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Authors: Emilio Salgari

El Corsario Negro (7 page)

BOOK: El Corsario Negro
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—Hay más personas a bordo, señor. Mujeres y pajes. Están en la cámara de popa.

—¿Quiénes son?

—No lo sé, señor. Pero una de las mujeres es una dama importante; creo que una duquesa.

—Es raro, en un barco de guerra. Bien, en La Tortuga mis hombres decidirán qué rescate tendrá que pagar por ella su familia. ¡A la chalupa, valientes! ¡Han hecho honor a su patria y a su bandera!

El Corsario Negro les miró alejarse.

—¡Demasiado valerosos para el traidor que los comanda! —murmuró sordamente—. ¡Morgan! Comunique a mis hombres que renuncio en su favor a la parte que me corresponde por la venta de este barco.

—Pero, señor, ¡vale una fortuna!

—¡El dinero no me importa! Yo combato por motivos personales. Que mis hombres fijen el rescate de la duquesa. Los gobernadores de Veracruz y de Maracaibo deberán pagar si la quieren libre.

La puerta de la cámara se abrió y apareció una joven, seguida por dos camareras y dos pajes. Todos estaban ricamente vestidos.

La joven era alta, de tez nacarada y sus cabellos, de oro trigo, estaban recogidos en una larga trenza. Unos ojos grises iluminaban su lindo rostro.

Al ver la carnicería de la cubierta, la joven tuvo un gesto de espanto. Habló al Corsario con altivez:

—¿Qué ha pasado, caballero?

—Un combate, señora. Un combate en el que ustedes perdieron.

—¿Quién es usted?

El Corsario Negro apartó su espada tinta en sangre y se quitó el sombrero.

—Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia. Pero se me conoce con otro nombre —añadió.

—¿Cuál?

—El Corsario Negro.

Una mueca de terror recorrió el rostro de la joven.

—¡El Corsario Negro! ¡El enemigo de los españoles!

—Lucho contra ellos, pero no los odio. La prueba es que he dejado en libertad a los sobrevivientes de su barco.

—Entonces, ¿mienten quienes aseguran que usted es sanguinario?

—Posiblemente.

—Y... ¿qué va usted a hacer conmigo, caballero?

—Yo preguntaré: ¿usted es española?

—Flamenca.

—Duquesa, ¿no es cierto?

—Cierto.

—Su nombre, por favor.

—¿Necesita saberlo?

—Sí, si quiere verse libre.

—Olvidaba, señor, que soy su prisionera.

—No mía; de mis hombres. Por mí, la desembarcaría en el puerto más cercano. Pero no puedo violar la ley del mar.

—Gracias —sonrió—. Me pareció raro que un caballero de la nobleza europea se convirtiera en ladrón.

—Tal vez llegue el día en que usted sepa, señora, por qué un noble europeo puede hacerse filibustero en los mares de América. ¿Su nombre, repito?

—Honorata Willeman, duquesa de Weltendram.

—Bien, señora, baje a su cámara. Tenemos el triste deber de sepultar a los muertos. A usted la espero esta tarde, en mi barco, para que coma conmigo.

—Gracias, caballero.

Le ofreció su mano, hizo una leve inclinación y salió. El Corsario se mantuvo inmóvil. Miraba la puerta cerrada, con la frente sombría.

Los españoles habían perdido ciento sesenta hombres y cincuenta los filibusteros. La enfermería de
El Rayo
estaba repleta de heridos.

Ambos barcos estaban averiados, pero el español no podía navegar con sus propios medios. El Corsario hizo limpiar las toldillas y realizar las reparaciones urgentes, mientras se arrojaban los cadáveres al mar envueltos en sacos y una bala de cañón como lastre.

El Rayo
quedó unido al otro barco mediante una cuerda para remolcarlo. El Corsario dio órdenes a Carmaux y al negro de que trajeran a la duquesa. Mientras ésta llegaba, se paseó nervioso y sombrío de un lado a otro.

Tres veces se acercó a Morgan, como para ordenarle algo, pero no lo hizo. Había salido la luna. De pronto se oyó llegar la chalupa.

La duquesita subió livianamente por la escala. Con el sombrero en la mano, el Corsario la esperaba en la borda.

—Gracias por haber aceptado mi invitación, señora.

—Soy yo la agradecida por recibirme en su barco, pues soy su prisionera —repuso afablemente la joven.

El Corsario le pidió que le siguiera, pero ella le detuvo:

—Caballero, ¿no le importa que haya traído a una de mis camareras?

—En absoluto, señora.

Le ofreció el brazo, la hizo entrar en el saloncito de la cámara y sentarse junto a su camarera mulata. Él tomó asiento frente a ambas, mientras Moko servía la comida en vajilla de plata.

Durante la comida, apenas se habló.

—Perdone, señora —dijo el Corsario cuando les trajeron los postres—, que haya estado tan silencioso. Al atardecer siento una tristeza que no puedo reprimir. Me atormentan negros recuerdos.

—¿Tal cosa le sucede al corsario más valeroso que surca los mares? —preguntó ella con extrañeza—: ¡Me cuesta creerlo!

