El Cortejo de la Princesa Leia (2 page)

BOOK: El Cortejo de la Princesa Leia
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El Gran Salón de las Recepciones era un edificio enorme que tenía más de mil metros de longitud, con catorce niveles para asientos, pero cuando Han fue hacia una entrada descubrió que todos los accesos estaban obstruidos por grupos de curiosos que habían acudido para ver a los hapanianos. Han pasó corriendo junto a las cinco primeras entradas, y de repente vio un androide de protocolo dorado que daba saltitos nerviosos y se ponía de puntillas intentando ver algo por encima de la multitud. Muchas personas afirmaban que todos los androides de un modelo dado tenían el mismo aspecto, pero Han reconoció a Cetrespeó al instante: por mucho que se esforzara, ninguna otra unidad de protocolo conseguiría jamás parecer tan nerviosa o excitada.

—¡Cetrespeó, montón de hojalata! —gritó Han intentando hacerse oír por encima del ruido de la multitud.

Chewbacca lanzó un rugido de saludo.

—¡General Solo! —respondió Cetrespeó con un perceptible alivio en la voz—. La princesa Leia me ha pedido que le localice y le escolte hasta el palco del embajador de Alderaan. ¡Estaba empezando a temer que nunca conseguiría dar con usted entre la muchedumbre! Tiene suerte de que yo haya sido lo suficientemente previsor como para esperarle en este lugar... ¡Por aquí, señor, por aquí!

Cetrespeó les guió a través de una calle muy ancha y por una rampa lateral, pasando junto a varios centinelas.

Subieron por un largo pasillo serpenteante en el que fueron dejando atrás muchas puertas, y Chewbacca olisqueó el aire y gruñó. Doblaron una esquina y Cetrespeó se detuvo al lado de la entrada a un palco. En el palco había unas cuantas personas inmóviles delante de la gran cristalera contemplando el desfile que se iba desarrollando debajo de ellas. Han reconoció a unas cuantas: Carlist Rieekan, el general de Alderaan que había estado al mando de la base de Hoth;

Threkin Horm, presidente del poderoso Consejo de Alderaan, un hombre inmensamente gordo que prefería desplazarse sentado en un sillón repulsor a tratar de transportar su peso de un lado a otro; y Mon Mothma, gobernante de la Nueva República, al lado de un gotal barbudo y canoso que contemplaba con expresión impasible la explanada interior y tenía la cabeza inclinada y los cuernos sensores apuntando a Leia.

Todos los diplomáticos estaban hablando en voz baja mientras escuchaban los susurros de sus comunicadores y observaban a Leia, quien estaba sentada sobre un estrado contemplando con majestuosa tranquilidad a la lanzadera diplomática de Hapes que se había posado sobre una pequeña pista instalada en la gran sala abierta al aire libre. Unos quinientos mil seres se habían congregado allí con la esperanza de poder echar un vistazo a los hapanianos. Decenas de miles de guardias de seguridad habían despejado la alfombra dorada que se extendía entre la lanzadera y Leia, y Han alzó la mirada hacia los palcos. Casi todos los sistemas estelares del antiguo Imperio tenían su propio palco, con el estandarte de la nación al lado de cada uno. Más de seiscientos mil estandartes colgaban de los viejos muros de mármol, indicando la pertenencia a la Nueva República. La lanzadera bajó sus rampas de descarga, y el silencio se adueñó de la explanada.

Han fue hacia Mon Mothma.

—¿Qué está pasando? —preguntó—. ¿Por qué no está en el estrado con Leia?

—No se me ha invitado a conocer a los embajadores de Hapes —replicó Mon Mothma—. Dijeron que sólo querían hablar con Leia. Durante los tres mil últimos años, incluso la Vieja República mantuvo contactos muy limitados con la monarquía de Hapes, por lo que me pareció mejor mantenerme alejada hasta que se me invitara.

—Muy considerado por su parte —dijo Han—, pero usted ha sido elegida líder de la Nueva República...

—Y la Reina Madre, la Ta'a Chume, parece sentirse un poco amenazada por nuestras costumbres democráticas. No, si eso sirve para que se sienta un poco más a gusto, me pareció que sería preferible permitir que los embajadores de la Ta'a Chume hablaran a través de Leia... ¿Ha contado el número de Dragones de Batalla que hay en la flota hapaniana? Pues hay sesenta y tres..., uno por cada planeta habitado del cúmulo estelar de Hapes. Los hapanianos nunca habían iniciado un contacto a tan gran escala con nosotros. Sospecho que éste es el contacto más importante que nuestros pueblos han establecido durante los últimos tres milenios.

Han no lo dijo, pero se sentía un poco agraviado por no estar sentado al lado de Leia. El hecho de que Mon Mothma hubiera sido tratada de manera similar sólo servía para agravar la ofensa. Sólo tuvieron que esperar un momento más antes de que los hapanianos empezaran a desembarcar de la lanzadera.

