—El diamante salió del Vaticano sólo en dos ocasiones —comentó Harry—. Una de ellas fue cuando mi padre reparó la mitra en Berlín y volvió a engastar la piedra. Los registros que llevan ustedes confirmarán que la gema que él devolvió a través de la firma de joyeros Sidney Luzzatti & Sons, de Nápoles, era este diamante, el mismo que le había sido enviado a él. En ese momento él supo que no era el Diamante de la Inquisición, que estaba en su caja fuerte. Pero en su diario describió la gema sin defectos de la mitra como si fuera el Diamante de la Inquisición, aceptando su parte de responsabilidad en una farsa de trescientos cincuenta años de antigüedad.
»La sustitución sólo pudo haber sido hecha en esa otra ocasión, alrededor de mil quinientos noventa, por otro de mis antepasados, Isaac Vitallo de Venecia, el joyero que engastó el diamante cuando la mitra estuvo hecha.
Les contó lo que había descubierto en su taller dos noches antes.
—Tal vez Vitallo era un ladrón común. Tal vez sintió que tenía motivos suficientes para hacer lo que hizo. Yo sólo sé que desde entonces mi familia guardó su secreto, y el diamante.
—Durante mucho tiempo —dijo Harrington.
Harry asintió.
—A lo largo de épocas que fueron terribles para los judíos. Es posible que les consolara haber elaborado una pequeña venganza personal.
—¿Por qué tu padre no te lo dijo?
—Esperó demasiado tiempo. Creo que había llegado a ser una vergüenza para él, un anacronismo. —Se encogió de hombros—. La venganza es un anacronismo. Ya es hora de sacarla de su escondite.
El cardenal Pesenti estaba fascinado.
—Esta piedra es incalculablemente valiosa —dijo, sosteniéndola en alto—. Por lo tanto, el diamante que Vitallo sustituyó, el auténtico Ojo de Alejandro, tiene muchísimo más valor, ¿verdad?
—Es literalmente inestimable.
—Y usted tiene la intención de devolverlo a la Iglesia —añadió enseguida el cardenal Pesenti.
—No, Eminencia.
Harry y el cardenal se sentaron y se miraron fijamente.
La atmósfera cambió ligeramente.
—Fue robada a la Santa Madre Iglesia. A usted se le ha encargado que nos devuelva esta piedra menos valiosa. Somos los propietarios legítimos del Ojo de Alejandro, ¿no es así?
—Nosotros le llamamos el Diamante de la Inquisición. Antes de que pasara a manos de la Iglesia, perteneció a un hombre que murió en la hoguera porque era judío.
En medio del silencio, Peter Harrington carraspeó.
—¡No tienes derecho, Harry! —dijo en tono áspero.
—Tengo todo el derecho. A diferencia de lo que ocurre con Jerusalén, es posible dividir la propiedad de un diamante. He tomado las medidas pertinentes para entregarlo al Museo de Israel, al Museo del Vaticano, y al Museo de Jordania, en Ammán. Será exhibido durante cinco años en cada museo, en un sistema de rotación permanente.
La boca del cardenal se había convertido en una cuchillada. Tenía la mandíbula rígida. Pero al ver que luchaba por dominar sus emociones, Harry percibió maravillado que lo que brillaba en los ojos del prelado no era la ira.
El cardenal Bernardino Pesenti asintió.
—Ya es hora.
Extendió la mano y tocó la de Harry.
—Ya es hora de cerrar las heridas, señor Hopeman —añadió.
Telefoneó a David Leslau y pasó unos prolongados y costosos minutos respondiendo a sus preguntas de entusiasmo.
Finalmente, David empezó a reír.
—Repítemelo otra vez. ¿Dónde dices que lo encontraste? ¿En un recipiente de qué? Dios mío, ahí es donde me equivoqué. Nunca se me ocurrió excavar en mi patio de Cincinnati.
En cierto modo, no disfrutó con el regocijo de Leslau.
—¿Cómo va la excavación? —logró preguntar por fin.
—Promete. Estamos encontrando todo tipo de señales. Pero nada decisivo.
—¿Qué tipo de señales?
—Te escribiré. Te enviaré un informe completo.
Intentó recuperar la rutina del trabajo. Las noticias sobre robos a museos provocaban más robos, y los tres museos querían que la publicidad sobre el Diamante de la Inquisición se realizara con suma cautela y que quedara bajo su control.
Harry aprobaba esta decisión: la publicidad era buena para los negocios, pero a ningún diamantista le gusta que su fotografía aparezca en los periódicos, exponiéndolo a los ataques.
Empezó a pasar más tiempo del necesario en la calle Cuarenta y siete, retrocediendo a sus comienzos. Al atardecer, cuando los talleres y las tiendas estaban cerrados y sólo quedaban los bichos raros de costumbre, se sentaba con ellos, tasaba sus piedras cuando se lo pedían, y escuchaba y contaba anécdotas sobre diamantes. Conoció gente a la que nunca había visto. Daba la impresión de que todos eran israelíes; en la Cuarenta y siete oyó hablar en hebreo más de lo que había oído en su vida.
