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Authors: Emilio Salgari

El Corsario Negro (5 page)

BOOK: El Corsario Negro
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Al oír la terrible amenaza, los vecinos corrieron a ponerse a salvo; otros entraban en sus casas para rescatar sus objetos de más valor. Hasta los soldados retrocedieron.

—¡Deténgase, señor! —gritó el teniente— ¡Está usted loco!

—¡Déjeme usted en paz! Retire a la tropa.

En aquel momento se acercó al teniente un hombre con una venda ensangrentada en la cabeza; caminaba como si llevara una pierna muy herida. Carmaux se estremeció.

—¡Comandante, nos delataron! Ése es uno de los vizcaínos que nos acometieron.

—¡Señor teniente, que no se le escape! ¡Es uno de los filibusteros!

Un grito, no de espanto, sino que de furor, estalló por todas partes. Le siguieron un disparo y un gemido doloroso.

A una señal del Corsario, Carmaux había levantado el mosquete y con admirable puntería tumbó al vizcaíno.

—¡Quémenlos vivos! —gritaban algunos.

—¡Ahórquenlos en la plaza! —pedían otros.

—Son las seis de la tarde, señor —gritó el Corsario al teniente—. Mientras usted decide qué hacer, voy a tomar un bocado con el Conde de Lerma y su sobrino y beberé un vaso por usted antes de que vuele la casa.

—¿Qué vamos a hacer, capitán? preguntó Carmaux, asombrado.

—¡Quiá! ¡Nuestra última hora está más lejos que nunca! Cuando llegue la noche, ese barrilito de pólvora hará maravillas.

Entró en la habitación y sin más explicaciones cortó las amarras del Conde de Lerma y su sobrino, a quienes invitó a compartir la improvisada comida y a mantener la promesa de no intervenir en el asunto.

—¿Qué hacen mis compatriotas? He oído un vocerío ensordecedor —preguntó el conde.

—Por ahora, se limitan a sitiarnos.

—Lamento decírselo, pero el asedio continuará, y tarde o temprano tendrá usted que rendirse. Y le aseguro que sería un disgusto para mí ver a un hombre amable y valiente como usted en manos del gobernador. ¡El no perdona a los filibusteros!

—¡No me cogerá! Es preciso que arregle cuentas con el flamenco.

—¿Lo conoce usted?

—Ha sido un hombre fatal para mi familia, y si me he hecho filibustero, a él se lo debo. Pero no hablemos de esto, me lleno de odio y me vuelvo triste. ¡Beba usted, conde!

La comida terminó en silencio, sin que nada la interrumpiera. Los soldados, a pesar de sus ganas de quemar vivos a los filibusteros, no habían tomado ninguna determinación. No les faltaba el valor, ni los espantaba el barril de pólvora, pero temían por el Conde de Lerma y su sobrino, dos personas muy respetables en la ciudad.

Al caer la noche, Carmaux vio llegar más soldados a la calleja. Rápidamente llamaron al negro, quien había logrado hundir una parte del techo haciendo un, boquete de escape.

En aquel momento sonó una descarga y la casa se estremeció. Las balas horadaron las murallas y el techo.

—Les he prometido la vida —dijo el Corsario al conde y a su sobrino—, y suceda lo que quiera, sostendré mi palabra, pero ustedes deben jurar que no se rebelarán.

—Hable usted, caballero —dijo el conde—. Siento mucho que los asaltantes sean mis compatriotas. Si no lo fuesen, le aseguro que tendría el placer de combatir a su lado.

—Tienen ustedes que seguirme si no quieren volar.

—¿Cómo? ¿Van a volar mi casa? ¿Quieren arruinarme?

—¡Cállate, avaro —gritó Carmaux—. ¡Que te indemnice el gobernador!

En la calle sonó otra descarga. —

—¡Carmaux, la mecha! ¡Adelante, hombres del mar! —gritó el Corsario.