—Observe usted mi traje... ¿No es fúnebre, señora?

—Sí, usted viste de negro. En Veracruz se rumorean cosas sobre usted que aterran al más valiente.

—¿Qué cosas, señora?

—Se rumorea que el Corsario Negro ha navegado, junto con dos hermanos vestidos uno de verde y otro de rojo, para realizar una horrible venganza.

El Corsario no dijo nada. Su frente se mantenía hosca.

—Dicen también que usted está siempre triste. Y que, cuando hay tormenta en las Antillas, desafía al viento y al mar protegido por espíritus infernales...

—¿Qué más dicen?

—Que a sus hermanos los ahorcó un mortal enemigo de usted. Y que...

—¡Continúe!

—No me atrevo —dijo ella, inquieta.

—¿Acaso le doy miedo?

—No, pero... —poniéndose en pie, le preguntó—: ¿Es cierto que usted evoca a los muertos?

A babor del barco estalló una enorme ola. El Corsario se levantó y se quedó mirando, pálido, a la joven. En sus ojos había una indisimulada emoción. Fue hacia la ventana.

El mar brillaba, calmo, iluminado por la luna, pero a babor el agua arremetía contra el casco como impulsada por una fuerza misteriosa.

El Corsario, mudo, observaba el mar. La duquesa se le había acercado, llena de un supersticioso espanto.

—¿Qué ve usted, caballero? —susurró.

—Me preguntaba —dijo él—, si los sepultados en el mar pueden volver a la superficie.

Un escalofrío recorrió a la joven.

—¿A qué muertos se refiere usted?

—A los que no han sido vengados —repuso él.

—¿A sus hermanos, talvez?

—¡Talvez!

Regresó a la mesa y llenó dos vasos de vino.

—¡A su salud, señora! —dijo, sonriendo forzadamente—. Es tarde. Es hora de que vuelva a su barco.

—El mar ya está calmo, caballero. No hay peligro para la chalupa que ha de trasbordarme.

El Corsario pareció serenarse.

—¿Quiere usted acompañarme un rato más, señora?

—Si a usted no le molesta.

—¡Molestarme! ¡Oh, no! Pero..., ¿me equivoco o usted tiene alguna otra razón para continuar aquí?

—Es posible, caballero.

—Hable, se lo ruego. Usted me quita mi tristeza.

—Dígame, caballero, ¿por qué usted odia tanto al hombre de que quiere vengarse? —preguntó ella dulcemente.

—Porque mató y destruyó a mi familia completa, señora. Hace dos noches, apenas, hice un juramento que mantendré aunque me cueste la vida.

—Ese hombre, ¿se encuentra ahora en América?

—¡Sí!

—¿Quién es? ¿Puede usted decírmelo? —preguntó ansiosamente.

—Ya es tarde, señora, y usted debe trasbordar.

Se dirigió al negro, que permanecía en un rincón:

—¿Lista la chalupa?

—Sí, comandante.

El Corsario ofreció el brazo a la joven y la llevó a cubierta. Ante la escala, dijo:

—Buenas noches, señora.

Ella le tendió su mano y sintió temblar la del Corsario.

—Gracias por todo, caballero.

Él hizo una venia. Seguida de la mulata, la joven bajó hasta la chalupa. Desde allí alzó la vista y vio que el Corsario continuaba inmóvil, mirándola.

El Rayo
navegaba lentamente hacia las costas de Cuba o de Santo Domingo, llevando a remolque el barco español. Gracias a unos vientos favorables, al tercer día enfilaba la proa hacia las costas meridionales de Cuba.

El Corsario salió de su cámara al oír el silbido que anunciaba tierra a la vista. Aún se mantenía intranquilo, sin cambiar una palabra con nadie, ni siquiera con Morgan. Miró abstraído las montañas de Jamaica, en el horizonte, y luego se fijó en la proa del barco español, que navegaba a unos veinte metros.

Una sombra blanca se apoyaba en la amura. Era la duquesa, envuelta en un amplio manto blanco y con los cabellos sueltos cayéndole dorados sobre la espalda. También ella miraba el barco filibustero.

Sin saludar, el Corsario Negro clavó los ojos en los de la joven. La fascinación duró casi un minuto. Pero el Corsario, como arrepentido de su debilidad, dio un paso hacia el timonel.

La joven continuaba inmóvil, mirándole sin pestañear.

El Corsario siguió retrocediendo, hasta tropezar con Morgan.

—¿Miraba usted el sol, señor? —le preguntó éste.

—¿Qué pasa con el sol?

El comandante de
El Rayo
abrió los ojos, que había cerrado para no ver la figura de la joven, y miró. El sol estaba poniéndose rojo.

—Se acerca un huracán —murmuró.

—Así parece, señor.

—Sí. Tendremos que abandonar nuestra presa. No podremos remolcarla.

—¿Me permite una sugerencia, señor? Envíe a la mitad de la tripulación al buque español.

—Sí. No quiero que mis hombres pierdan lo ganado tan duramente.