Supo lo que tenía que obligarse a hacer. En la Asociación de Diamantistas conoció a una mujer que olía deliciosamente a jabón y apenas a algo más, y la invitó a comer en dos ocasiones.
Cuando le pidió que se fuera unos días de viaje con él, ella aceptó sin vacilar. Fueron hasta Pensilvania, a una posada cerca de las granjas Amish que parecían a punto para salir en una postal. Ella se estaba preparando para obtener su título de abogada en Fordham y quería que en la asociación la transfirieran de Investigación a Leyes. Le dijo sin tapujos que le gustaría que la ayudara.
Hablaba mucho del lugar que ocupaban en la industria las demandas por agravios. Su cuerpo delgado resultaba atractivo, pero su piel era pálida, lo mismo que su personalidad.
En el viaje de regreso se detuvo a comer en Newark y vio que el ángulo superior izquierdo de la portada de
The New York Times
estaba ocupado por la noticia de que hacía tan sólo unas horas, David Leslau, miembro del Hebrew Union College, había encontrado uno de los querubines del templo de Salomón.
No era un cupido. Se trataba de una figura pequeña, de unos cuarenta centímetros de altura, mezcla de ser humano y bestia, con cara de hombre, cuerpo de león y alas de águila caídas que en otros tiempos —¡y eso era lo increíble!— seguramente había ocultado el arca de la alianza.
Había sido tallada en un tipo de madera que aún no había sido identificada porque se deshacía cuando la tocaban. Alrededor de la madera había una piel de oro batido. El
Times
citaba a un metalúrgico de la Technion que calculaba que dicha capa contenía un cuatro por ciento de plata como impureza natural y que se había añadido otro diez por ciento de cobre para lograr la resistencia y rigidez. La aleación de oro era lo suficientemente pura para que casi no hubiera oxidación, aunque de la superficie se estaba retirando una película de decoloración parda que se creía que eran sales químicas. Harry sintió el impulso de coger el primer avión. Pero en lugar de hacerlo envió a Leslau un telegrama de dos palabras:
Yasher koach
. Bien hecho. Luego volvió a concentrarse en los informes del periódico.
El querubín había resultado abollado por la pala de uno de los excavadores, y un antiguo corte desigual del borde inferior demostraba que en otros tiempos había estado unido a algo, seguramente a la tapa del Arca. No se hacía mención del manuscrito de cobre ni de otras personas que hubieran trabajado en el proyecto, pero esa misma tarde Harry empezó a recibir llamadas de periodistas y escritores. Él los remitió al Hebrew Union College. Algunos días más tarde fueron revelados todos los detalles, incluida una descripción del manuscrito. Resultaba evidente que David había sido generoso, pero el
Time
hablaba de «Harry Hopeman, comerciante en diamantes y erudito aficionado». El
Newsweek
se refería a él como aficionado a la criptografía.
El U.S. News & World Report
informaba que el profesor Leslau reconocía el mérito de Tamar Strauss–Kagan, esposa del director general del Ministerio del Interior, al colaborar en la localización del
genizah
.
Se había casado.
Intentó no pensar, pero su subconsciente se negaba a renunciar a ella. Unos meses antes no habría creído en la posibilidad de semejante dolor.
AI 138 BZ LB NY NOTICIAS PERIÓDICOS APESTAN
STOP AFICIONADO COMA NO STOP MUCHO
TRABAJO EXCLAMACIÓN VEN A AYUDAR
LESLAU
Querido David:
Esto y orgulloso de que hayas encontrado tu guardián del oro. ¿Estaba realmente enterrado a veintitrés codos? Es un detalle que los artículos no mencionan.
No es necesario que te diga que tendrás que enfrentarte a varios problemas. Dudo de que exista una llave maestra para descifrar el manuscrito de cobre. Cada
genizah
tendrá que ser abordado como un rompecabezas independiente. Leí que descubriste el querubín con la cara hacia el norte. Sin duda, la otra figura está enterrada con la cara hacia el sur y el Arca está oculta en algún lugar entre los dos
genizot
. Pero el segundo querubín puede estar lejos de Ein Gedi… por ejemplo en el monte Hermon. Eso reduciría tu búsqueda a todo el maldito país.
Los chacales de la erudición intentarán desmentir la autenticidad del querubín; un «experto» ya está diciendo que se trata de una figura babilónica. Debes empezar a escribir tus informes a las sociedades de eruditos.
La cuestión es que vas a necesitar un equipo formado por los mejores especialistas. Gente eficaz. Y la verdad sea dicha, como erudito soy un aficionado que ha hecho su descubrimiento más importante en el cajón de su propio escritorio. Como comerciante soy un profesional (apellido, Hopeman; profesión, diamantista), lo que Dylan Thomas solía llamar con tanto desprecio «un maldito viajante de comercio». No es que quiera hablar mal de los muertos, pero él era un estúpido con talento. El mundo necesita comerciantes, además de poetas.
