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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (11 page)

BOOK: El décimo círculo
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Su rabia la sorprendió. Tal vez nada de todo aquello fuera culpa de su madre, pero Trixie fingió que lo era. Porque lo que se esperaba de una madre era que protegiera a su hija. Porque si estaba enfadada, no podía estar asustada al mismo tiempo. Porque si era error de su madre, entonces no podía ser suyo.

Laura abrazaba a Trixie con tanta fuerza que no había espacio para la duda entre ambas.

—Lo superaremos —le prometió.

—Lo sé —contestó Trixie.

Las dos mentían, y Trixie pensó que quizá era así como iban a ser las cosas a partir de entonces. Después de un desastre, la última cosa que se debe hacer es hacer explotar otra bomba; es mejor pasar sobre los escombros y decirte a ti mismo que no ha sido tan malo como parecía. Trixie se mordió el labio inferior. Después de esa noche, ya no podría seguir siendo una niña. A partir de entonces, en su vida ya no había espacio para la sinceridad.

Daniel estaba enormemente agradecido de que le hubieran encomendado una tarea. Trixie necesitaría ropa para cambiarse, le había dicho Janice. Le preocupaba no volver a tiempo, antes de que el reconocimiento hubiera acabado, pero Janice le había asegurado que aún tardarían un rato.

Condujo el coche del hospital a casa tan de prisa como el viaje de ida, por si acaso.

Cuando llegó a Bethel era ya de día. Pasó junto a la pista de hockey y vio salir de ella una corriente constante de pequeños benjamines, cada uno de ellos seguido por un padre sherpa acarreando una bolsa de deporte exageradamente grande. Pasó junto a un hombre mayor que patinaba sobre el hielo de la entrada de su casa en zapatillas, esforzándose por agarrar el periódico. Sorteó los remolques de los cazadores, que habían comenzado la caza invernal de venados.

Con la precipitación se había olvidado de cerrar con llave. Seguía también encendida la luz de la campana de la cocina, que había dejado la noche anterior por si Laura volvía tarde, aunque en ese momento la luz inundaba la cocina entera. Daniel apagó la luz de la campana y subió a la habitación de Trixie.

Años atrás, cuando ella le había dicho que quería volar como los hombres y las mujeres de los dibujos de sus cómics, él le había proporcionado un cielo donde hacerlo. El techo y las paredes de la habitación de Trixie estaban cubiertos de nubes; el suelo de madera maciza era un remolino etéreo de cirros. Ella había crecido, pero esos murales no se le habían quedado pequeños. Eran como un halago para ella, una chica demasiado vibrante para estar encerrada entre cuatro paredes. Pero en ese momento, bajo aquellas nubes que habían tenido siempre una apariencia tan liberadora, sentía que se caía. Buscó un anclaje agarrándose a los muebles, y fue así de la cama al tocador y de éste al armario.

Intentó recordar qué era lo que le gustaba ponerse a Trixie los fines de semana cuando nevaba y la única tarea en la lista de cosas pendientes era leer el periódico del domingo y dormitar en el sofá, pero no era capaz de visualizar otra cosa que la ropa que llevaba puesta cuando la había encontrado la noche anterior. Hermosura sobre hermosura, eso era lo que había dicho Laura un día cuando Trixie y Zephyr eran niñas, y tras pasar por su tocador, bajaron la escalera con la pinta de las peores prostitutas de Combat Zone. Se acordó también de una vez en que habían aparecido con los labios pálidos como cadáveres y le habían preguntado a Laura por qué tenía lápiz de labios blanco. «Eso no es pintalabios —les había dicho ella—, riendo, es corrector. Sirve para disimular granos y ojeras, cualquier cosa que no quieras que vean los demás. ». Trixie se había limitado a negar con la cabeza: «Pero ¿por qué no vas a querer que los demás te vean los labios?».

Daniel abrió un cajón del tocador y cogió una camisa con mangas acampanadas, tan pequeña que a Trixie debía haberle venido bien cuando tenía ocho años. ¿Se la había puesto alguna vez?

Daniel se sentó en el suelo, dejándose caer, con la camisa en las manos, preguntándose si todo aquello era culpa suya. Le había prohibido a Trixie comprar determinada ropa, como los pantalones que se había puesto la noche anterior, y que debía haberse comprado a escondidas. Era el tipo de ropa que se veía en las revistas de moda, una ropa que enseñaba tanto que rozaba la pornografía, en opinión de Daniel. Las mujeres veían esos anuncios y querían tener un aspecto semejante; los hombres las veían y deseaban a mujeres que tuvieran ese aspecto, y lo más triste de todo era que la mayoría de esas modelos no eran mujeres en realidad, sino chicas de una edad cercana a la de Trixie.

Chicas que para ir a una fiesta se ponían cosas que les parecían sexis, sin considerar lo que podía significar que se encontraran con un tipo que creyese lo mismo.

