El corazón de Tramórea (98 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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—En este estado ciertas formas de energía no sirven para nada —explicó el dios—. Mi lanza sólo es una vara de metal terminada en una punta afilada. Pero con ella me basta para matarte.

Sin previo aviso, Tubilok dio dos pasos hacia él y descargó un golpe sobre Derguín. Éste interpuso la espada a tiempo de desviarlo, pero el impacto fue tan brutal que la vibración le recorrió todo el brazo y le entumeció el codo.

Tubilok volvió a retroceder.

—Tarimán era ladino y experto en artimañas. No sé qué más trampas podría esconder tu espada. Por eso, prefiero el riesgo de perder el poder de mi arma a cambio de privarte a ti de la tuya para que luchemos en igualdad de condiciones.

—¿Igualdad de condiciones? —dijo Derguín, reculando también—. ¡Tú mides tres metros y pesas media tonelada!

—No voy a encoger por igualar fuerzas, pequeño mortal. Cada uno es lo que es, y debe conocer sus limitaciones antes de inmiscuirse en combates que no le atañen.

—¿Que no me atañen? Quieres destruir nuestro mundo.

—El tiempo corre incluso aquí. No voy a discutir más contigo.

El dios volvió a avanzar hacia él. Cada zancada suya cubría casi dos metros. Derguín empezó a retroceder, prácticamente brincando para mantenerse alejado de él, pero era muy difícil evitar que aquel gigante le comiera la distancia.

El arma de Prentadurt volvió a caer desde las alturas. Si hubiera sido una lanza normal con astil de madera, Derguín habría bloqueado el golpe y luego habría tirado un tajo para partirla en dos. Pero estaba forjada toda ella en metal o algo parecido al metal, y medía medio metro más que
Zemal
. Aunque no tenía filo, sólo un pincho al final de la contera, ya había comprobado que golpeaba con la contundencia de un martillo de guerra.

Derguín esquivó el golpe hurtando el cuerpo a un lado, y aprovechó el movimiento para lanzar su propio ataque. La hoja de
Zemal
impactó contra la armadura de Tubilok con un sordo
klagg
. Fue como dar un espadazo a una columna de mármol.

Derguín se apartó otra vez. La cabeza, se dijo, debía atacar a la cabeza aprovechando que se había quitado el casco.

El problema era que esa cabeza se encontraba a tres metros de altura.

Derguín adoptó otra guardia. Levantó el brazo derecho y dirigió la punta de
Zemal
hacia el rostro de Tubilok. No se hallaba a la distancia ni a la altura adecuadas, pero al menos amenazaba. Sabía que cualquier rival se siente menos tranquilo cuando ve el acero cerca de los ojos.

—Esto va a terminar ya, hombrecito —dijo el dios—. De veras que no tengo tiempo.

Tubilok volvió a levantar la lanza y a descargar un golpe desde arriba. No buscaba variedad, sabía que la pura potencia de su ataque infundía pavor y que si impactaba otra vez derribaría a Derguín y lo tendría a su merced.

Derguín brincó a un lado, y la lanza le pasó rozando el brazo izquierdo. Aprovechando el pequeño rebote en el suelo, saltó hacia arriba y tiró una estocada. La punta de
Zemal
arañó la mejilla de Tubilok y le arrancó la primera sangre. De haber sido un adversario de tamaño normal, la pelea se habría terminado allí, porque Derguín le habría atravesado la cabeza.

—¡Maldito mortal, cómo te atreves a herir a tu dios! —rugió Tubilok, y una furia homicida contrajo sus rasgos.

El siguiente ataque vino de costado, un mandoble asestado con todo el recorrido de aquellos larguísimos brazos y apoyado por una masa de cientos de kilos. En su posición, Derguín no podía esquivarlo, tan sólo interponer la espada. Lo hizo, pero la potencia que llevaba el golpe era tal que su propio acero chocó contra su brazo izquierdo y él cayó al suelo de nuevo.

Tubilok le pisó la mano derecha, se agachó sobre él y le clavó la rodilla en el pecho. Su peso era abrumador. El dios agarró el yelmo de Derguín con una sola mano, tiró de él y se lo quitó.

Se vieron cara a cara los dos por primera vez, sin cristales transmutables de por medio.

—Fuiste tú. No lo niegues.

—Fue mi antepasado Zenort quien te derrotó, no yo. —La armadura aguantaba bien los golpes, pero la presión la estaba deformando. Derguín sentía cómo se le aplastaban las costillas. Aunque apenas podía respirar, masculló a duras penas—: Pero lo habría hecho gustoso.

Tubilok sonrió casi con pena y levantó la lanza de nuevo para destrozar la cara de Derguín.

Lo intenté
, pensó el Zemalnit. Pero de nada habían valido las argucias de Tarimán.

Tubilok apretó los dientes. Su gesto de serenidad se transmutó en otro de vesania en un mismo latido del corazón.

Derguín no quería, pero sus reflejos lo dominaron y cerró los párpados.

Se oyó otro sordo
klaggg
.

