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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (8 page)

BOOK: El décimo círculo
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Trixie se enjugó la boca con la mano temblorosa y se sentó en los escalones de la entrada. Algo más lejos se cerró de golpe la puerta de un coche. Oyó una voz que aún seguía acosándola cada vez que se iba a dormir:

—Vamos, Moss. Es una novata. ¿Por qué no lo dejamos ya por esta noche?

Trixie se quedó mirando la acera hasta que apareció Jason, su silueta recortada contra el halo de una farola mientras caminaba junto a Moss en dirección a la puerta de la casa de Zephyr.

Ella giró en redondo, sacó el lápiz de labios del bolsillo y se dio una nueva capa de carmín que brilló en la oscuridad. Parecía cera, una máscara, como si nada de todo aquello fuera real.

Laura había llamado para decir que, ya que estaba en el campus, iba a quedarse a corregir unos exámenes. Quizá pasase la noche en el despacho.

«¿Y por qué no te traes el trabajo a casa? —le había dicho Daniel cuando lo que habría deseado preguntarle era—: ¿Por qué la voz te suena como si hubieras estado llorando?».

«No, adelanto más aquí —le había contestado Laura, cuando lo que en realidad habría querido decir era—: Por favor, no hagas preguntas. ».

«Te quiero», dijo Daniel, pero Laura no.

Cuando tu pareja falta, la cama no es la misma. Hay un vacío en el otro lado, un agujero negro, al que no puedes acercarte demasiado al darte la vuelta si no quieres caer en un abismo de recuerdos. Daniel estaba tendido boca arriba con el cobertor hasta la barbilla; la pantalla verde del televisor aún brillaba.

Siempre había pensado que si alguna vez alguien engañaba a alguien en ese matrimonio, sería él. Laura nunca había hecho nada que se saliera de los cauces habituales, ni siquiera le habían puesto jamás una maldita multa de tráfico. Por otra parte, él tenía un largo historial de mala conducta gracias al cual seguramente habría dado con sus huesos en la cárcel de no haberse enamorado. Daba por sentado que era posible ocultar la infidelidad, como una arruga en una prenda de vestir que escondes debajo del cinturón o en el puño de la manga, una tara que sabes que existe pero que es posible escatimarle al público. Sin embargo, el engaño tiene un olor propio, que se quedaba adherido en la piel de Laura incluso después de salir de la ducha. A Daniel le costó un poco identificar ese penetrante olor a limón por lo que era: una tardía e inesperada confidencia.

Algunas noches atrás, durante la cena, Trixie les había leído un problema de lógica de los deberes de psico: «Una mujer asiste al funeral de su madre. Allí coincide con un hombre al que no conoce ni ha visto nunca, pero que cree que es su pareja ideal. Sin embargo, y a causa de las circunstancias, olvida pedirle el teléfono y no tiene medio de encontrarle. Al cabo de unos días, la mujer mata a su hermana. ¿Porqué?».

Laura respondió que la hermana debía de estar liada con el hombre. Daniel sugirió que podía set algo relacionado con la herencia. «Os felicito —les había dicho Trixie—, ninguno de vosotros es un psicópata». El motivo por el que había matado a su hermana es que así tenía la esperanza de que el tipo se presentase también a ese funeral. La mayoría de los asesinos en serie a los que se les había planteado la cuestión habían dado la respuesta acertada.

Sólo más tarde, cuando estaba acostado en la cama con Laura profundamente dormida a su lado, se le había ocurrido a Daniel una explicación diferente. Según Trixie, la mujer se había enamorado en el funeral. Y, como cualquier excitante, el amor cambia la ecuación. Agrega más amor y una persona puede cometer cualquier locura. Agrégale más amor aún y los límites entre lo que está bien y lo que está nial están llamados a desaparecer.

Eran las dos y media de la mañana y Trixie estaba echándose un farol.

Para entonces la fiesta había decaído. Sólo quedaban cuatro personas: Zephyr y Moss, y Trixie y Jason. Trixie se las había arreglado para escaquearse del juego del Arco Iris jugando a cartas en la cocina con Moss y Jason. Cuando Zephyr la vio allí, se la llevó aparte, furiosa. ¿Por qué era Trixie tan mojigata? ¿No se trataba esa noche de poner celoso a Jason? Así que Trixie había vuelto con decisión a la cocina y les había propuesto a Moss y Jason jugar los cuatro al
strip poker
.

Llevaban jugando el tiempo suficiente para que las apuestas fueran importantes. Jason se había retirado hacía poco. Estaba apoyado en la pared, con los brazos cruzados, viendo el desarrollo del juego.

Zephyr mostró las cartas con un gesto exagerado: doble pareja de treses y jotas. En el sillón frente a ella, Moss daba golpecitos en la mano, sonriendo.

—Yo tengo una escalera.

Zephyr se había despojado ya de los zapatos, las medias y los pantalones. Se puso de pie y comenzó a quitarse la camiseta. Se acercó a Moss en sujetador, le enrolló la camiseta alrededor del cuello y le besó tan lentamente que la pálida piel de la cara del chico se volvió rosa.

