, creada a la vez por esta mujer que no quería abandonarse a sus sentimientos, por Enrique, cuyo semblante alargado era más hermético que una caja fuerte, por estos doseles que abandonaban la casa, por todo, en fin, y, especialmente, por el desacomodo del propio Maigret, que se sentía desplazado.

Se avergonzaba del
dossier
rosa de documentos que se llevaba como un ladrón y cuya utilidad no podía explicar. Hubiera querido quedarse más tiempo arriba, completamente solo, en el despacho del muerto y vagar por el cobertizo donde Emilio Gallet trabajaba perfeccionando sus instrumentos de pesca.

Hubo un momento de desconcierto. Todos estaban a la vez en el pasillo. Era la hora del almuerzo y era evidente que los Gallet esperaban que el policía se marchara.

Un olor de cebolla frita salía de la cocina. La sirvienta era la más atareada.

El único recurso que les quedaba era mirar a los tapiceros, que ponían en orden el salón. Uno de ellos encontró el retrato del señor Gallet debajo de una bandeja.

—¿Puedo llevármelo? —dijo Maigret volviéndose hacia la viuda—. Tal vez me haga falta.

—Si es preciso. Tengo muy pocas fotografías de él.

—Se la devolveré, se lo prometo.

No se decidía a irse. En el momento en que los empleados trasladaban sin cuidado un jarrón enorme de porcelana, de imitación de Sèvres, la señora Gallet se precipitó hacia ellos:

—¡Cuidado! Van a golpearlo contra la puerta.

Podía observarse siempre la misma mezcla de dolor y de ridículo, de drama y de nadería que pesaba sobre los hombros de Maigret en esta casa desolada, en la que creía ver vagando silencioso, con los ojos plomizos a causa de la enfermedad del hígado, con el pecho hundido y la chaqueta mal cortada, a Emilio Gallet, al que no había conocido en vida.

Había puesto el retrato dentro del
dossier
rosa. Quedó un momento indeciso.

—Perdone, señora. Me voy. Me gustaría que su hijo me acompañase un rato.

La señora Gallet miró a Enrique con mal disimulada angustia. A pesar de su porte digno, sus ademanes mesurados y su collar de gruesas piedras negras formando tres vueltas en torno al cuello, la señora Gallet también presentía
que había algo
.

Pero el joven, indiferente, descolgó del perchero su sombrero con cinta de crespón.

Esta marcha parecía una huida. El
dossier
pesaba mucho y no era más que una envoltura de dos hojas de cartón, que amenazaba dejar caer los papeles.

—¿Quiere usted un periódico para envolverlo? —preguntó la señora Gallet.

Maigret ya había salido. La sirvienta se dirigía hacia el comedor con un mantel y unos cuchillos. Enrique andaba hacia la estación, alto, silencioso, la mirada impenetrable.

Cuando los dos hombres estuvieron a trescientos metros de la casa y los tapiceros pusieron en marcha el motor de la camioneta, el comisario dijo:

—Sólo tengo que preguntarle dos cosas: la dirección de Eleonora Boursang en París. La suya y la de la casa en que usted trabaja.

Sacó un lápiz del bolsillo y escribió sobre las tapas rosas que tenía en la mano: «Eleonora Boursang: Calle Turenne, 27. Banco Sovrinos: Bulevar Beaumarchais. Enrique Gallet: Hotel Bellevue, calle Roquette, 19».

—¿Esto es todo? —preguntó el joven.

—¡Muchas gracias! Si.

—En este caso, espero que se ocupará usted ahora del asesino.

No intentó saber el efecto producido por estas palabras. Acarició el borde del sombrero a modo de saludo y empezó a subir de nuevo por la avenida central de la parcelación.

La camioneta adelantó a Maigret poco antes de llegar a la estación.

* * *

El último detalle recogido aquel día fue por pura casualidad. Maigret llegó a la estación una hora antes de que pasara el tren. Se encontró solo en la desierta sala de espera y envuelto en una nube de moscas.

Vio llegar en bicicleta a un cartero, de cuello violáceo como el de un apoplético, que alineó sus bolsas encima de una mesa utilizada, normalmente, para depositar las maletas.

—¿Es usted quien lleva la correspondencia a «Las Margaritas»? —preguntó el comisario, a quien el cartero no había visto.

