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Authors: Emilio Salgari

El Corsario Negro (3 page)

BOOK: El Corsario Negro
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—¡Rayos y truenos! ¡Usted es el filibustero más audaz de las Tortugas!

—¡Ve a esperarme en cubierta, y manda que preparen una chalupa!

Carmaux se apresuró a obedecer; sabía que cualquier vacilación ante el Corsario era peligrosa. Cuando el hamburgués supo que volverían a la costa de la cual se habían escapado milagrosamente, no pudo disimular su asombro y sus recelos. Pero Carmaux ya estaba entusiasmado con el plan del Corsario Negro.

—¡Ahí está! —dijo en aquel momento Wan Stiller.

Sobre la cubierta apareció el Corsario. Se había ceñido una espada muy larga y puesto en el cinto un par de grandes pistolas y un puñal de los que los españoles llamaban de
misericordia.

Los tres hombres bajaron en silencio a la canoa pertrechada. El barco filibustero apagó sus luces de posición. Los marinos echaron manos a los remos. El Corsario, tendido en la proa, escrutaba el negro horizonte con sus ojos de águila, tratando de distinguir la costa americana. De tiempo en tiempo, volvía la cabeza hacia su barco.

Wan Stiller y Carmaux bogaban con gran brío, haciendo volar el esbelto botecillo. Hacía una hora que remaban, cuando el Corsario divisó una luz que brillaba al ras del agua.

—¡Maracaibo! —dijo con acento sombrío y un movimiento de furor.

—¡Sí! —contestó Carmaux, volviéndose.

—¿Es cierto que hay una escuadra en el lago?

—Sí, comandante; la del contralmirante Toledo, que vigila Maracaibo y Gibraltar.

—¡Tienen miedo! Pero entré el Olonés y nosotros, la echaremos a pique.

Debía ser medianoche cuando la canoa embarrancó en medio de la manigua, quedando oculta entre las plantas. El Corsario saltó a tierra y pistola en mano inspeccionó rápidamente el lugar.

—¿Saben dónde estamos? —preguntó.

—A diez o doce millas de Maracaibo.

—¿Podremos entrar esta noche en la ciudad?

—Eso es imposible, capitán. El bosque es espesísimo. Llegaríamos por la mañana.

—Mostrarnos de día en la ciudad es una imprudencia —dijo del Corsario, y agregó, como si hablara consigo mismo—: Si tuviera aquí mi barco, me atrevería; pero
El Rayo
cruza ahora las aguas del Golfo.

Después de meditar en silencio, el Corsario preguntó:

—¿Hallaremos todavía a mi hermano?

—Estará expuesto tres días en la plaza de Granada.

—Entonces tenemos tiempo. ¿Conocen a alguien en Maracaibo?

—Sí, al negro que nos ayudó a escapar. Tiene una cabaña en el bosque.

—¿No nos traicionará?

—Respondemos con nuestras vidas.

—¡Pues, andando!

El oscuro bosque se alzaba ante ellos impenetrable. Los árboles, con sus troncos gigantescos y su desmesurado follaje, no les dejaban ver una estrella del cielo. Las ramas caían en festones por todas partes, y raíces misteriosas se levantaban súbitas, obligándolos a hacer uso de sus hachas.

Miles de puntos luminosos danzaban a nivel del suelo y proyectaban haces de luz para luego apagarse. Eran las grandes luciérnagas de la América meridional,
vaga lume,
que en número de dos o tres dentro de un frasco pueden iluminar una habitación.

Habrían recorrido unas dos millas cuando Carmaux, que iba delante, montó su pistola y exclamó, deteniéndose:

—¿Un jaguar o un hombre?

El Corsario se echó a tierra y escuchó conteniendo la respiración. Luego les hizo una seña y ambos filibusteros lo siguieron empuñando sus sables. De pronto, Wan Stiller y Carmaux le vieron lanzarse hacia adelante y caer sobre una forma humana que se irguió de repente en la maleza. El hombre quedó tumbado y Carmaux y Wan Stiller se avalanzaron sobre él. Era un soldado español.

