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Authors: Diane Setterfield

El cuento número trece (48 page)

BOOK: El cuento número trece
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Sabía qué vio Hester el día que creyó haber visto un fantasma.

Sabía quién era el niño del jardín.

Sabía quién atacó a la señora Maudsley con un violín.

Sabía quién mató a John-the-dig.

Sabía a quién buscaba Emmeline bajo tierra.

Las piezas empezaron a encajar. Emmeline hablando sola tras una puerta cerrada cuando su hermana estaba en la casa del médico.
Jane Eyre
, el libro que aparece y reaparece en la historia como un hilo plateado en un tapiz. Comprendí los misterios del marcapáginas errante de Hester, la aparición de La vuelta de tuerca y la desaparición de su diario. Comprendí la extraña decisión de John-the-dig de enseñar a la niña que había profanado su jardín a cuidar de él.

Comprendí a la niña en la neblina, y cómo y por qué salió a la luz. Comprendí cómo una niña como Adeline pudo desvanecerse y ser sustituida por la señorita Winter.

«Voy a contarle una historia sobre dos gemelas», me había dicho la señorita Winter la primera noche en la biblioteca, cuando me disponía a marcharme. Palabras que, con su inesperado eco en mi propia historia, me unieron irresistiblemente a la suya.

«Érase una vez dos bebés...»

Salvo que ahora sabía algo más.

La señorita Winter me había colocado en la dirección correcta esa primera noche, pero yo no había sabido escuchar.

—¿Cree en los fantasmas, señorita Lea? —me había preguntado—. Voy a contarle una historia de fantasmas.

Y yo había contestado:

—En otra ocasión.

Pero ella me había contado una historia de fantasmas.

Érase una vez dos bebés...

O más exactamente: érase una vez tres bebés.

Érase una vez una casa. La casa tenía un fantasma.

El fantasma era, como suele ocurrir con los fantasmas, casi invisible, mas no era invisible del todo. El cierre de puertas que alguien había dejado abiertas y la abertura de puertas que alguien había dejado cerradas. El movimiento fugaz en un espejo que te hacía levantar la vista. La leve corriente de aire detrás de una cortina cuando no había ninguna ventana abierta. Un pequeño fantasma era el responsable del inesperado traslado de libros de una habitación a otra y del misterioso desplazamiento de marcapáginas de una a otra página. Su mano cogió un diario de un lugar y lo escondió en otro, y más tarde lo devolvió a su sitio. Y si al doblar por un pasillo te asaltaba la extraña idea de que habías estado a punto de ver la suela de un zapato desapareciendo por la esquina del fondo, el fantasma no debía de andar lejos. Y si de pronto notabas en la nuca esa sensación de que alguien te está observando y al levantar la vista encontrabas la estancia vacía, no había duda de que el pequeño fantasma se había escondido en algún lugar de ese vacío.

Quienes tenían ojos para ver podían adivinar su presencia de muchas maneras. Sin embargo, nadie la veía y digo «la» porque era mujer.

Rondaba con sigilo. De puntillas, descalza, nunca hacía ruido; en cambio, ella reconocía las pisadas de todos los habitantes de la casa, sabía qué tablas crujían y qué puertas chirriaban. Conocía cada recodo oscuro de la casa, cada recoveco y cada ranura. Dominaba todos los huecos que había detrás de los armarios y entre las estanterías, todos los traseros de los sofás y los bajos de las sillas. La casa, para ella, tenía cientos de escondites y sabía cómo moverse entre ellos sin ser vista.

Isabelle y Charlie nunca la vieron. Como vivían en otro mundo fuera de la lógica, más allá de la razón, no podía desconcertarles lo inexplicable. Para ellos las pérdidas y las roturas, el extravío de objetos formaban parte de su universo. Una sombra que cruzaba por una alfombra donde no debería haber ninguna sombra no les hacía detenerse y reflexionar, pues tales misterios se les antojaban como una prolongación natural de las sombras que habitaban en sus mentes y corazones. El fantasma era el movimiento secundario, el misterio oculto en el fondo de sus mentes, la sombra pegada permanentemente, sin saberlo ellos, a sus vidas. Como un ratón, el fantasma buscaba restos de comida en su despensa, se calentaba con los rescoldos de sus chimeneas cuando se retiraban a dormir, desaparecía en los recovecos de su deterioro en cuanto aparecía alguien.

Ella era el secreto de la casa.

Y como todos los secretos, tenía sus guardianes.

Pese a su delicada vista, el ama de llaves veía perfectamente al fantasma. Por fortuna; sin su colaboración jamás habría habido suficientes sobras en la despensa, suficientes migas de la hogaza del desayuno para alimentarla; se caería en un error si se creyera que el fantasma era uno de esos espectros incorpóreos, etéreos. No. Ese fantasma tenía estómago, así que había que llenarlo cuando estaba vacío.