Ya en el desván, el africano, mostró el boquete. El Corsario entró por él y salió al tejado. Cuatro tejados más adelante, se veía un muro al lado de una palmera.

—¿Por allí debemos descender?

—Sí, patrón —respondió el negro.

—¿Se podrá salir por el jardín?

—¡Eso espero!

—¡Pronto! —gritó Carmaux—. ¡La casa se va a hundir bajo nuestros pies!

—¡Estoy arruinado! —exclamó el notario.

A pesar de tener que llevar en vilo al notario, que no podía moverse de espanto, los filibusteros llegaron en pocos instantes al borde del último tejado, junto a la palmera. Había allí un jardín que parecía prolongarse en dirección del campo.

—Yo conozco este jardín —dijo el conde—. Pertenece a mi amigo Morales.

—¡Bajemos pronto! —apuró Carmaux—. ¡La explosión puede lanzarnos al vacío!

Apenas había terminado de decir esto, cuando se vio brillar un enorme relámpago, al cual siguió un horroroso estampido. Inmediatamente cayeron sobre ellos trozos de maderas, muebles deshechos, pedazos de tela ardiendo.

—¿Están todos vivos? —preguntó el Corsario.

—Eso creo —respondió Wan Stiller.

Pero el notario yacía desvanecido y hubo que arrastrarlo, para evitar que muriera abrasado tras el incendio de su casa.

Ya caminaban hacia el muro que cercaba el jardín, cuando unos hombres armados de arcabuces se lanzaron fuera de la espesura gritando:

—¡Quietos, o hacemos fuego!

El Corsario empuñó la espada con la diestra y con la otra mano se quitó la pistola del cinto, dispuesto a abrirse paso; el conde lo detuvo con un gesto y adelantándose gritó:

—¡Cómo! ¿Acaso no conocen a los amigos de su amo?

—¡El señor Conde de Lerma! —exclamaron atónitos.

—Perdone usted, señor conde —dijo uno de los criados—; hemos oído una detonación espantosa, y como sabíamos que los soldados cercaban en la vecindad a unos corsarios, hemos acudido para impedirles la fuga.

—Los filibusteros han escapado ya; por lo tanto, ustedes pueden regresar. ¿No hay alguna puerta en la tapia del jardín?

—Sí, señor conde.

—Pues, ábranla, para que mis amigos y yo podamos salir.

El conde guió a los filibusteros unos doscientos pasos fuera del jardín.

—Caballero —dijo luego, deteniéndose—; usted me ha concedido la vida y yo me felicito de haberle podido prestar este pequeño servicio. Hombres tan valerosos como usted no deben morir en la horca y le aseguro que no habría perdonado al gobernador si usted hubiese caído en sus manos. ¡Vuelva usted en seguida a bordo de su buque!

—Gracias, Conde —contestó el Corsario.

Los dos nobles se estrecharon las manos cordialmente y se separaron quitándose el sombrero.

—Ése es un hombre de una pieza —dijo Carmaux—. Si volvemos a Maracaibo, no dejaré de ir a buscarle. Se detuvieron unos cuantos minutos a la sombra de un gigantesco simaruba. Cuando estuvieron ciertos de que ningún español exploraba la campiña, avanzaron a escape, siempre bajo los árboles.

Cuando llegaron a la cabaña encontraron al prisionero gemebundo.

—¿Quieren ustedes hacerme morir de hambre? Prefiero que me ahorquen en seguida.

—¿Ha venido alguien a rondar por estos sitios? —le preguntó el Corsario.

—Señor, yo no he visto más que vampiros.

—¡Anda! ¡Recoge el cadáver de mi hermano! —dijo el Corsario dirigiéndose al negro.

Luego, se volvió hacia el prisionero y le cortó las ligaduras.

—Eres libre, porque el Corsario Negro cuando promete algo lo cumple. Pero debes jurarme que cuando llegues a Maracaibo, irás donde el gobernador y le dirás que he jurado por el mar, Dios y el Infierno, que le mataré a él y a todo el que lleve el nombre de Wan Guld. Ahora, ¡vete, y no vuelvas!