—¿Lo matamos de un pistoletazo?

—No. Vivo puede sernos más útil que muerto.

Lo ataron firmemente. El pobre diablo que había caído en manos de los corsarios era un hombre que no tenía treinta años, largo y flaco como su compatriota Don Quijote. Vestía una raída casaca de piel amarilla y calzones anchos y cortos a rayas negras y rojas, y botas negras. Llevaba un casco con una pluma rota y una larga espada en una vaina estropeada.

—Por Belcebú, patrón —exclamó Carmaux riendo—; si el gobernador de Maracaibo tiene valientes como éste, no los alimenta con capones, porque nuestro prisionero está más seco que arenque ahumado.

—Habla, si aprecias el pellejo! —dijo el Corsario, tocando al prisionero con la punta de la espada.

—El pellejo ya lo tengo perdido. Nadie sale con vida de sus manos —respondió el español.

—Te he prometido la vida.

—¿Y quién va a creerle? Usted es un filibustero.

—Sí, pero que se llama el Corsario Negro.

—¡Por Nuestra Señora de Guadalupe! Ha venido usted para exterminarnos a todos —exclamó el español con pánico.

—Así es. Pero el Corsario Negro es un noble caballero y un noble que nunca falta a su palabra —contestó el capitán con voz solemne.

—¡En ese caso, interrogue usted!

Apenas el prisionero les hubo revelado que el Corsario Rojo seguía colgado en la Plaza de Granada, se pusieron en camino, marchando en hilera y llevando al español consigo.

Comenzaba a alborear. Los monos, muy abundantes en Venezuela, despertaban dando extraños gritos. También chillaban a voz en cuello enormes variedades de pájaros y papagayos. Los hombres, acostumbrados a todo ello, no se detenían ni un minuto.

Llevaban caminando unas dos horas, cuando resonaron en medio de la espesura unos sonidos melodiosos.

—Es la flauta de Moko —dijo sonriendo Carmaux.

—¿Y quién es Moko? —preguntó el Corsario.

—El negro que nos ayudó a huir. Debe estar domesticando a sus serpientes.

El Corsario desenvainó su espada e hizo seña de seguir adelante.

Ante una cabaña de ramas entretejidas hallábase sentado uno de los más bellos ejemplares de la raza africana. De elevada estatura, tenía un cuerpo musculoso que debía desarrollar una fuerza descomunal. En su rostro no se observaba la ferocidad que se encuentra en muchos rostros de esa raza; había en él cierto aire de bondad, de ingenuidad, cierto aspecto de niño.

Al oír el grito de Carmaux, el negro apartó la flauta de sus labios.

—¿Ustedes todavía aquí? Yo los creía en el Golfo.

—Viene conmigo el capitán de mi barco, el hermano del Corsario Rojo —dijo Carmaux desde la espesura.

—¿El Corsario Negro, aquí?

—¡Silencio, negrito! Necesitamos tu cabaña.

El Corsario, que en aquel momento llegaba con Wan Stiller y el prisionero, saludó al negro. Luego preguntó a Carmaux:

—¿Acaso odia a los españoles?

—Tanto como nosotros.

El negro les ofreció una comida de harina de mandioca, piñas y
pulque,
bebida fermentada hecha de pita. Más tarde, los filibusteros se echaron sobre algunas brazadas de hojas secas y se durmieron tranquilamente. Sin embargo, Moko hizo de centinela después de atar al soldado.

Ninguno de los tres filibusteros se movió en todo el día. Pero apenas sobrevino la noche, el corsario se levantó.

—Tú permanecerás aquí, cuidando al español —dijo a Wan Stiller, que se había puesto de pie.

—Basta el negro, capitán.

