El corazón de Tramórea (88 page)

Read El corazón de Tramórea Online

Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
9.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Perdona. —Derguín aflojó la presión y lo sujetó por la base, lo que El Mazo y él llamaban «la peana» para desagrado de Orfeo—. Necesitamos saber quiénes combaten.

—¿Vais a convertiros en cronistas de batallas?

Togul Barok agarró a Orfeo por las sienes y lo levantó. Tenía la mano tan grande que entre sus dedos la cabeza parecía la de un niño.

—Escucha bien. Limítate a darnos respuestas precisas. Mis ojos me aseguran que no eres humano y nunca lo has sido. Pero estoy seguro de que si te meto la lanza por una oreja y te la saco por la otra no volverás a decir tonterías.

—¡Esto es indignante!

Derguín no se molestó en defenderlo, pensando que tal vez una actitud más contundente conseguiría que la cabeza parlante se mostrara más colaboradora. Y así fue. Tras proferir dos o tres quejas más, Orfeo empezó a describir lo que veía. Derguín había supuesto que sus ojos o su propio cerebro tenían dispositivos de aumento, y acertó.

—El ejército más numeroso está compuesto por mujeres. Son pálidas, así que sólo pueden ser Atagairas.

—¿Atagairas aquí? —se extrañó Ahri, que abrumado por el puente de Kaluza había decidido unirse a ellos y contemplar la batalla.

—Llevan viviendo en este lugar desde hace mil quinientos años —respondió Orfeo—. Mi estimación es que sus tropas cuentan con entre cuatro mil y cinco mil efectivos. Los refuerzos que llegan desde el sur...

—¿Desde el sur? —Ahri levantó los ojos hacia el sol—. ¿Aquí hay puntos cardinales?

—Mirando hacia el puente de Kaluza es el norte, mirando en dirección contraria es el sur. Es fácil de recordar.

—Desde luego. Sigue, Orfeo.

Al ver que ya cooperaba de mejor grado, Togul Barok le devolvió la cabeza a Derguín. Orfeo siguió describiendo la situación.

—Los refuerzos constan de tres mil efectivos. Al ritmo al que avanzan, entrarán en la liza en unos cuarenta minutos. Si es que para entonces sigue habiendo batalla.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Derguín, aunque la respuesta era previsible.

—El ejército más reducido tiene menos de mil efectivos. Hay mujeres también entre ellos, pero su armamento es distinto al de las Atagairas de Agarta.

El corazón de Derguín, que ya llevaba un rato latiendo rápido, se aceleró todavía más.

—¿Puedes ver algún estandarte en ese ejército?

—Voy a buscar. Sí. Es un narval blanco.

Derguín se puso en pie.

—¡Kratos! Yo tenía razón. ¡Han sobrevivido a ese remolino! ¡No sé cómo lo han hecho, pero lo han conseguido!

—Pues es una lástima salir de la cazuela para caer en las llamas —dijo Togul Barok—. Me temo que no va a quedar ni uno con vida.

—Eso lo veremos.

—¿Qué pretendes hacer? ¿Batirte tú solo contra miles de exuberantes guerreras?

—Yo solo no.

Derguín se volvió hacia quien ya no sabía si era su medio hermano o su lejano descendiente y le miró a los ojos. Las dobles pupilas del emperador se estrecharon.

—¿Pretendes que nos metamos en esa refriega? Lo lamento por tu amigo Kratos, pero nosotros tan sólo tenemos que ir a esa cosa de allí —dijo Togul Barok señalando a la inmensa mole del puente.

—Sí, pero para ir adonde tú dices tenemos que pasar por ahí —respondió Derguín, apuntando por su parte al el campo de batalla.

—En tal caso, esperemos a que termine el combate.

—Sería demasiado tarde. Además ¿quién te asegura que las vencedoras van a abandonar el campo en lugar de quedarse festejando la victoria tres días ahí abajo?