Daniel había dado por sentado que alguien que duerme aún con ositos de peluche no lleva tanga, pero ahora se le ocurría pensar que mucho antes de que ningún dibujante de cómic concibiera
Copycat
o
The Changeling
o
Mystique
, los maestros de la transformación existían bajo la forma de adolescentes. En determinado momento podías encontrarte a tu hija cogiendo de la cocina una bandeja del horno para utilizarla como trineo en el patio de atrás, y al cabo de un minuto mandándose mensajes con un chico. Primero puede venir a darte un beso para desearte las buenas noches e instantes después te dice que te odia y que no puede esperar más para largarse a la universidad. O se pone el maquillaje de su madre y al cabo de un minuto se compra ya el suyo propio. Trixie había pasado de la niñez a la adolescencia y viceversa con tal facilidad que la línea entre ambas se había difuminado, de una forma tan indeterminada que Daniel había acabado renunciando a distinguirla con claridad.

Hurgó en el fondo de uno de los cajones de Trixie y sacó un par de acolchados e informes pantalones de chándal y luego una camiseta rosa de manga larga. Con los ojos cerrados, cogió del cajón de la ropa interior unas braguitas y un sujetador. Mientras regresaba a toda prisa al hospital, se acordó de un juego al que solían jugar Trixie y él cuando se quedaban inmovilizados en un atasco en alguno de los peajes de Maine, que consistía en dar con algún poder de superhéroe que comenzase por cada una de las letras del alfabeto. Anfibio, buceador, clarividente. Destructor, elástico, fosforescente. Gigante. Helador. Invisible.

Justiciero. Kilométrico. Lanzallamas. Magnético. Nebuloso. Omnisciente.

Piroquinesis. Quebrantahierro. Rayos láser. Saltaedificios. Teletransporte.

Ubicuidad. Volador. Xilófago. Yacer bajo el fuego.

Zurrar a los malos.

En ningún lugar de esa lista aparecía el poder de evitar que tu hija se hiciera mayor. Si un superhéroe no podía hacerlo, ¿cómo iba a poder un hombre corriente?

Alguien llamó a la puerta de la sala de reconocimiento.

—Soy Daniel Stone —oyó Laura—. Eh… traigo la ropa de Trixie.

Antes de que Janice tuviera tiempo de llegar hasta la puerta, Laura la abrió. Observó el pelo desordenado de Daniel, la barba incipiente en su rostro y el fondo tormentoso de sus ojos, y pensó por un momento que había retrocedido quince años.

—Estás aquí —dijo él.

—Oí el mensaje en el móvil. —Le cogió el montón de ropa de las manos y se la llevó a Trixie—. Voy a hablar con papá, sólo será un minuto —le dijo Laura y, en cuanto se apartó, Janice ocupó su lugar.

Daniel esperaba a Laura fuera de la sala.

—¿Jason le ha hecho eso? —Se volvió hacia él con ojos enfebrecidos—. Quiero que lo detengan. Quiero que lo castiguen.

—Ya somos dos. —Daniel se pasó la mano por la cara—. ¿Cómo está?

—Ya casi han terminado. —Laura se recostó en la pared, a su lado, apenas a un palmo de distancia.

—Pero ella, ¿cómo está? —insistió Daniel.

—Ha tenido suerte. La doctora dice que no hay heridas internas.

—Pero… estaba sangrando.

—Sólo un poco. Ya paró. —Laura miró a Daniel—. No me dijiste que iba a ir a dormir a casa de Zephyr anoche.

—La invitaron después de que tú te fueras.

—¿Y no llamaste a la madre de Zephyr para…?

—No —la interrumpió Daniel—. Tú tampoco la habrías llamado. Ha ido a casa de Zephyr cientos de veces. —Los ojos le echaban chispas—. Si piensas acusarme de algo, Laura, adelante.

—No te estoy acusando…

—Mira quién fue a hablar —masculló Daniel.

—¿Cómo dices?

Él se apartó de la pared y se puso frente a ella, arrinconándola.

—¿Por qué no contestabas cuando te llamé al despacho?

Las excusas burbujeaban el interior de Laura: «Estaba en el baño. Había tomado una pastilla para dormir. Desconecté el timbre de forma accidental».

—No creo que sea el momento más indicado…

—Si no es el momento adecuado —dijo Daniel con voz doliente—, a lo mejor podrías darme un número al menos. Algún sitio donde pueda encontrarte, por si vuelven a violar a Trixie.

Laura permanecía inmóvil, bloqueada a partes iguales por la vergüenza y la ira. El mundo a su alrededor se había vuelto de cristal y por un espantoso instante pensó en el nivel más profundo del infierno, el lago de hielo que cuanto más insistentemente tratabas de liberarte, más se congelaba.

—Disculpen.

Agradecida por la interrupción, Laura se volvió hacia la voz que había hablado. Junto a ellos había un hombre de elevada estatura y mirada triste, de pelo rubio, que probablemente había escuchado todas y cada una de las palabras que habían intercambiado ella y Daniel.

—Lo lamento, no era mi intención interrumpirlos. Busco al señor y la señora Stone…

—Somos nosotros —dijo Laura. «En teoría, al menos».

El hombre llevaba una placa.