—No; el negro es fuerte como un hércules y lo necesito para transportar el cadáver de mi hermano. ¡Ven, Carmaux: iremos a beber una botella de vino de España a Maracaibo!

—¡Mil tiburones! ¿A éstas horas, capitán?

Y los tres hombres, entre risas burlonas, entraron en la selva.

2 - Entre un notario y un conde

Aun cuando Maracaibo no tenía más de diez mil almas, era entonces una de las ciudades más importantes que los españoles habían levantado en el Golfo de México.

Era, además, un gran fuerte muy bien artillado. Y los primeros aventureros habían erigido en aquellas playas hermosas casas y no pocos palacios.

Cuando el Corsario y sus dos compañeros entraron en Maracaibo, las tabernas estaban aún llenas. Los recién llegados fueron a la plaza de Granada. Ésta ofrecía un aspecto tan lúgubre, que haría temblar al hombre más impasible de la tierra. Quince cadáveres pendían en semicírculo frente al palacio y, sobre ellos, revoloteaban numerosas bandadas de zopilotes, los pájaros encargados del aseo en las ciudades de la América Central.

Una terrible emoción descompuso las facciones del Corsario, quien se alejó de allí a grandes pasos, entrando luego en una posada.

—¡A ver, un vaso de tu mejor jerez, hostelero de los demonios! —gritó Carmaux en vizcaíno, mientras se sentaba con el negro junto al Corsario.

El capitán de filibusteros estaba absorto en tétricos pensamientos. No parecía escuchar la conversación de la taberna, la burla que hacían de los ahorcados.

—Cuentan que al Corsario Rojo le han puesto un cigarro entre los dientes —dijo uno.

—Yo quiero ponerle un quitasol en la mano para que se dé sombra —agregó otro.

Carmaux, incapaz de contenerse, cayó encima de la mesa vecina dando un tremendo puñetazo y pidiendo respeto por los muertos. Los cinco bebedores de la mesa, estupefactos, se levantaron de inmediato con sus navajas abiertas y se abalanzaron hacia él. Pero el negro, a una señal del Corsario, lanzó una silla que detuvo a los cinco vascos. El estrépito hizo salir de la habitación contigua a una veintena de bebedores, precedidos por un hombronazo armado de un espadín.

—¿Qué sucede? —preguntó rudamente el hombrote.

—¡Nada que a usted le importe! —repuso Carmaux.

—¡Por todos los infiernos! —gritó el hombre, enrojeciendo! ¿No hay nadie que pueda enviar al señor de Gamara al otro mundo para hacerle compañía al perro del Corsario Rojo?

—¡Tú eres el perro, y tu alma la que acompañará a los ahorcados! —respondió el Corsario, sacando su espada.

—¡Un momento, caballero! ¡Cuando se cruza el hierro, se tiene derecho a saber cuál es el adversario!

—¡Soy más noble que tú!

—Es el nombre lo que quiero.

El Corsario se le acercó y le murmuró al oído algunas palabras. El aventurero lanzó un grito de asombro, mientras el Corsario le atacaba vivamente, obligándole a defenderse. Los bebedores abrieron un amplio círculo para los contendientes. Pero el señor de Gamara no era un espadachín cualquiera: alto, robusto y de pulso firme, podía oponer larga resistencia. El Corsario manejaba su espada con velocidad abismante, saltaba como un jaguar y la cólera le brillaba en los ojos. Pronto, el aventurero se encontró atrapado por un muro, palideció, y la transpiración invadió su frente:

—¡Basta! —gritó.

—¡No! ¡Mi secreto debe morir contigo!

—¡Socorro!¡Es el Cor...!

No pudo concluir: la espada del Corsario le atravesó el pecho, clavándole en la pared. Un chorro de sangre salió de sus labios, y cayó al suelo, quebrando el acero que lo sostenía al muro.

—¡Ése sé ha ido! —dijo Carmaux, burlón.