—¿Dejará usted en aquel navío a la duquesa? Creo, con su permiso, comandante, que estaría mejor a bordo de
El Rayo.

—¿Acaso le importa si se ahoga? —repuso el Corsario, clavándole la vista.

—Vale muchos miles, señor.

—¡Cierto!

—¿Ordeno que la trasborden, señor, antes de que la tormenta lo impida?

Sin responder, el Corsario continuó paseándose. De pronto se detuvo.

—¿Cree usted que la fatalidad acompaña a ciertas mujeres? —preguntó bruscamente a Morgan.

—No lo sé, señor —repuso éste, perplejo.

—¿Le daría a usted miedo amar a una mujer?

—¿Miedo? No le comprendo, señor.

El Corsario mostró a la joven, que seguía en el mismo sitio.

—¿Qué le parece?

—Una criatura muy bella.

—¿No le tendría miedo?

—¡No, desde luego!

—A mí sí me da miedo.

—¡Al valiente Corsario Negro! Usted bromea, señor.

—Me acusan —dijo el Corsario— de conocer el destino. Sucede que una gitana me predijo que la primera mujer que amase me sería fatal.

—Supersticiones, comandante.

No. La misma gitana predijo que uno de mis hermanos moriría a traición en un combate, y los otros en la horca. ¡Y no se equivocó!

—¿Y usted cómo moriría, mi comandante?

—En el mar, lejos de mi patria, a causa de la mujer amada.

Y acercándose a Carmaux, a Wan Stiller y a Morgan, ordenó:

—Bajen una chalupa y trasborden a la duquesa.

Morgan, a su vez, despachó a treinta filibusteros al barco español.

—¿Tenía algo urgente que comunicarme, caballero? —preguntó la joven en cuanto estuvo ante el Corsario.

—Sí, señora. Es posible que apenas se desate el huracán debamos dejar su barco a su suerte. Mi navío es seguro.

—Gracias, señor.

—¡No me las dé! ¡Mi decisión puede ser fatal para alguien!

—¿Para quién?

Sin responder, el Corsario hizo que la joven se retirara a una cámara. Luego examinó el cielo, preocupado.

—¿Cómo capearía usted esta tormenta? —preguntó a Morgan.

—Refugiándome en Jamaica.

—Eso vale para el barco español. Pero
El Rayo....
¡Corten el cable de remolque! Ordene a los del navío español que se refugien en Jamaica. Les esperaremos en las Tortugas.

Ambos barcos se separaron. El huracán se acercaba velozmente. El Corsario, tranquilo, no parecía preocupado por las olas y el viento cada vez más furiosos.

—¡Dame la barra! —ordenó al timonel—. ¡Yo guiaré mi barco!

El atardecer se había ennegrecido de golpe. El mar y la lluvia bullían.
El Rayo
navegaba casi sin velamen, luchando valerosamente contra el furioso oleaje. Todo estaba saturado de electricidad.

El Corsario piloteaba su navío con mano firme. Las olas le bañaban el cuerpo, el viento casi le arrancaba del timón, pero continuaba en su puesto sonriendo.

De pronto, un gesto de terror borró su sonrisa. Una mujer salía de la cámara y subía a la toldilla. El viento huracanado batía su suelta cabellera.

—¡Señora! —gritó el Corsario—. ¡Vuelva a la cámara! ¡Aquí reina la muerte!

—¡No le temo!

—¡Váyase! ¡Es una orden!

La joven continuó sujeta a la baranda.

—¿Qué hace aquí? —gritó el Corsario.

—¡Vengo a ver al Corsario Negro!

—¿No se da cuenta de que las olas pueden sacarla del barco?

—¿Y a usted qué le importa?

—¡Me importa! ¡No quiero que muera!

La joven sonrió sin moverse de su sitio. Los ojos de ambos se encontraron, con la misma expresión de esa mañana.

—¡No me mire así, señora! —gritó él, tras un violento bandazo—. ¡Estamos jugándonos la vida!

La duquesa se tapó el rostro con las manos.

Se acercaban a las costas de Haití. A la luz de los rayos se veían los escollos contra los que el barco podía destrozarse.

—¡Cambien la vela del trinquete! ¡Abajo los foques! ¡Listos para la virada!

Sin ceder,
El Rayo
absorbía las olas estremeciéndose entero. Cuando se inclinaba mucho a babor o a estribor, el Corsario lo levantaba con un rápido golpe de barra.

Cuando amaneció, el viento había cambiado y
El Rayo
estaba frente al Cabo de Haití. Apenas vio el faro del puerto, el Corsario, que estaba agotado, entregó la barra a Morgan y se acercó a la joven.

—Sígame, señora. Estuve admirándola. Jamás había visto a una mujer afrontar tan tranquila un peligro como el que pasamos.

Ella se sacudió sus vestimentas empapadas.

—Ya puedo contar —dijo— que he visto al Corsario Negro enfrentar a uno de los huracanes más violentos que han azotado las Antillas.

—¡Cuánto siento, señora, que usted haya de ser una mujer fatal, según la gitana!

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