—Mi nombre es Mike Bartholemew y soy detective de policía. Tendría interés en hablar con su hija.

Daniel había estado una sola vez en la comisaría de policía de Bethel, cuando había sido uno de los padres que habían acompañado a la clase de segundo curso de Trixie para una excursión guiada. Recordaba la gran tela colgada en el vestíbulo, con unas estrellas cosidas que formaban el lema «Proteger y Servir», y la oficina de recepción, donde toda la clase se había hecho una foto con la cara sonriente. No había visto la sala de interrogatorios hasta esa mañana: un pequeño habitáculo gris con una ventana de espejo que algún contratista memo había colocado al revés, de forma que desde dentro Daniel veía el movimiento de polis en el pasillo al mirar su imagen reflejada.

Se fijó en las ruedecillas giratorias de la cinta de la grabadora. Era más fácil que concentrarse en las palabras que salían de la boca de Trixie, y que desgranaban una descripción exhaustiva de la noche anterior. Había explicado ya que, al salir de casa, se había cambiado de ropa, que había un montón de jugadores del equipo de hockey en la fiesta cuando llegó a casa de Zephyr, y que al final de la velada sólo habían quedado ellos cuatro.

Habían permitido que uno de los padres estuviera presente durante la declaración de Trixie. Puesto que Laura la había acompañado durante el reconocimiento en el hospital o tal vez fuera por lo que Daniel le había dicho en el pasillo, ella había decidido que le tocaba a él esta vez. Sólo cuando estuvo dentro se había dado cuenta de que era más una prueba que una ventaja. Tenía que permanecer sentado completamente inmóvil mientras escuchaba la historia de Trixie con todos sus atroces detalles, sin dejar de sonreírle para darle ánimo y transmitirle que lo estaba haciendo muy bien, cuando en realidad de lo que tenía ganas era de agarrar al detective y preguntarle por qué demonios no había encerrado aún a Jason Underhill.

Se preguntaba cómo era posible que en el transcurso de una simple hora hubiera experimentado una regresión al tipo de persona que había sido en una vida anterior, aquella persona en quien los sentimientos podían al raciocinio, para quien la razón no era más que un epílogo. Se preguntaba si eso les pasaba a todos los padres: mientras sus hijas se hacían mayores, ellos retrocedían.

Bartholemew había hecho café. Había traído también una caja de pañuelos de papel, que había dejado junto a Trixie, por si acaso. Daniel se sentía aliviado al pensar que Bartholemew ya había pasado por aquello otras veces, al saber que alguien más había pasado por aquello.

—¿Qué bebíais? —le preguntó el detective a Trixie.

Ella llevaba puestos el chándal y la camiseta rosa que le había traído Daniel, además del abrigo de él, pues había olvidado coger el de ella incluso cuando volvió a casa de nuevo.

—Coca-cola —dijo Trixie—. Con ron.

—¿Tomasteis algún tipo de droga?

Ella bajó la cabeza mirando a la mesa y negó con la cabeza.

—Trixie —dijo el detective—, tienes que decirlo en voz alta.

—No —repuso ella.

—¿Qué pasó luego?

Daniel escuchó cómo ella describía a una chica que él no conocía, una chica que bailaba a horcajadas sobre los muslos de los chicos sentados y jugaba al
strip poker
. La voz de Trixie se debilitaba bajo el peso de su propio juicio negativo.

—Cuando Zephyr y Moss se fueron al piso de arriba, yo pensé que se habían ido todos. Me iba a ir a casa, pero antes quería sentarme a descansar un minuto, porque me dolía mucho la cabeza. Y entonces resultó que Jason no se había marchado. Me dijo que había querido asegurarse de que yo estaba bien. Me puse a llorar y él se sentó junto a mí.

—¿Por qué llorabas?

Su rostro se demudó en una mueca.

—Porque habíamos roto hacía un par de semanas. Y estar así, tan juntos otra vez… me dolía.

Daniel levantó la cabeza de golpe.

—¿Roto?

Trixie se volvió, al tiempo que el detective detenía la cinta.

—Señor Stone —dijo Bartholemew—, voy a tener que pedirle que permanezca en silencio. —Le hizo un gesto con la cabeza a Trixie para que continuara.

Ella dejó caer la mirada bajo la mesa.

—Bueno, acabamos… besándonos. Yo me quedé dormida un momento, supongo, porque cuando me desperté ya no estábamos al lado del baño… sino encima de la alfombra, en la sala de estar. No recuerdo cómo llegamos hasta allí. Entonces fue cuando él… cuando él me violó.

La última vez que Daniel había bebido había sido en ] 991, el día antes de convencer a Laura de que se casara con él. Pero, antes de eso, había tenido experiencia de sobra para conocer lo falsos que resultan los razonamientos y lo borrosas que son las decisiones que nadan en el fondo de una botella. Había tenido su buena ración de mañanas en que había despertado en una casa de la que no se acordaba haber ido. Trixie quizá no recordara cómo había llegado a la sala de estar, pero en cambio Daniel habría podido decirle con exactitud cómo había sucedido.

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