La primera figura que salió de la lanzadera era una mujer de larga cabellera oscura y ojos color ónice que reflejaban la luz con un sinfín de destellos. Llevaba un traje de una delgada tela iridiscente color melocotón que dejaba al descubierto sus largas piernas. El palco tenía una conexión con los micrófonos de la explanada, y Han pudo oír el suspiro que pareció ondular de un extremo a otro de la multitud cuando aquella hermosa mujer se dirigió al estrado.

Fue hacia Leia e hincó grácilmente una rodilla en el suelo sin apartar los ojos de ella.


Ellene sellibeth e Ta'a Chume
—dijo en hapaniano con voz potente y límpida—.
'Shakal Leia, ereneseth a'apelle seranel Hapes. Rennithelle saroon.

Después giró sobre sí misma y dio seis palmadas, y docenas de mujeres vestidas con trajes de una tela iridiscente color oro empezaron a salir de la lanzadera corriendo ágilmente y tocando flautas plateadas o tambores, mientras otras repetían una y otra vez «Hapes, Hapes, Hapes» con voces agudas y cristalinas.

Mon Mothma se acercó el comunicador a la oreja y escuchó atentamente mientras un traductor repetía las palabras en básico, pero Han no pudo oír su voz.

—¿Hablas esta jerga? —preguntó volviéndose hacia Cetrespeó.

—Domino con fluidez más de seis millones de formas de comunicación, señor —dijo Cetrespeó con voz abatida—, pero creo que debo estar sufriendo una avería. La embajadora de Hapes no puede haber dicho lo que he oído. —Cetrespeó giró sobre sí mismo y empezó a alejarse—. ¡Malditos circuitos lógicos oxidados...! Tendrá que disculparme, señor, pero he de ir a que me reparen.

—¡Espera! —exclamó Han—. Olvídate de las reparaciones. ¿Qué ha dicho?

—Creo que debo haberlo entendido mal, señor —dijo Cetrespeó.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Han con voz más seca y apremiante, y Chewbacca lanzó un gruñido de advertencia.

—Bueno, si se lo va a tomar así... —respondió Cetrespeó en un tono claramente ofendido—. Bien, si mis sensores han captado correctamente sus palabras, la delegada ha transmitido un mensaje de la Reina Madre: «Noble Leia, te ofrezco regalos de los sesenta y tres mundos de Hapes. Regocíjate en ellos».

—¿Regalos? —preguntó Han—. Pues creo que está muy claro, ¿no?

—Desde luego que sí. Los hapanianos nunca solicitan un favor sin ofrecer un regalo del mismo valor antes —le explicó Cetrespeó con condescendencia—. No, lo que me preocupa es el uso de la palabra
shakal,
«noble»... La Reina Madre nunca tendría que utilizar esa palabra refiriéndose a Leia, pues los hapanianos sólo la emplean cuando se dirigen a un igual.

—Bueno, las dos son de la realeza, así que... —sugirió Han.

—Cierto —dijo Cetrespeó—, pero los hapanianos prácticamente adoran a su Reina Madre. De hecho, uno de los nombres que le dan es
Ereneda,
«la que no tiene igual». En consecuencia, no me parece lógico que la Reina Madre se refiera a Leia llamándola su igual.

Han bajó la mirada hacia la rampa de descarga y un negro presentimiento se adueñó de él haciéndole estremecer. Los tambores retumbaron con un redoble atronador. Tres mujeres vestidas con sedas de colores tan vivos que resultaban casi chillones salieron rápidamente de la lanzadera llevando un gran recipiente del color de la madreperla. Cetrespeó seguía hablando consigo mismo, y murmuraba que debía hacer reparar de una vez sus circuitos lógicos cuando las tres mujeres esparcieron el contenido del recipiente sobre el suelo. Un jadeo ahogado de sorpresa y estupor escapó de la boca de todos los presentes.

—¡Gemas arco iris de Gallinore!

Las gemas ardían con su propio fuego interno, brillando en docenas de matices que iban desde el destello rojo rubí hasta la llama verde de la esmeralda. En realidad, aquellas gemas de valor incalculable no eran tales, sino una forma de vida basada en el silicio que resplandecía con su brillante claridad interior. Las criaturas, que solían ser llevadas en medallones, necesitaban millares de años para alcanzar su madurez. Una sola gema bastaba para adquirir un crucero calamariano, y sin embargo la delegación de Hapan acababa de arrojar centenares de parejas que hacían juego sobre el suelo. Leia no mostró la más mínima sorpresa.

Un segundo trío de mujeres mucho más altas que las primeras que iban vestidas con prendas de cuero de color canela y ocre oscuro salió de la lanzadera diplomática. Bailaron grácilmente al son de las flautas y los tambores, y por entre ellas avanzó una plataforma flotante sobre la que había un arbolito de tronco nudoso y retorcido con frutos de un marrón rojizo. Dos luces flotaban sobre él, brillando con un suave resplandor como si fueran los soles gemelos de un planeta desértico. La multitud empezó a murmurar en voz baja hasta que la embajadora explicó la naturaleza del regalo.


Selabah, terrefel n lasarla
(«Un árbol de la sabiduría de Selab con sus frutos.») —dijo.

