Read El décimo círculo Online

Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (9 page)

BOOK: El décimo círculo
6.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ella abrió la boca para hablar, pero apretó de nuevo los labios y negó con la cabeza.

—Puedes contármelo —dijo Daniel, cogiéndola entre los brazos como si fuera pequeña otra vez.

Tenía las manos entrelazadas, como un corazón que hubiera rebasado sus límites.

—Papá —susurró—. Me ha violado.

2

Ella le había devuelto el beso. Debían de haberse quedado dormidos un rato, pues cuando Trixie se despertó él estaba inclinado sobre ella y la besaba en el cuello. Ella había sentido que la piel, le ardía, en el lugar en que él la había tocado.

Volvió de golpe al presente cuando su padre alargó la mano hacia el salpicadero para encender la calefacción.

—¿Tienes calor?

Trixie negó con la cabeza.

—No, está bien así. —Pero no estaba bien, ya no, no a largo plazo.

Daniel hizo girar de nuevo el botón. Ésa era la pesadilla que clavaba sus largos colmillos en el cuello de todos los padres. «A tu hija le han hecho daño. ¿Cuánto tiempo te llevará aliviarle el dolor?».

«¿Y si no eres capaz?».

Más allá del chirrido de los neumáticos oía el nombre que no podía quitarse de la cabeza desde el momento en que había encontrado a Trixie en el baño.

«¿Quién te ha hecho daño?».

«Jason. Jason Underhill».

En un torbellino de pura furia, Daniel había cogido lo primero que había encontrado a mano (una jabonera) y la había arrojado contra el espejo del lavabo. Trixie se había puesto a gritar, y temblaba de forma tan violenta que le había costado cinco minutos hacer que se calmara. No habría sabido decir a quién le había sorprendido más aquel arranque de ira, si a Trixie, que nunca le había visto así, o al propio Daniel, que ya no lo recordaba. Después había puesto sumo cuidado al plantearle a su hija las preguntas. No porque no quisiera hablar con ella, sino porque tenía miedo de oír las respuestas y más miedo aún de volver a incurrir en una reacción equivocada. Nadie le había explicado jamás cuál era el protocolo para esos casos. Aquello superaba el concepto de confortar, de cuidar de los hijos. Se trataba de transformar toda la rabia que sentía en aquellos momentos, que habría bastado para lanzar una bocanada de fuego y hacer volar el parabrisas, en palabras que pudieran aplicarse como un bálsamo, un alivio invisible para unas heridas demasiado grandes.

Daniel dio de pronto un brusco frenazo. El camión de troncos que tenían delante zigzagueaba invadiendo la línea divisoria de la carretera.

—Va a matar a alguien —dijo Daniel, y Trixie pensó: «Que sea a mí».

Tenía una sensación de insensibilidad de cintura para abajo, como si fuera una sirena atrapada en el hielo.

—¿Estará allí mamá?

—Espero que sí, cielo.

Fue después de que su padre la arropara en una manta y la acunara y le dijera que iba a llevarla al hospital, mientras Trixie seguía llorando mansamente pidiendo que viniera su madre, cuando su padre tuvo que confesarle que Laura no estaba en casa. «Pero si son las tres y media de la mañana —había dicho Trixie—. ¿Dónde está?». Durante un segundo, el dolor dejó de pertenecer a Trixie: fue de Daniel, pero entonces él fue a buscar otra manta y, en ese momento, Trixie se había dado cuenta de que ella no era la única víctima esa noche.

El camión de troncos giró bruscamente a la izquierda. «¿Q
UÉ TAL VOY
?», se leía en la pegatina que llevaba enganchada al portón trasero, de esas que animan a los motoristas a llamar a un número 800 para denunciar la conducción temeraria. «Yo voy bien —pensó Daniel—. Estoy sano y entero, y a mi lado la persona que más quiero en este mundo se ha roto en mil pedazos».

Trixie observó el lateral del camión cuando su padre aceleró y lo adelantó con la bocina apretada a fondo. Sonó demasiado fuerte a esas horas de la mañana. Pareció como si rasgara el cielo por la mitad. Ella se tapó los oídos, pero aun así la oyó, como un grito que surgiera de dentro.

Al volver al carril derecho de la carretera, Daniel miró fugazmente a Trixie, hecha un ovillo en el asiento del acompañante. Estaba pálida, se tapaba las manos con las mangas. Daniel apostó a que ni siquiera debía de ser consciente de que estaba llorando.

Había olvidado coger el abrigo y Daniel comprendió que era culpa de él. Tendría que habérselo recordado. Y él debería haber cogido el suyo también.

Trixie percibía el peso de la preocupación de su padre. ¿Quién podía saber que las palabras que nunca llegas a pronunciar pueden calar tan hondo? Sin saber por qué se acordó de cuando tenía once años y rompió la bandeja de caramelos de cristal, una reliquia familiar que había pertenecido a la abuela de su madre. Había recogido todos los trozos y los había pegado perfectamente, sin que se notara la menor juntura… pero aun así no había sido capaz de engañar a su madre. Imaginó que lo mismo podía aplicársele a ella en ese momento.

Si ése hubiera sido un día normal, pensó Daniel, a esa hora estaría levantando a Trixie para que fuera al instituto. A veces le gritaba cuando ella estaba demasiado rato en el baño peinándose, diciéndole que llegaría tarde. Él le ponía en la mesa un cuenco para el desayuno y ella lo llenaba de cereales.

Desde el momento en que todo había acabado hasta el momento en que había entrado en casa, Trixie sólo había dicho una palabra, pronunciada al bajarse de su coche: «Gracias».