Togul Barok resopló, y se tocó en los nudillos con la sien.

—Malditos hermanos pequeños —masculló—. ¿Es que ahora os tenéis que poner de acuerdo?

Derguín no sabía de qué estaba hablando, aunque el gesto del emperador le recordó al rictus de ira y dolor que le había visto cuando se enfrentaron en la torre de Arak. Ya que parecía dispuesto a dejarse llevar por la furia del combate, lo mejor que podía hacer era aguijonearlo todavía más.

Desenvainó a
Zemal
y la levantó ante su rostro.

—Hermano, extiende tu lanza —le dijo.

—¿Qué pretendes?

—Tú hazlo.

Togul Barok desenganchó la lanza del arnés de la espalda e hizo lo que le pedía Derguín. Éste giró la muñeca y acercó la espada para tocar la lanza con el plano de la hoja. Cuando ambas armas se rozaron, las chispas de
Zemal
recorrieron la lanza de Prentadurt, que se calentó como una barra de hierro en la fragua del herrero.

—¡La lanza negra vuelve a ser roja! —dijo Derguín—. ¡Ahora eres la mismísima reencarnación del gran Manígulat!

A cambio, las llamas de la Espada de Fuego adquirieron tintes purpúreos, como si por su hoja corriera oscura sangre de las venas. Derguín levantó la espada sobre su cabeza, y Togul Barok siguió su movimiento. Las pupilas dobles se le habían agrandado tanto que casi devoraban los iris, y las aletas de la nariz se dilataron venteando el olor de la batalla.

Derguín recitó con fuerte voz:

Dos hermanos medio hermanos

lucharán por la luz
.

Cuando un medio hermano

posea de Tarimán el arma

entonces lanza negra y espada roja

entre sí chocarán en el terrible Prates

donde arden por siempre las llamas del gran fuego
.

Entonces la sangre de la tierra y la sangre del cielo

entre sí lucharán

y será el momento del más fuerte
.

—¡La profecía se cumple! —exclamó—. Los hermanos medio hermanos no lucharán entre sí, sino espalda con espalda.
Zemal
y la lanza negra ya han chocado aquí, bajo las llamas del gran fuego —añadió, señalando con la punta de la espada al sol rojo que ardía sobre sus cabezas—. Nosotros somos la sangre de la tierra. ¡Ha llegado el momento de demostrar que también somos los más fuertes!

CIELOS DE AGARTA

K
ratos salió corriendo de la fragua de Tarimán. No se sentía demasiado bien retirándose así de una situación peligrosa, pero habiendo dioses y magos de por medio un simple mortal no podía acabar bien parado.

Encontrar la cueva le había resultado muy difícil, pero en el regreso no debería tener pérdida. Para reunirse con sus tropas, debía bajar de la montaña y dirigirse hacia el norte, un punto cardinal que en aquel mundo era imposible perder de vista. Incluso dándole la espalda al puente de Kaluza, sentía su inmensa presencia cerniéndose sobre él.

Por el momento decidió no descender, sino seguir el mismo camino que había tomado por la mañana. Había ordenado a sus hombres que se pusieran en marcha si él no aparecía al amanecer del segundo día. Desde la cresta del Espolón tendría un panorama más amplio y despejado para comprobar dónde se encontraba su ejército.

Todavía no había llegado allí cuando tuvo la intuición de que se avecinaba una amenaza. Corrió hacia la cresta saltando entre las piedras con riesgo de partirse la crisma. Entonces oyó el aire silbar a su espalda y notó una sombra que se cernía sobre su cabeza. Al momento, algo lo agarró por la casaca y lo levantó por el aire como un águila podría arrebatar a un polluelo.

—¡Gusano humano! —exclamó Anfiún. Su voz era inconfundible, aunque esta vez no brotara de ninguna estatua ni imagen fantasmagórica, sino de una garganta real—. ¿No eras tú el que iba a ensartar mis tripas en su lanza? ¿Creías que me iba a olvidar de ti?