La multitud prorrumpió en gritos y vítores de deleite, y Han quedó perplejo. Hasta aquel momento había creído que los árboles de la sabiduría de Selab no eran más que una leyenda. Se decía que el fruto de los árboles de la sabiduría aumentaba considerablemente la inteligencia de quienes habían entrado en la ancianidad.

Han sintió que la sangre le palpitaba en las venas, y empezó a sentirse un poco mareado. Un hombre avanzó acompañado por la música de las flautas y los tambores: era un guerrero ciborg casi tan alto como Chewbacca, y llevaba una armadura hapaniana completa, negra con orlas plateadas. Fue con paso decidido hacia el estrado, sacó un artefacto mecánico de su brazo y lo dejó en el suelo delante de Leia.


Charubah endara, mella n sesseltar
(«Del mundo de alta tecnología de Charubah, ofrecemos una Pistola de Mando»).

Han se apoyó en el cristal. La Pistola de Mando había hecho casi irresistibles a las tropas de Hapes en los combates librados con armamento ligero, pues emitía un campo de onda electromagnética que dejaba virtualmente neutralizados los procesos del pensamiento voluntario de los enemigos. Quienes recibían el impacto de la Pistola de Mando quedaban tan impotentes e indefensos como un inválido, dejaban de ser conscientes de lo que les rodeaba y tendían a obedecer cualquier orden que se les diera, pues no podían distinguir la orden procedente de un enemigo de los pensamientos fruto de su propia voluntad. Han empezó a sudar. «Cada uno de sus mundos... Cada planeta del sistema de Hapes está ofreciendo sus mayores tesoros —comprendió—. ¿Qué pueden esperar obtener con ello? ¿Qué querrán a cambio de esos regalos?»

Han pasó la hora siguiente contemplando el desfile. La música de los tambores y las flautas, y las voces agudas y cristalinas de las mujeres que repetían el cántico «Hapes, Hapes, Hapes» una y otra vez, parecían palpitar en sus venas y en sus sienes. Doce de los planetas más pobres regalaron a Leia otros tantos Destructores Estelares capturados al Imperio, y otros ofrecieron objetos que encerraban un valor más esotérico. De Arabanth llegó una anciana que sólo pronunció unas cuantas palabras sobre la importancia de abrazar la vida mientras se aceptaba la muerte, ofreciendo un «pensamiento enigma» que su pueblo consideraba era de un gran valor. Ut envió a una mujer que cantó una canción tan hermosa que el sonido pareció llevar hasta su planeta a Han flotando sobre una cálida brisa.

—Sabía que Leia había pedido dinero para ayudar a financiar la lucha contra los señores de la guerra —oyó que susurraba Mon Mothma en un momento dado—, pero nunca había imaginado...

Y el coro dejó de cantar y los tambores dejaron de sonar, y una parte de la riqueza de los mundos ocultos de Hapes permaneció esparcida sobre el suelo de la Gran Sala de Recepciones. Han descubrió que estaba respirando de manera entrecortada, pues había estado conteniendo el aliento sin darse cuenta mientras eran ofrecidos los regalos.

El silencio que se había adueñado de la gran explanada parecía pesado y ominoso. Había más de doscientas embajadoras de los mundos de Hapes inmóviles delante del estrado, y Han las contempló con expresión asombrada y volvió a sentirse impresionado ante su gracia, su belleza y su fuerza. Jamás había visto una mujer de Hapes con anterioridad, pero después de aquel día ya no las olvidaría jamás.

Las hapanianas siguieron en silencio y nadie habló. Han estaba esperando con impaciencia oír qué pedirían a cambio. Sintió que se le aceleraba el pulso, pues comprendió que sólo podían querer una cosa: un pacto con la República. Hapes pediría a la República que uniera sus fuerzas a las suyas en una guerra sin cuartel y a gran escala contra el poderío combinado de los señores de la guerra que eran los últimos restos del Imperio.

Leia se inclinó hacia adelante en su trono y contempló los regalos con expresión aprobadora.

—Dijiste que traías regalos de vuestros sesenta y tres mundos —dijo mirando a la embajadora—, pero aquí sólo veo regalos de sesenta y dos de ellos. No me has ofrecido nada del mismo Hapes.

Sus palabras dejaron perplejo a Han. Ya hacía mucho rato que había perdido la cuenta de los regalos, pues había quedado aturdido ante toda la riqueza que estaba ofreciendo la delegación de Hapes, y el comentario de Leia le pareció una inadmisible muestra de codicia. Han pensó que la delegación hapaniana le reprocharía sus malos modales, lo recogería todo y se iría sin perder ni un instante.

Pero la embajadora de Hapes sonrió afablemente, como si le complaciera mucho que Leia se hubiera percatado de que faltaba el regalo del mismo Hapes, y alzó la cabeza y la miró a los ojos. Después habló.

—Eso se debe a que hemos reservado el más grande de nuestros regalos para el final —tradujo Cetrespeó.

La embajadora movió una mano y toda la delegación hapaniana se apartó dejando vacío el pasillo. Su último regalo fue traído sin fanfarrias y sin la música de los clarines, acompañado únicamente por el silencio.

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