Ella, no obstante, se ganaba su sustento, pues además de comer también trabajaba. Y eso podía ser así porque la otra persona que tenía la habilidad de ver fantasmas era el jardinero, quien agradecía sobremanera contar con otro par de manos. El trabajo del fantasma, que vestía un sombrero de ala ancha y unos pantalones viejos de John recortados a la altura de los tobillos y sostenidos con tirantes, era fructífero. Las patatas crecían hermosas bajo sus cuidados, los arbustos producían enormes racimos de bayas que ella buscaba bajo las hojas. No solo tenía una mano mágica para la fruta y las hortalizas. Las rosas florecían tan bellas como nunca. Con el tiempo advirtió el deseo oculto de los bojs y los tejos de convertirse en figuras geométricas. Siguiendo sus instrucciones, las hojas y las ramas formaron esquinas y ángulos, curvas y líneas de una rectitud matemática.

En el jardín y la cocina ella no necesitaba esconderse. El ama de llaves y el jardinero eran sus protectores, sus defensores. Le enseñaron las costumbres de la casa y a mantenerse a salvo en su interior. La alimentaban bien. Velaban por su seguridad. Cuando apareció una extraña y se instaló en la casa, con una vista más afilada que la mayoría y el deseo de desterrar sombras y cerrar puertas con llave, se inquietaron por ella.

Y, por encima de todo, la querían.

Pero ¿de dónde había salido? ¿Cuál era su historia? Pues los fantasmas nunca aparecen porque sí. Solo van a los lugares donde saben que estarán a gusto; y ella se encontraba muy a gusto en esa casa, a gusto con esa familia. Pese a no tener nombre, pese a no ser nadie, el jardinero y el ama de llaves sabían quién era. Su pelo cobrizo y sus ojos verde esmeralda revelaban su origen.

Pues ahí radica lo más curioso de toda esta historia. El fantasma guardaba un parecido asombroso con las gemelas que ya habitaban en la casa. ¿Cómo si no habría podido vivir tanto tiempo en ella sin que nadie lo sospechara? Tres niñas con una cascada de pelo cobrizo sobre la espalda. Tres niñas con impresionantes ojos verde esmeralda. ¿No parece extraño el parecido que las gemelas guardaban con el fantasma?

«Cuando nací —me había dicho la señorita Winter— yo no era más que un argumento secundario.» Y de ese modo comenzó la historia en la que Isabelle asistió a una merienda al aire libre, conoció a Roland y con el tiempo huyó de casa para casarse con él, escapando a la pasión oscura y nada fraternal que sentía su hermano. Charlie, abandonado por su hermana, enfurecido, salió a descargar su rabia, su pasión y sus celos sobre otras mujeres. Las hijas de condes y tenderos, de banqueros y deshollinadores; cualquiera le valía. Con o sin su consentimiento, se abalanzaba sobre ellas en su desesperación por olvidar.

Isabelle dio a luz a sus gemelas en un hospital londinense. Esas dos niñas no se parecían en nada al marido de Isabelle. Pelo cobrizo como el de su tío; ojos verdes como los de su tío.

He aquí la trama secundaria: también por aquel entonces, en algún granero o en el dormitorio oscuro de una pequeña vivienda campestre, otra mujer dio a luz. Cabe presumir que no era la hija de un conde, ni de un banquero. Los ricos tienen medios para resolver esos problemas. Probablemente fuera una mujer anónima, normalucha y sin fuerzas. Su bebé también fue una niña. Pelo cobrizo; ojos verde esmeralda.

Hija de la rabia. Hija de la violación. Hija de Charlie.

Érase una vez una casa llamada Angelfield.

Érase una vez dos gemelas.

Érase una vez una prima que llegó a Angelfield. O una hermanastra...

Sentada en el tren, con el diario de Hester cerrado sobre el regazo, la simpatía que estaba empezando a sentir por la señorita Winter se vino abajo cuando otro bebé ilegítimo se coló en mis pensamientos. Aurelius. Y de la simpatía pasé a la indignación. ¿Por qué lo habían separado de su madre? ¿Por qué lo habían abandonado? ¿Por qué habían dejado que se las apañara solo en este mundo sin conocer su propia historia?

Pensé también en la carpa blanca y en los restos que ocultaba; ya sabía que no eran de Hester.

Todo se reducía a la noche del incendio. Un incendio premeditado, un asesinato, el abandono de un bebé.

Cuando el tren llegó a Harrogate y bajé al andén, me sorprendió encontrar una capa de nieve que me llegó hasta el tobillo, pues aunque me había pasado la última hora mirando por la ventanilla, no me había fijado en el paisaje.

Cuando se me encendió la luz, creí haberlo entendido todo.

Cuando comprendí que en Angelfield no había dos niñas sino tres, creí tener la clave de toda la historia en mis manos.

Pero cuando terminé de cavilar comprendí que hasta que no supiera qué había sucedido la noche del incendio, nada se resolvería.

Huesos

E
ra Nochebuena, era tarde, nevaba con fuerza. El primer taxista y el segundo se negaron a alejarse de la ciudad en una noche así, pero al tercero, de semblante indiferente, debió de conmoverle el ardor de mi petición, porque se encogió de hombros y me dejó subir.

—Intentaremos llegar allí —me advirtió con aspereza.