En cuestión de segundos habían dejado la ladera muy abajo. Kratos miró al suelo y vio la sombra que proyectaba su captor sobre las peñas. La suya ni se distinguía, tapada por la mole de Anfiún. Si éste lo soltaba y caía desde ahí, moriría con todos los huesos rotos. Por otra parte, si desenvainaba a
Talavãra
y conseguía herir o matar al dios, también acabaría estrellándose.

Trató de provocar a Anfiún para que lo bajara a tierra.

—¿No vas a pelear en el suelo, como un hombre? —dijo. Pero en el mismo momento en que pronunció estas palabras, supo que su desafío no era el más adecuado.

—¡Ja ja ja! ¡Eso te lo dejo a ti! ¿Recuerdas cómo te ufanabas? ¡«Soy un hombre, un vulgar hombre que ha de morir, pero no sin ver antes tus huesos desparramados por el suelo»! ¿Quién va quedar desparramado ahora, hombrecito? ¿Quién, dímelo?

El aire silbaba en la cara de Kratos y agitaba su ropa. Aunque el sol había adquirido color naranja, allí en las alturas hacía frío. Por encima de su cabeza veía la del dios, poco más grande que la suya, el órgano más pequeño de esa mole de músculos. Anfiún sonreía mientras lo miraba con sus ojos rojos.

El dios se dejó caer en picado como un halcón. Kratos vio cómo su sombra, siempre en la vertical bajo ellos, se hacía cada vez más grande y se desplazaba a toda velocidad por las rocas.

A unos cinco metros del suelo, Anfiún corrigió el rumbo. Kratos, que había contenido la respiración, tomó aire. Pero el dios se dirigió ahora contra el borde de un crestón tan afilado como los dientes de una sierra. Por puro instinto, Kratos encogió las piernas, aunque sabía que era inútil y que se las iba a romper contra las rocas, si es que no quedaba partido en dos de cintura para abajo.

El dios esquivó el obstáculo en el último momento. Kratos se mordió los labios para no gritar. Moriría, pero al menos no le daría a Anfiún el placer de oír sus chillidos como si fuera una rata asustada.

Anfiún volvió a bajar y se dirigió hacia otro respaldón. Sin duda, el juego debía de resultarle muy divertido.

De pronto, algo cambió. Una luz intensa y blanca bañó las rocas y borró todas las sombras.

Se oyó un estampido ensordecedor, y un muro de aire caliente los empujó por detrás, acelerando todavía más su vuelo. El dios pareció a punto de perder el control, pero cuando tenían la pared tan cerca que se antojaba imposible no estrellarse, giró en ángulo recto hacia arriba. Kratos dio un tirón salvaje de sus músculos abdominales para encogerse, y subió las piernas por encima de la cabeza con tal fuerza que se golpeó con la rodilla en la frente.

El dios de la guerra describió un giro inverosímil en pleno vuelo. Por un instante Kratos se vio por encima de él y perdió toda sensación de peso. Estaban mirando hacia el sur. Allí, en la ladera meridional, se había levantado una gran llamarada que subía hacia las alturas, coronando una nube de humo en forma de seta.

Anfiún se detuvo suspendido en el aire, y Kratos volvió a quedar colgado bajo él. Esta vez había conseguido al menos retorcerse lo suficiente para aferrarse al antebrazo del dios. El blindaje que lo recubría tenía algunas muescas y salientes, pero no se hacía muchas ilusiones. Si Anfiún quería librarse de él, lo haría. Eso si no decidía aplastarle el cráneo con la otra mano. Su tamaño era tan desproporcionado que habría podido coger la cabeza de Kratos en la palma y juntar los dedos debajo de la barbilla.

El dios dijo algo con su voz retumbante. Luego debió darse cuenta de que Kratos no lo entendía y añadió en Ainari:

—O Tarimán ha muerto, o lo han hecho Tubilok y ese marica humano. Como sea, bueno para mí y malo para ellos.