Daniel vio alejarse el camión de troncos por el espejo retrovisor. El peligro llegaba con distintas presentaciones, en momentos diferentes a lo largo de una vida. Podías asfixiarte con un grano de uva o una canica. Caerte de un árbol demasiado alto. Había cerillas, patinetes y cuchillos de cocina olvidados encima del mármol. Daniel había llegado a obsesionarse pensando en el día en que Trixie tendría edad para conducir. Por mucho que pudiera enseñarle a ser la conductora más prudente del planeta, de lo que no podía responder era de esos camioneros imbéciles que llevaban tres días sin dormir y que podían pasarse un semáforo en rojo. Él no podía impedirle a un borracho que se tomara una última copa antes de ponerse al volante de su coche para volver a casa.

Por la ventana del acompañante, Trixie contemplaba pasar el paisaje sin que en su mente quedara registrada una sola de las imágenes. No podía dejar de preguntarse: si ella no le hubiera besado también a él, ¿habría sucedido?

El teléfono sonó diez veces en el despacho de Laura, un habitáculo del tamaño de un armario ropero, pero Daniel era incapaz de colgar. Lo había intentado todo, había probado en todas partes. Laura no contestaba al teléfono en su despacho, no estaba en casa y en el móvil saltaba el contestador automático. Se había desconectado, con toda intención.

Daniel habría justificado a su esposa en lo que a él se refería, pero no podía hacer lo mismo con respecto a Trixie. Porque por primera vez en su vida, no creía poder ser todo lo que su hija necesitaba en aquellos momentos.

Maldijo en voz alta y llamó una vez más al despacho de Laura para dejar un mensaje.

—Soy Daniel. Son las cuatro de la mañana. He traído a Trixie al Stephens Memorial, está en la sala de urgencias. La han… violado esta noche. —Vaciló unos instantes—. Ven, por favor.

Trixie se preguntaba si así era como te sentías cuando te disparaban. Si, incluso después de que la bala hubiera atravesado la carne y el hueso, te ves a ti misma con distanciamiento, evaluando los daños, como si no te hubieran disparado a ti, sino a otra persona de la que te han pedido que informes. Se preguntó si la insensibilidad se contaba entre las dolencias crónicas.

Mientras estaba allí sentada, esperando a que su padre volviera del servicio, Trixie catalogó cuanto la rodeaba: el chirrido de los zapatos blancos de la enfermera, el traqueteo apremiante de un carrito con ruedas empujado sobre el suelo de linóleo, los bloques de hormigón de color verde submarino de las paredes y las formas de ameba de las sillas en las que les habían dicho que esperaran. El olor a ropa blanca, metal y a miedo. Detrás de la enfermera colgaba una guirnalda y calcetines navideños, como añadido de última hora a un árbol de Navidad que estaba junto a la bandeja con los historiales de los pacientes. Trixie no sólo reparaba en todas esas cosas, sino que las asimilaba, y decidió que ya estaba lo bastante saturada de sensaciones como para compensar los treinta minutos que su conciencia había permanecido bloqueada.

Se dio cuenta, con un sobresalto, de que ya había empezado a dividir su vida en un antes y un después.

«Hola, has llamado a Laura Stone —dijo su voz—. Déjame un mensaje y te llamaré cuando vuelva».

«Déjame».

«Cuando vuelva».

Daniel colgó una vez más y volvió al hospital, donde estaba prohibido hablar por el móvil. Pero, cuando entró de nuevo en la zona de espera, Trixie no estaba. Se acercó a la enfermera.

—¿En qué habitación está mi hija, Trixie Stone?

La enfermera alzó la vista.

—Lo siento, señor Stone. Ya sé que es un caso con prioridad, pero andamos cortos de personal y…

—¿Es que no la han llamado? —dijo Daniel—. ¿Dónde está entonces?

Sabía que no tenía que haberla dejado sola, sabía, incluso cuando ella había asentido con la cabeza al preguntarle si podía dejarla un momento, que no le había escuchado. Se alejó del mostrador en forma de herradura, y cruzó las puertas batientes de la sala de urgencias, llamando a Trixie en voz alta.

—Oiga —dijo la enfermera, poniéndose de pie—, ¡no puede entrar ahí!

—¿Trixie? —gritaba Daniel, mientras los pacientes se volvían a mirarle desde sus cubículos separados por cortinas, con la cara pálida, ensangrentada o enfermiza—. ¡Trixie!

Un celador le agarró del brazo, pero él se zafó del corpulento individuo. Dobló una esquina y tropezó con un residente con su fantasmal bata blanca antes de encontrarse sin salida al final del pasillo. Giró en redondo y siguió llamando a Trixie, hasta que, entre los espacios de las letras de su nombre, oyó a Trixie llamándole a él.

Siguió el hilo de voz a través del laberinto de corredores hasta que por fin la vio.

—Estoy aquí —le dijo, y ella se volvió hacia él y rompió a llorar.

—Me había perdido —sollozó contra su pecho—. No podía respirar. Me miraban.

—¿Quiénes?

—Toda esa gente de la sala de estar. Me miraban y se preguntaban qué problema había conmigo.

Daniel la tomó de las dos manos.

—No hay ningún problema contigo —le dijo; una primera mentira que abrió una fisura en su corazón.

BOOK: El décimo círculo
6.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Heart of Ice by Lis Wiehl, April Henry
Eye of the Tiger by Crissy Smith
Adored by Tilly Bagshawe
Habits of the House by Fay Weldon
For Now, Forever by Nora Roberts
Treasure Hunt by Sally Rippin
Box Set: The ArringtonTrilogy by Roxane Tepfer Sanford
King of Clubs by Cheyenne McCray
Doña Luz by Juan Valera