Durante un momento de tristeza e ilusión, cuando recibí tu amable telegrama, pensé que podría ir a trabajar para ti el verano próximo. Pero alguien tiene que cuidar de la tienda, y el verano que viene le enseñaré a mi hijo a pulir diamantes.
Espero ansiosamente veros a los dos cuando vengáis a Nueva York. Hasta entonces, dale mis recuerdos a Rakhel.
Tu amigo,
H
ARRY
Le resultaba difícil olvidar. En una frutería de Madison Avenue vio unas manzanas largas y estrechas de diseño Modigliani, con la piel de arrebolada porcelana amarilla, exactamente iguales a las que aparecían en la placa de hojalata de la granja del druso, en Majdal Shams.
Cuando le preguntó a la empleada, lo único que supo decirle fue que eran turcas. Pero en el almacén conocían la variedad. Kandil Sinap. Incluso el nombre le gustó. Llamó a Cornell, y un especialista le dijo que era difícil conseguirlas en el estado de Nueva York, y le dio las señas de un vivero de Michigan en el que podría comprar patrones para injertos enanos. Harry encargó tres árboles para plantarlos en su huerto esa primavera.
Una mañana, mientras subía por Park Avenue, vio a Tamar. Los gobiernos siempre enviaban funcionarios al extranjero. Y los funcionarios viajaban con sus esposas.
Se zambulló entre la multitud y se abrió paso a empujones. Volvió a verla: era Tamar. Estuviera donde estuviese, toda su vida recordaría esa forma de caminar. «¡Eres alta como una palmera, y qué maravillosos son tus pasos en sandalias, oh, hija del príncipe!».
Ella se detuvo a mirar los vestidos de un escaparate y él se acercó desde atrás, le tocó el brazo y pronunció su nombre. Una mujer de rostro moreno a la que jamás había visto lo observó en silencio durante un momento y se alejó.
Se sentaron en la primera fila de la sinagoga. Della tenía guardadas algunas sorpresas: le había permitido a Jeff nombrar a las personas que recibirían los honores, y Saúl Netscher fue llamado a recitar las bendiciones del patriarca en lugar de sus difuntos abuelos. Harry sólo sintió un enorme placer cuando él mismo fue llamado. Los nervios empezaron con la
haftorah
, pero su hijo cantó la historia de Gog y Magog ardiente y dulcemente, como si en ello le fuera la vida. En la mitad de la ceremonia, la mano de Harry buscó la de Della. Qué demonios, Walter Lieberman no estaba. Siguieron cogidos de la mano, incluso cuando el rabino les pidió que se pusieran de pie y repitieran la oración: «Bendito seas, oh, Señor, Rey del universo, que nos has mantenido con vida, nos has sustentado, y nos has permitido llegar a este día feliz».
Por la mañana, Jeff lo despertó temprano y cogieron la caña de pescar nueva y fueron al río. Bajaron hasta las rocas y Jeff ató un gallardete rojo y blanco. Tenía el viento a su espalda, y cuando echó el anzuelo por segunda vez alcanzó una buena distancia. El río estaba empañado. Un animal pequeño —¿un zorro?— recorría la orilla opuesta; Harry no sabía que su hijo lo había visto.
—Pum —dijo suavemente el chico, y se echó a reír.
—Qué día fantástico el de ayer —comentó.
—Hmmm… —Jeff retiró el sedal—. ¿Sabes qué es lo que no entendí? ¿Por qué fuiste llamado a la
Torah
en segundo lugar?
—Yo pertenezco a la tribu de Leví.
—¿La tribu? ¿Quieres decir como los indios?
—Exactamente, como los indios. —Le explicó que las doce tribus originales habían quedado reducidas a tres—. Los kahanes, descendientes de los sacerdotes, son citados primero. Luego los levitas, cuyos antepasados eran oficiales, poetas y músicos del templo. Y luego los israelitas; todas las otras tribus se fundieron en una sola.
Jeff volvió a arrojar el sedal.
—¿Cómo sabes que eres un levita?
—Mi padre me lo dijo. Su padre se lo dijo a él.
—¡Eh! —Jeff sacó un pez, que enseguida se le escapó. Poco después volvió a picar otro. Esta vez levantó el extremo de la caña y dejó que el pequeño pez se cansara.
—Tiene un buen tamaño, ¿no te parece?
—Lo prepararemos para la comida.
—Yo se lo diré a mi hijo. —El chico le pasó el pez. Durante un instante lo sostuvieron entre ambos, sintiendo su cuerpo duro, frío y vivo, casi como si fuera un rito.
—Eso espero —repuso Harry.
En noviembre llegó una carta en la que le solicitaban que remitiera un depósito a la Corporación del Diamante por el siguiente envío, y le indicaban las fechas en las que tendrían que ser recibidos los depósitos durante el año siguiente. Eso significaba que lo habían seleccionado para suceder a su padre como miembro de los Doscientos Cincuenta. Nunca supo por qué la decisión no se había tomado antes, ni sobre qué base se habían decidido finalmente por él, pero sí sabía que a partir de entonces su vida estaría marcada por la llegada de paquetes desde Londres, por correo regular, diez veces al año.