Cuando volvió a sentarse, miró a Trixie como diciendo: «¿Lo ves? Así tienes que hacerlo tú».

—Baraja otra vez —dijo Moss—. Quiero ver si es rubia auténtica.

Zephyr se volvió hacia Trixie.

—Baraja otra vez. Quiero ver si es tío auténtico.

—Eh, Trixie, ¿y tus cartas? —preguntó Moss.

La cabeza de Trixie giraba como una noria, pero aun así sentía los ojos de Jason clavados en ella. Quizá era ahora cuando se suponía que debía entrar a matar. Miró a Zephyr, buscando una pista, pero estaba demasiado ocupada con Moss para prestarle atención.

«Oh, Dios mío, qué idea».

Si el objetivo de esa noche era poner celoso a Jason, la forma más segura de conseguirlo era provocar a su mejor amigo.

Trixie se levantó y se dejó caer en el regazo de Moss. Él la rodeó con los brazos, mientras ella tiraba las cartas en la mesita del café: el dos de corazones, el seis de diamantes, la reina de tréboles, el tres de tréboles, el ocho de picas. Moss se echó a reír.

—Trixie, son las peores cartas que he visto en mi vida.

—Es verdad, Trix —dijo Zephyr con la mirada fija—, lo estás pidiendo.

Trixie la miró. ¿Ella sabía, o no lo sabía acaso, que la única razón de que estuviera flirteando con Moss era poner celoso a Jason? Pero antes de poder telegrafiar el mensaje con algún tipo de percepción extrasensorial, Moss hizo chasquear la tira del sujetador.

—Me parece que has perdido —dijo sonriendo, arrellanándose en el sofá, dispuesto a ver cuál era la prenda de ropa que iba a quitarse.

A Trixie sólo le quedaban el sujetador negro, la venda y los jeans de cintura baja, que llevaba sin ropa interior. No tenía pensado desprenderse de ninguna de esas prendas, sino que pensaba quitarse los pendientes. Pero, al llevarse la mano izquierda al lóbulo, se dio cuenta de que había olvidado ponérselos. Los dorados aretes descansaban en el tocador de su habitación, en el lugar exacto donde los había dejado.

Trixie se había despojado ya del reloj, del collar y del pasador del pelo. Incluso había cortado la pulsera tobillera de macramé. Sintió cómo el rubor le subía por los hombros, sus desnudos hombros, hasta la cara.

—Me retiro.

—No puedes retirarte después de perder —dijo Moss—. Las reglas son las reglas.

Jason se apartó bruscamente de la pared y se acercó a los demás.

—Dale un respiro, Moss.

—Mejor sería darle otra cosa…

—Yo estoy fuera —dijo Trixie con una voz que rozaba el pánico. Mantenía las manos cruzadas sobre el pecho. El corazón le latía con tal fuerza que le parecía que le iba a saltar en la palma de la mano. De repente todo aquello le pareció peor aún que el Arco Iris, pues el anonimato se había esfumado. Ahora, si se comportaba como una zorra, todos la conocerían por su nombre.

—Yo me quitaré una prenda en su lugar —propuso Zephyr, inclinándose hacia Moss.

Pero en aquel momento, Trixie miró a Jason y recordó el motivo principal por el que había acudido a la fiesta de Zephyr. «Vale la pena, —pensó—, si con ello le recupero».

—Lo haré —dijo—. Pero dadme un segundo nada más.

Volviéndose de espaldas a los otros tres, dejó que el sujetador le cayera resbalando por los brazos y sintió los pechos libres. Respiró profundamente y se dio media vuelta.

Jason estaba mirando al suelo. Pero Moss sostenía en alto su teléfono móvil y, antes de que Trixie pudiera entender por qué, le había sacado una foto.

Ella se abrochó el sujetador de nuevo y se abalanzó en pos de] móvil.

—¡Dame eso!

Él lo guardó en los pantalones.

—Ven a buscarlo, monada.

De repente sintió que la apartaban con fuerza de encima de Moss. El ruido del puño de Jason golpeando a Moss le hizo encogerse.

—¡Dios, para ya! —gritó Moss—. Creía que habías dicho que habías terminado con ella.

Trixie recuperó su blusa, deseando que fuera de franela o de terciopelo y pudiera taparla por completo. Cubriéndose con ella, bajó corriendo al baño del vestíbulo. Zephyr la siguió, se metió con ella en el cuartito y cerró la puerta.

Temblorosa, Trixie metió las manos en las mangas de la blusa.

—Diles que se vayan.

—Pero si ahora es cuando empezaba a ponerse interesante —dijo Zephyr.

Trixie levantó la vista, pasmada.

—¿Qué?

—Vamos, Trixie, por el amor de Dios. Tiene un móvil con cámara, y qué, vaya una cosa. Te ha gastado una broma y ya está.

—¿Por qué te pones de su parte?

—¿Y tú por qué te pones tan gilipollas?

Trixie notó cómo las mejillas se le encendían.

—Todo esto ha sido idea tuya. Me dijiste que si hacía lo que tú decías, Jason volvería conmigo.