Salimos de la ciudad y la nieve seguía cayendo, amontonándose meticulosamente, copo a copo, en cada centímetro de suelo, en cada superficie de seto, en cada rama. Después de dejar atrás el último pueblo y la última granja, nos rodeó un paisaje blanco donde la carretera se confundía en algunos lugares con los campos de alrededor. Me encogí en mi asiento, esperando que en cualquier momento el conductor desistiera y diera la vuelta. Únicamente mis explícitas indicaciones le convencieron de que avanzábamos por una carretera. Bajé del coche para abrir la primera verja y llegamos al segundo obstáculo, la verja principal de la casa.

—Espero que no tenga problemas para volver —dije.

—¿Yo? No se preocupe por mí —repuso con otro encogimiento de hombros.

Tal como esperaba, la verja estaba cerrada con llave. Como no quería que el taxista pensara que era una ladrona o algo parecido, fingí buscar las llaves en mi bolso mientras él daba la vuelta. Cuando se hubo alejado un buen tramo me aferré a los barrotes de la verja, subí al borde y salté.

La puerta de la cocina no estaba cerrada. Me quité las botas, me sacudí la nieve del abrigo y lo colgué. Crucé la cocina y me dirigí a los aposentos de Emmeline, donde sabía que se encontraría la señorita Winter. Cargada de acusaciones, rebosante de preguntas, seguía alimentando mi rabia; rabia por Aurelius y por la mujer cuyos huesos habían permanecido enterrados durante sesenta años bajo los escombros calcinados de la biblioteca de Angelfield. Pese a mi tormenta interna, fui avanzando con sigilo; la moqueta absorbía la furia de mis pisadas.

En lugar de llamar, abrí la puerta de un empujón y entré.

Las cortinas todavía estaban corridas. La señorita Winter estaba sentada junto a la cama de Emmeline, en silencio. Sobresaltada por mi irrupción, me miró. Tenía un extraordinario brillo en los ojos.

—¡Huesos! —le susurré—. ¡Han encontrado huesos en Angelfield!

Yo era todo ojos, todo oídos, esperando con impaciencia que ella lo reconociera. Con una palabra, una expresión o un gesto, no importaba. Ella reaccionaría y yo sabría interpretarla.

No obstante, algo en la habitación intentaba distraerme de mi escrutinio.

—¿Huesos? —dijo la señorita Winter. Estaba blanca como el papel y había un océano en sus ojos lo bastante vasto para ahogar toda mi furia—. Oh —añadió.

Oh. Qué caudal de vibraciones puede contener una sola sílaba. Miedo. Desesperación. Tristeza y resignación. Alivio, alivio oscuro, desconsolado. Y dolor, un dolor antiguo y profundo.

Y fue entonces cuando esa fastidiosa distracción se apoderó de mi mente con tal urgencia que no cupo nada más. ¿Qué era ese algo? Algo que no tenía nada que ver con mi drama de los huesos. Algo que ya estaba allí antes de mí intrusión. Después de un segundo de desconcierto, todos los detalles insignificantes que había percibido sin advertirlo se unieron. El ambiente de la habitación. Las cortinas corridas. La transparencia acuosa en los ojos de la señorita Winter. La sensación de que el núcleo de acero que siempre había constituido su esencia la hubiera abandonado.

Mi atención se redujo entonces a un solo detalle: ¿dónde estaba el lento vaivén de la respiración de Emmeline? No podía oírlo.

—¡No! Se ha...

Caí de rodillas junto a la cama.

—Sí —dijo en voz baja la señorita Winter—. Se ha ido. Hace unos minutos.

Contemplé el rostro vacío de Emmeline. No había cambiado nada: sus cicatrices todavía eran furiosamente rojas, sus labios aún tenían la misma mueca sesgada y sus ojos todavía eran verdes. Toqué su mano contrahecha y noté el calor de su piel. ¿Realmente se había ido? ¿Absoluta e irrevocablemente? Parecía imposible. No podía ser que nos hubiera dejado por completo. Por fuerza tenía que quedar algo de ella allí para consolarnos. ¿No existía un hechizo, un talismán, una palabra mágica que pudiera devolvérnosla? ¿No había nada que yo pudiera decir que llegara a ella?

El calor de su mano me hizo creer que podría oírme. El calor de su mano hizo que todas las palabras se concentraran en mi pecho, atropellándose unas a otras en su impaciencia por volar hasta el oído de Emmeline.

—Encuentra a mi hermana, Emmeline. Por favor, encuéntrala. Dile que la estoy esperando. Dile... —Mi garganta era demasiado estrecha para todas las palabras que chocaban entre sí y emergían quebradas, asfixiadas— ¡Dile que la echo de menos! ¡Dile que me siento sola! —Las palabras abandonaban mis labios con ímpetu, con apremio. Volaban fervorosamente por el espacio que nos separaba, persiguiendo a Emmeline—. ¡Dile que no puedo esperar más! ¡Dile que venga!

Pero ya era tarde. La pared medianera se había levantado. Invisible. Irrevocable. Implacable.

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