Abrió los ojos. La contera de la lanza se hallaba a un palmo de su cara. Un objeto metálico había interceptado el ataque, chocando contra el brazo blindado de Tubilok.

Derguín miró a su izquierda. Togul Barok empuñaba la mitad superior de la lanza de Prentadurt con ambos brazos y, apretando los dientes, hacía fuerza para evitar que Tubilok rematara su estocada. Las venas de su cuello y sus sienes se hincharon como sogas, pero consiguió apartar el arma de Tubilok. Después, sin esperar medio segundo, llevó los brazos hacia la derecha para tomar impulso y descargó un golpe tremendo en la cara del dios con el astil rojo.

Tubilok dio un grito de dolor, se levantó de un salto y retrocedió. Derguín se levantó por fin y trazó un par de círculos con la espada. Milagrosamente, el brazo no estaba roto.

Togul Barok lo miró con una sonrisa salvaje.

—La profecía decía «Dos hermanos medio hermanos lucharán por la luz», pero ahora somos tres.

—¿Qué quieres decir?

—Mi hermano Quimera lucha con nosotros —dijo el emperador tocándose la sien.

Tubilok tenía una herida en la cabeza. La joya que llevaba en la frente había desaparecido. Un reguero de sangre le caía sobre la ceja y el ojo derecho, tapándole la visión. La hemorragia no era mortal, pero no mostraba trazas de parar.

Al parecer, en el mundo de la materia oscura los nanos de autorreparación de los dioses tampoco funcionaban.

Con un grito de rabia, Tubilok se abalanzó sobre Togul Barok. Éste detuvo el golpe como pudo y, aunque retrocedió ante el peso de su enemigo, aguantó el impacto mejor de lo que lo habría hecho Derguín. Las dos armas se quedaron trabadas.

Ambos empezaron a empujar con las lanzas dibujando una X entre sus cuerpos. Tras ellos, Derguín intuyó dos fantasmas, uno de pie y otro caído, pero no prestó atención. La batalla que a él le atañía se estaba librando allí.

Los pies de Togul Barok se arrastraban por el suelo, pero seguía resistiendo. Derguín aprovechó para atacar, dio un salto en el aire y tiró una estocada a Tubilok.

La punta de su espada penetró por la oreja, pero al topar con el hueso resbaló y no pasó más allá. Tubilok volvió a aullar de furia y dolor y retrocedió, dejando libre a Togul Barok.

—¿De qué tiene hecho el cráneo? —preguntó Derguín a su medio hermano.

—¡No lo sé, pero Quimera dice que averigüemos de qué tiene hecha la carne!

Los dos se abalanzaron sobre él al mismo tiempo, uno por cada lado, y empezaron a descargar una lluvia de golpes. La técnica había desaparecido, todo era furia y deseos de machacar al enemigo y romperle los huesos. Tubilok tenía un ojo tapado por la sangre, lo que lo hacía parecer más loco que nunca.

Togul Barok golpeó con el filo de la moharra en el pecho de la armadura de Tubilok. A otro enemigo lo habría partido en dos, pero el blindaje del dios resistió. Rabioso, Tubilok le tiró un codazo a la cara. Se oyó un sordo chasquido, y la nariz rota de Togul Barok escupió un chorro de sangre. Pero el emperador agarró el brazo de Tubilok, le puso la zancadilla con ambas piernas y tiró de él para arrastrarlo al suelo.

El dios cayó sobre Togul Barok, que resopló cuando sus costillas crujieron bajo el peso combinado de su rival y su armadura.

La cabeza de Tubilok había quedado a la altura de la espada de Derguín, y su postura casi tumbada hacía que entre el borde de la coraza y la barbilla quedara un hueco de poco más de medio dedo.

Si en verdad era un
natural
, Derguín no necesitaría más que eso.

Con ambas manos, lanzó una estocada apoyada por todo el impulso de su cuerpo. La punta de
Zemal
atinó en el resquicio, rasgó la piel, rompió los tejidos, desgarró las venas y atravesó los cartílagos de la tráquea. Cuando por fin topó con el hueso reforzado y se detuvo, había causado graves estragos en la garganta del dios.

Derguín sacó la espada y retrocedió. Al hacerlo, del cuello de Tubilok brotó un borbotón de sangre, y después otro, y un tercero más. El dios se apartó de Togul Barok y trató de incorporarse, pero las fuerzas lo abandonaron y cayó de rodillas, tratando de contener la hemorragia con el guantelete.

Genuflexo, era poco más alto que Derguín. El joven se acercó de frente a Tubilok y lo miró a la cara. Sus ojos, uno azul y otro cubierto de sangre, le devolvieron la mirada con odio.

—Tengo un recado de un viejo amigo —dijo Derguín, preparándose para la estocada final—. Tarimán se lo dio a Orfeo para que él me lo diera a mí, y ahora yo te lo entrego a ti, su destinatario.

Tubilok quiso decir algo, pero de sus labios sólo salió un gorgoteo ininteligible.

—Desde el reino de la muerte, Tarimán te recuerda que la mujer a la que asesinaste, la madre de su hija, se llamaba
Zemal
. Como esta espada.