El Corsario tomó la espada del vencido, cogió el sombrero; tiró un doblón de oro sobre la mesa y salió con sus acompañantes sin que nadie osara detenerlos.

Cuando llegaron a la plaza, reinaba un profundo silencio, interrumpido únicamente por los pájaros que vigilaban las horcas.

Esta vez fue Moko quien inició las acciones. Astuto como sus serpientes, se deslizó en las sombras para eliminar a dos centinelas del palacio del gobernador.

El Corsario, oculto tras un tronco de palmera, le observaba admirado enfrentarse casi inerme a un hombre bien armado.

—¡El compadre tiene hígados! —dijo Carmaux.

Pronto el negro fue a reunírseles y los tres llegaron al centro de la plaza. En medio de los hombres descalzos que colgaban, había un ajusticiado que vestía de rojo y al que habían colocado entre los labios un pedazo de cigarro

—¡Malditos! —exclamó con horror el Corsario—. ¡Esto es lo último del desprecio!

El negro trepó a la horca, descolgó el cadáver y lo envolvió en la negra capa del Corsario.

—¡Adiós, valientes y desgraciados compañeros! ¡Los filibusteros vengarán sus muertes! —se despidió Carmaux.

—¡Entre Wan Guld y yo está la muerte! —sentenció el Corsario.

Rápidamente se alejaron del lugar.

Habían caminado tres o cuatro callejas desiertas, cuando Carmaux creyó ver sombras ocultas tras unas arcadas.

—¡Son los cinco vizcaínos! —dijo Carmaux—. Veo relucir sus navajas en los cinturones.

—¡Tú te encargas de los dos de la izquierda y yo de los tres de la derecha! —ordenó el Corsario—. Moko, tú, lleva el cadáver hasta el bosque.

Los vizcaínos avanzaban con sus navajas abiertas y las capas enrolladas en el brazo izquierdo.

—¿Qué es lo que quieren? —los frenó Carmaux.

—Satisfacer una curiosidad: saber quién es usted —dijo uno.

—¡Un hombre que mata a quien le incomoda! —contestó con fiereza el Corsario, y avanzó con la espada desnuda.

Los cinco vizcaínos esperaban la acometida de ambos filibusteros. Debían ser cinco valientes, para quienes los golpes más peligrosos no parecían serles desconocidos; el jabeque, que produce una afrentosa herida sobre el rostro, o el desjarretazo, que se da por detrás, bajo la última costilla, y que secciona la columna vertebral.

Los filibusteros atacaron con prudencia al percatarse de la peligrosidad de sus adversarios.

Los siete hombres luchaban con furor, pero sin lanzar un grito, atentos todos a parar y tirar tajos y estocadas. De pronto, el Corsario, al ver que un vizcaíno perdía pie, se lanzó a fondo y le tocó en el pecho. El hombre cayó sin un gemido.

Los vizcaínos no se atemorizaron y arremetieron buscando dar un desjarretazo. El Corsario respondía con viveza cuando su espada se embotó en el sarape de su adversario y saltó quebrada por la mitad.

—¡A mí, Carmaux! —gritó con rabia.

Carmaux no podía deshacerse de sus atacantes. El Corsario amartilló precipitadamente una pistola que llevaba al cinto. Entonces, desde la oscuridad, una sombra gigantesca cayó sobre los cuatro vizcaínos, descargando sobre ellos una lluvia de garrotazos, que los tiró por tierra con las cabezas rotas y las costillas hundidas: era Moko.

—¡Gracias, compadre! —gritó Carmaux—. ¡Qué granizada!

—¡Huyamos! —dijo el Corsario—. ¡Aquí ya no hay nada que hacer!

Iban a emprender la marcha, pero una patrulla se acercaba al lugar. Carmaux cedió su espada al Corsario y recogió una navaja vizcaína. Echaron a correr sigilosamente, precedidos por Moko; pero, a los pocos pasos, oyeron el andar cadencioso de otra patrulla.

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