El hombre se volvió de golpe hacia él.

—¿Qué quiere usted decir?

—¡Policía! Le estoy pidiendo a usted información. ¿Recibía muchas cartas el señor Gallet?

—¡No muchas! Eran cartas de la casa en que trabajaba el infortunado, enviadas a fecha fija. Además, recibía periódicos.

—¿Qué tipo de periódicos?

—Periódicos de provincia. Especialmente de Berry y de Cher. Luego, revistas:
La vida en el campo, Caza y Pesca, La vida en el Castillo
.

El comisario se dio cuenta de que su interlocutor evitaba su mirada.

—¿Hay oficina de correos en Saint-Fargeau?

—¿Qué quiere decir?

—El señor Gallet, ¿no recibía otro tipo de cartas? El cartero se azoró inmediatamente.

—Puesto que lo sabe usted y ya que el interesado ha muerto —balbuceó—. Y, además, como no he desobedecido el reglamento. Él me había pedido tan sólo que no pusiera en el buzón algunas cartas y que las guardase hasta su regreso cuando estaba de viaje.

—¿Qué cartas?

—¡Oh! No había muchas. Apenas una cada dos o tres meses. Eran unos sobres azules, baratos. La dirección escrita a máquina.

—¿No llevaba la dirección del remitente?

—¡La dirección, no! Pero no podía equivocarme, porque detrás llevaban escrito, también a máquina: «Exp.: Sr. Jacob». ¿He hecho mal?

—¿De dónde venían las cartas?

—De París.

—¿Sabe usted de qué distrito?

—Lo miré. Pero cada vez era distinto.

—¿Cuándo llegó la última?

—Espere. Estamos a 29, ¿verdad? Miércoles. Entonces, fue el jueves por la tarde. Pero no vi al señor Gallet hasta el viernes por la mañana, cuando se iba a pescar.

—¿Y fue a pescar?

—¡No! Se volvió a su casa después de darme cinco francos, como siempre. Me ha impresionado un poco saber que lo habían asesinado. ¿Cree usted que la carta…?

—¿Se marchó aquel mismo día?

—Sí. ¡Cuidado! ¿No espera usted el tren de Melun? Acaba de silbar en el paso a nivel. ¿Hablará usted de esto?

Maigret no tuvo tiempo más que para echar a correr y lanzarse en el único vagón de primera clase.

IV
El estafador de legitimistas
1

Cuando llegó por segunda vez al
Hotel del Loira
, Maigret respondió fríamente al señor Tardivon, que le acogió con aire confidencial, le condujo a su habitación y le enseñó unos grandes sobres amarillos que habían llegado para él.

Contenían el informe del médico legalista y los procesos verbales de la gendarmería y de la policía de Nevers.

Por su parte, la policía de Rouen había mandado informes complementarios sobre la cajera Irma Strauss.

—Todavía hay más —dijo el hotelero con alegría—. El cabo brigada vino a verle a usted. Me dijo que le llamara tan pronto llegase. Por último, una mujer ha venido varias veces, sin duda a causa de la recompensa que ofreció a través del pregonero.

—¿Qué mujer era?

—Se llama Canut, es la mujer del jardinero de enfrente del
Castillo Pequeño
. Ya le hablé de él, ¿se acuerda?

—¿Y no dijo nada?

—¡No es tan tonta! Habiendo ofrecido una recompensa por la respuesta, no será ella quien se deje sacar la información, suponiendo que sepa algo. Maigret había puesto sobre la mesa la carpeta rosa y la fotografía de Gallet.

—Mande a por esa mujer y póngame en comunicación con la gendarmería.

Poco después hablaba por teléfono con el cabo brigada, que le hizo saber que, siguiendo las instrucciones recibidas, había arrestado a todos los vagabundos de diez leguas a la redonda, y que los tenía a su disposición.

—¿Hay alguno interesante?

—¡No son más que vagabundos! —se limitó a responder el gendarme.

Durante tres o cuatro minutos, Maigret quedó solo en su habitación, frente al manojo de papeles. Todavía esperaba recibir otros. Había telegrafiado a París para solicitar información sobre Enrique Gallet y su amante. Obrando al azar, había dado la voz de alerta a la policía de Orleáns para saber si en esta ciudad vivía un tal señor Clément.

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