Tubilok tosió. El chorro brotó con tal fuerza que salpicó el peto de Derguín.

—Eso no es todo —añadió el Zemalnit—. También me dijo que eras muy aficionado a citar frases de otras personas y otras épocas, pero que él tenía su propia frase favorita y quería que te la dijera.

Derguín echó el brazo atrás, y después lanzó otra estocada con la precisión de un bisturí. La punta de
Zemal
penetró justo entre las dos pupilas del ojo izquierdo de Tubilok, reventó el globo ocular y siguió camino por la cuenca. Derguín había puesto tanta rabia y fuerza en el golpe que incluso la lámina que reforzaba el hueso del cráneo cedió, y el acero que Tarimán había extraído de los restos de una supernova se hundió en su cerebro.


Sic semper tyrannis!!
—gritó Derguín Gorión, el Zemalnit.

BARDALIUT

C
uando Taniar y el Gran Barantán llegaron al casquete sur de Isla Tres, encontraron allí a Ziyam. Sin energía, el sarcófago médico se había abierto solo. Ahora la Atagaira flotaba delante de la escotilla, mirando perpleja a su alrededor. Aunque su aspecto había mejorado en los últimos días, tenía la mirada perdida de un cachorro abandonado, y el Gran Barantán se compadeció de ella.

—Vamos a llevarla con nosotros —dijo el hombrecillo.

—¿Por qué? —preguntó Taniar—. No nos hace falta.

—Está aquí, podemos salvarla y es una mujer hermosa. ¿Se necesitan más razones?

Taniar no contestó. ¿Qué podía decirle, «Me da miedo, creo que esa mujer está poseída por un demonio»?

La esclusa tenía un mecanismo de apertura manual para fallos de energía. Taniar lo abrió y los tres pasaron a la cámara intermedia. La diosa volvió a cerrar tras de sí, y la estancia giró ciento ochenta grados hasta mostrar la segunda escotilla. Alrededor de ésta había varias ventanas. Taniar se asomó y buscó el cilindro de la sala de control entre las estrellas.

—¡Allí está! Veo las luces.

—¿Tubilok no las ha cortado también? —preguntó el Gran Barantán.

—Necesita que la sala de control funcione para dominar la energía de las tres lunas. —Taniar entrecerró los ojos y lanzó un breve pulso de telemetría a través del cristal—. Estamos a diez kilómetros. ¿Crees que podrás?

—¿Dudas de mí? Desde Etemenanki hasta aquí había bastante más distancia que ésa, ¡oh diosa!

—Está bien, no tengo nada que perder. Prepara tu conjuro o como lo llames.

El Gran Barantán cerró los ojos, levantó su bastón y salmodió algo entre dientes. Cuando vio que alrededor de él y de Ziyam empezaban a orbitar unos minúsculos puntos de luz, Taniar abrió la siguiente esclusa.

El vacío del espacio absorbió la atmósfera interior de la cámara en menos de un segundo. Taniar ya se había abrazado al Gran Barantán. El empuje del aire los arrastró, y de pronto se vieron flotando fuera del gran cilindro central.

Taniar respiró.
Podía
respirar. A su alrededor se había formado una especie de burbuja blanquecina, lo bastante transparente para ver el exterior. Tocó las paredes con aprensión. Se movían y palpitaban como si fueran gelatina.

—No te preocupes, diosa de poca fe —dijo el Gran Barantán—. Las paredes resistirán.

—Pero no puedo empujar esto. Es demasiado elástico.

—Tú abrázame otra vez y vuela. La burbuja acompaña a mi cuerpo, así que si no te separas de él, cosa que dados mis indudables encantos no debe resultar difícil, nos moveremos todos juntos.

Taniar frunció el ceño.

—Estoy convencida de que conoces algún otro método en que no sea necesario que vayamos tan pegados.

—Tal vez lo conocía, pero encerrado en las cintas atrópicas se me han olvidado muchas cosas.

Taniar lo rodeó con un brazo, y dejó que el hombrecillo se encargara de agarrar a Ziyam. Podía parecer una superstición impropia de una humana acrecentada que se hacía llamar diosa, pero no quería tocarla.

Activó el anillo de vuelo y se dirigió hacia las luces que indicaban la posición de la sala de control. Tardaron un par de minutos en llegar. Tubilok no debía haber previsto que nadie saliese del Bardaliut en una burbuja mágica, de modo que no había cambiado la clave de apertura que Taniar conocía.

Atravesaron las esclusas y entraron a la sala. Una vez allí, el Gran Barantán pinchó la burbuja con su bastón y la hizo desaparecer. Taniar tiró de él hacia el suelo del cilindro, y los tres bajaron.

Una vez allí, Taniar activó varios tableros virtuales. Ziyam la miraba con una sonrisa bobalicona. La diosa pensó que el íncubo que la poseía debía haberle absorbido los sesos para luego abandonarla.

Se concentró en los controles. Un minuto después había encontrado la secuencia que iba a activar la ignición de las tres lunas. Faltaban quince minutos.

—¡Aquí está! Sólo tengo que anular el proceso y la conjunción será tan anodina como cualquier otra.

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