—¡Gracias, señor! —dijo el español, escapando con verdadero miedo.

El Corsario se volvió a sus acompañantes:

—¡Andando: el tiempo apremia! —apuró.

3 - Una belleza flamenza en barco español

El Corsario y sus hombres, guiados por el africano, avanzaban a la carrera por el bosque, buscando alcanzar con prontitud la orilla del Golfo. Estaban inquietos por la suerte del barco, pues temían que el gobernador hubiera pedido ayuda a la escuadra del almirante Toledo.

A las dos de la mañana, Carmaux, que iba delante del negro, oyó un rumor lejano que indicaba la cercanía del mar. El Corsario hizo señas para que apresuraran más el paso y, poco después, llegaron a una playa baja llena de plantas.

La oscuridad era muy grande, pues había una niebla densa que se elevaba de las marismas que costeaban el lago.

Las crestas de las olas parecían despedir chispas y en muy pocos instantes trazos grandes de mar, poco antes negros como si fuesen tinta, se iluminaban de pronto, como si en su seno se hubiera encendido una poderosísima lámpara eléctrica.

—¡La fosforescencia! —exclamó Wan Stiller.

—¡Que el diablo se la lleve! —dijo Carmaux—. Hasta los peces parece que están de parte de los españoles.

El Corsario, entretanto, miraba el mar. Como no distinguía nada, miró hacia el Norte, y vio sobre el llameante mar una gran mancha negra que se destacaba entre la fosforescencia.

—Allí está
El Rayo
—dijo—. ¡Busquen el bote!

Carmaux y Wan Stiller se orientaron lo mejor que pudieron, pero no sabían dónde estaban. Después de recorrer más de un kilómetro, lograron descubrir la chalupa, que la marea baja había dejado entre la espesura.

Colocaron el cadáver cuidadosamente envuelto y le taparon el rostro. Inmediatamente se hicieron mar adentro, remando con vigor.

El Corsario, sentado en la popa, frente al cuerpo del ahorcado, había vuelto a caer en su tétrica melancolía.

La chalupa se deslizaba con rapidez alejándose de la playa. El agua llameaba y los remos parecían levantar chorros de chispas. Bajo las aguas, moluscos extraños ondulaban en número infinito, jugando entre aquella orgía de luz con sus cuerpos de diamantes y con sus desplazamientos, seguidos de breves relámpagos azules.

Sin dejar de remar, los filibusteros miraban en todas direcciones con inquietud, temiendo ver de un momento a otro los navíos enemigos.

Ya no distaban más de una milla del barco, el cual salía a su encuentro corriendo bordadas pequeñas, cuando llegó a sus oídos un grito extraño que semejaba un quejido y parecía terminar en un sollozo.

Ambos remeros se detuvieron en el acto y miraron en derredor llenos de espanto.

—¿Has oído? —preguntó Wan Stiller, bañado en sudor frío.

—¡Sí! —contestó Carmaux.

—¿Habrá sido un pez?

—¡Jamás he oído a un pez gritar de esa manera!

—¿Será el hermano del muerto?

—¡Silencio, camarada!

Los dos miraron al Corsario, pero éste seguía inmóvil, con los ojos fijos en el muerto.

—¿Has oído ese grito, compadre negro?

—¡Sí!

—¿Qué crees que haya sido?

—Quizás lo haya lanzado un lamantino.

—¡Hum! —exclamó Carmaux—. Habrá sido un lamantino, pero...

Se interrumpió bruscamente y palideció. Detrás de la popa del bote, entre un círculo de espuma luminosa, desaparecía una forma oscura e indecisa, hundiéndose en el acto en los negros abismos.

—¿Has visto? —preguntó con voz ahogada a Wan Stiller.

—¡Sí! —contestó éste, con un castañeteo de dientes.