—Sí, claro —le espetó Zephyr—. Entonces, ¿por qué estabas todo el rato encima de Moss?

Trixie se acordó de los clips encadenados en la mochila de Zephyr. Los rollos al azar no eran al azar, por mucho que una quisiera engañarse a sí misma. O a tu mejor amiga.

Se oyó un golpe en la puerta antes de que Moss la abriera. Tenía el labio partido y una magulladura sobre el ojo izquierdo.

—Oh, Dios mío —dijo Zephyr—. Pero mira lo que te ha hecho.

Moss se encogió de hombros.

—Peor fue un día en una pelea con el equipo.

—Creo que deberías tumbarte —dijo ella—. Preferentemente conmigo. —Y sacó a Moss del lavabo y se lo llevó escalera arriba sin mirar atrás.

Trixie se sentó sobre la tapa de la taza del retrete y se llevó las manos a la cara. Oyó que apagaban la música. Le latían las sienes y también el brazo en el que se había hecho los cortes. Tenía la garganta seca como un trozo de cuero. Cogió una lata medio vacía de coca-cola que alguien había dejado encima del lavabo y se la bebió. Quería irse a casa.

—Hey.

Al levantar la vista, Trixie se encontró con la mirada de Jason.

—Creía que te habías ido.

—Sólo quería estar seguro de que estabas bien. ¿Quieres que te lleve a casa?

Trixie se secó los ojos y se le quedó vina mancha de rímel en el dorso de la muñeca. Le había dicho a su padre que se quedaría a dormir, pero eso era antes de pelearse con Zephyr.

—Eso sería genial —dijo, y se puso a llorar.

Él la ayudó a incorporarse y la sostuvo entre los brazos. Después de esa noche, después de todo lo que había pasado y de lo estúpida que había sido, lo único que quería era un lugar donde encajar. Todo lo que hacía referencia a Jason le parecía bien, desde la temperatura de su piel hasta la forma en que su pulso se acoplaba al suyo. Al volver la cara hacia el hueco de su cuello, le apretó los labios sobre la clavícula: no era un beso ni dejaba de serlo.

Se lo pensó dos veces antes de levantar el rostro y acercarlo al de él. Se obligó a recordar lo que había dicho Moss: «Yo creía que habías terminado con ella».

Cuando Jason la besó, sabía a ron y a indecisión. Ella le besó a su vez, hasta que la habitación empezó a darle vueltas, hasta que ya no pudo recordar cuánto tiempo había pasado. Habría deseado quedarse así para siempre. Quería que el mundo creciera a su alrededor, como una montaña en medio del paisaje en la que sólo florecieran las violetas.

Trixie dejó reposar la frente contra la de Jason.

—No tengo que volver a casa si no quiero —dijo.

Daniel estaba soñando con el infierno. Había un lago de hielo y una franja de tundra. Un perro atado a una barra de acero, con el hocico metido en un plato de sopa de pescado. Había una montaña de nieve derritiéndose, que revelaba envoltorios de caramelos, latas vacías de pepsi, un juguete roto. Oyó el sonido hueco de una pelota de baloncesto sobre la impoluta pasarela de listones de madera y el roce de una lona verde contra el asiento de la motonieve que cubría. Vio una luna que salía muy tarde en lo alto del cielo, como un borracho remiso a abandonar la mejor silla del bar.

Al oír el ruido del choque, se despertó de inmediato y se encontró aún solo en la cama. Eran las tres y treinta y dos de la madrugada. Fue hasta el vestíbulo, pulsando los interruptores de las luces a su paso.

—Laura —llamó—, ¿eres tú?

Sentía el suelo de madera frío bajo sus pies desnudos. Abajo no parecía que hubiera nada anormal, aunque cuando llegó a la cocina estaba casi convencido de que estaba a punto de encontrarse cara a cara con un intruso. Se apoderó de él un viejo recelo, el recuerdo de una reacción muscular de pelea o de huida que creía largo tiempo olvidado.

No había nadie en el sótano, ni en el lavabo de abajo ni en el comedor. El teléfono reposaba silencioso en su base en la sala de estar. Fue al registrar el guardarropa cuando se dio cuenta de que Trixie debía de haber vuelto a casa antes de lo esperado: allí estaban su abrigo y sus botas, arrojadas de una patada sobre el suelo de ladrillo.

—¿Trixie? —llamó en voz alta, subiendo de nuevo la escalera.

Pero Trixie no estaba en su habitación y, al probar en el baño, la puerta estaba cerrada por dentro. Daniel llamó con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. Descargó todo su peso contra la jamba hasta que la puerta cedió.

Trixie estaba temblando, acurrucada en el hueco entre la pared y el compartimento de la ducha.

—Tesoro —dijo él, hincando una rodilla en el suelo—. ¿Te encuentras mal?

Pero entonces Trixie se volvió con lentitud, como si él hubiera sido la última persona con quien esperaba encontrarse. Tenía los ojos ausentes, ribeteados de rímel. Llevaba puesto algo negro y transparente, rasgado por el hombro.

—Oh, papá —dijo, y se echó a llorar.

—Trixie, ¿qué te ha pasado?

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