Levantó a Kratos y lo puso delante de su cara. Él siguió aferrado a su antebrazo, procurando no herirse con los pinchos del guantelete.

—No le contarás a Tubilok lo que he dicho, ¿verdad?

—No me vas a dejar con vida para que se lo cuente.

Él sonrió. Tenía una doble hilera de dientes de metal, todos ellos terminados en punta. Sus iris brillaron, y un segundo después dos hilos de luz roja se materializaron entre él y Kratos. Ocurrió tan rápido que apenas los llegó a ver, pero en su casaca se abrieron dos agujeros humeantes y notó cómo los anillos de metal que llevaba debajo se calentaban.

—Podría abrasarte los ojos y el cerebro —dijo Anfiún—. Seguro que no notarías la diferencia.

Kratos le aguantó la mirada, pero tomó nota. Si los iris volvían a iluminarse, debía apartarse lo antes posible.

—¡Vamos a divertirnos antes de que Tubilok me reclame! —dijo el dios de repente, y se puso en movimiento a tal velocidad que Kratos notó cómo se le removían los sesos dentro del cráneo.

Volvieron a volar hacia el norte. Al sobrepasar la estribación oriental, señalada en el mapa como el Puñal, Anfiún se dejó caer en otro picado, tan pegado a la ladera que las cornisas y agujas de roca pasaban rozando los pies de Kratos. El dios volaba tumbado, como si nadara, y bajo su corpachón Kratos, empujado hacia atrás por el viento, iba prácticamente igual.

Dame una oportunidad, bastardo. Sólo una y te arreglaré las cuentas
, pensó.

Por fin, dejaron atrás las rocas de la montaña y sobrevolaron la llanura.

—Parece que se va a librar una batalla, hombrecito —dijo Anfiún—. Vamos a mirar.

El dios se quedó clavado en el aire, a unos quinientos metros de altura. Kratos nunca había contemplado un campo de combate desde aquella perspectiva. Había dos ejércitos, uno frente al otro. El que se encontraba más al sur era el suyo, estaba casi seguro. Los Invictos y las Atagairas habían avanzado más de lo que él esperaba. De hecho, no debían hallarse a más de una hora de camino de los pilares del puente. Pero se habían topado con un obstáculo que les impedía llegar hasta allí y habían adoptado formación de batalla. Se habían alineado de este a oeste en una línea delgada y a la vez corta, la peor combinación posible, pero también la única factible con tan pocas tropas. Frente a ellos, cortándoles el paso al puente de Kaluza, había un ejército cuyo frente ocupaba el triple de extensión y al menos el doble de profundidad que el de los Tramoreanos.

Por el número de tropas, Kratos pensó que debía de tratarse de la propia reina. Le había ordenado a Abatón que, si se encontraban con algún contingente numeroso, mantuviera la posición y enviara a Urusamsha a negociar. Esperaba que lo estuviera haciendo, porque si sus hombres intentaban abrirse paso a la fuerza les iba a resultar imposible. En la batalla de la Roca de Sangre Kratos había aprovechado que el terreno era lo bastante estrecho para impedir el despliegue del Martal al menos durante la primera fase del combate. Allí Abatón no tenía esa posibilidad.

—Mira, hombrecito —dijo Anfiún, girándose en el aire—. Se oyen tambores. Parece que hay más gente que se une a la fiesta.

Un tercer ejército venía desde el sur. Por si faltaba algo, los Invictos y las Atagairas iban a quedar atrapados entre dos frentes.

Other books

Love Bites by Barbeau, Adrienne
Burnt Offerings (Valancourt 20th Century Classics) by Robert Marasco, Stephen Graham Jones
Fair Game by Jasmine Haynes
The Wife by S.P. Cervantes
Soccer Hero by Stephanie Peters
Revolt in 2100 by Robert A. Heinlein
Sweet Damage by Rebecca James