—Una cabeza, ¿verdad?

—Sí, de un muerto.

—¿Y el Corsario no ha visto ni oído nada?

—¡Es el hermano muerto del Corsario Rojo llamando a su hermano!

—Tú, compadre, ¿no has visto nada?

—¡Sí; una cabeza! —contestó el africano.

—¿De quién? —preguntó Carmaux.

—De un lamantino.

—¡Al diablo!

En aquel instante resonó una voz que venía del barco.

—¡Eh!, los de la chalupa. ¿Quién vive?

—El Corsario Negro —gritó Carmaux.

Cuando el Corsario sintió que la proa del bote chocaba contra el casco del barco, hizo un movimiento como si despertara de tétricos pensamientos. Estaba asombrado de verse junto a su nave. Una vez que izaron el bote a bordo, tomó el cadáver de su hermano y fue a depositarlo junto al palo mayor.

Al ver al muerto, la tripulación que estaba escalonada, se descubrió.

Morgan, el segundo comandante, descendió del puente de órdenes y se dirigió al encuentro del Corsario Negro.

—A sus órdenes, señor! —dijo.

—¡Ya sabe usted lo que debe hacer! —respondió el Corsario con rabia y tristeza.

Comenzaba a clarear con una luz pesada como hierro. El Corsario llegó al puente y allí se quedó inmóvil. Su bandera había sido puesta a media asta, en señal de luto. Toda la tripulación estaba en cubierta. La campana resonó en la toldilla de popa y la tripulación en masa se arrodilló. En aquel momento parecía que la formidable figura del Corsario adquiría gigantescas proporciones. Su voz metálica rompió de improviso el fúnebre silencio que reinaba a bordo del buque.

—¡Hombres de mar! —gritó—. ¡Oídme! ¡Juro por Dios, por estas olas, nuestras compañeras, y por mi alma, que no gozaré de bien alguno sobre la tierra hasta que haya vengado a mis hermanos muertos por Wan Guld! ¡Que los rayos incendien mi barco y los abismos los traguen a todos si no mato a Wan Guld y no extermino a toda su familia, así como él ha exterminado la mía! ¡Hombres de mar! ¿Me han oído?

—¡Sí, comandante! —gritó la tripulación al unísono.

—¡Al agua el cadáver! —ordenó con voz sombría.

El contramaestre y tres marinos tomaron la hamaca con el cadáver y la dejaron caer. El fúnebre bulto se precipitó entre las olas, levantando un chorro de espuma como una llamarada.

De repente, lejos, se oyó otra vez el misterioso grito que tanto asustara a Carmaux y Wan Stiller.

Ambos se miraron, pálidos como dos muertos.

—¡Es el grito del Corsario Verde llamando al Corsario Rojo! —murmuró Carmaux.

—¡Sí! Los dos hermanos se han encontrado al fondo del mar.

Un silbido les cortó bruscamente la palabra.

—¡Sobre babor! —gritó el contramaestre.

El Rayo
viró de bordo, y volteó entre los islotes del lago huyendo hacia el Gran Golfo.

Las aguas se doraban ya con los primeros rayos del sol, y se extinguió de repente la fosforescencia.

El día que siguió al entierro del Corsario Rojo fue tranquilo. El comandante no se había dejado ver, había dejado el mando y el gobierno del buque a su segundo, Morgan, para encerrarse en su camarote. Nadie lo había visto, ni siquiera Wan Stiller y Carmaux. Se sospechaba, eso sí, que estaba con el africano, pues a éste tampoco se le encontraba por parte alguna del buque.

Llegada la noche, y mientras
El Rayo
recogía parte de sus velas, Wan Stiller y Carmaux, que rondaban cerca de la cámara, vieron salir por la escotilla la cabeza lanuda del africano.

—¡Eh, compadre! —dijo Carmaux al negro—. Ya era tiempo de que vinieras a saludar al compadre blanco.

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