—Me defraudáis —dijo don Saverio.
—¿Por qué? —intervino Di Blasi—. Más allá del hecho de que cada hombre los experimenta...
—¡Cada hombre! Esto es lo que no puedo tragarme —se encrespó don Saverio.
—¿Y cuál es la diferencia entre vos y aquellos hombres que están allí abajo? —preguntó Di Blasi, señalando unos pescadores que remendaban redes, mientras las mantenían tensas con los dedos de los pies.
—¿No la advertís por vos mismo?
—No logro ver esa diferencia. Veo igualdad. Sólo ocurre que nosotros estamos aquí, ociosos, gozando del fresco, bien vestidos, bien peinados y ellos trabajan.
—¿Y eso no os parece importante?
—Nada importante. A menos que quisierais analizar el asunto con relación a la justicia. En ese caso, reconoceré que entre nosotros y ellos existen gravísimas y vergonzosas diferencias... Quiero decir que son vergonzosas para nosotros... Pero entre su esencia de hombres y nuestra esencia de hombres no existe ninguna diferencia: esos pescadores son hombres como vos y como yo... Dejad que desaparezcan aquellos horrendos conceptos de mío y tuyo...
—¿Y qué sería yo sin lo mío?
—Un hombre... ¿No basta?
—Pero es que lo soy mucho más con mis tierras, con mis casas... Y vos lo sois mucho más con la renta que habéis recibido de vuestro padre y de vuestra madre...
—Lo somos más en el sentido de que gracias a una renta nos estamos aquí discutiendo sobre nuestra esencia de hombres, hablando de libros que hemos leído, gozando de la belleza... Pero con pensar tan sólo que nuestro
más
está pagado por el esfuerzo de otros hombres, nos hallamos en
menos
...
—Ese ha sido un discurso complicado—dijo don Saverio y se dispuso a matizarlo—. Puedo concederos que no existen diferencias entre nosotros y esos pescadores. Pero no me negaréis que entre mí mismo y aquél no se advierte una cierta diferencia —con un gesto había señalado a don Giuseppe Vassallo que, del brazo con su mujer, recorría el paseo: hacían la figura de un cangrejo aferrado a un bello trozo de coral.
—Oh, pero él tiene una hermosa mujer —apuntó Jannello.
—Pero no es un mérito que le pertenezca... Ella, pobrecita, no tenía ni un grano de dote, y este escuerzo, en cambio, es rico —explicó Meli, que siempre tenía información acerca de todo lo que sucedía a su alrededor.
—Pero es una mujer virtuosa: al cabo de cuatro años de matrimonio, no he oído decir que se haya decidido a ponerle los cuernos —dijo el barón de Porcari.
—¿Y dónde se los podría poner? ¿No veis que el marido no tiene frente? —repuso Meli.
—No hay modo de terminar una conversación, aquí —se lamentó don Saverio—. Yo hablaba con nuestro abate Vella... ¿De qué hablábamos?
—Del sentimiento.
—Del sentimiento... Y vos, si no me equivoco, habíais dicho que lo experimentáis.
—Me parece que sí.
—¿No estáis seguro?
—No lo estoy en el sentido que vos le adjudicáis a la palabra. Si os referís a una moda, al conjunto de cosas que constituyen una moda, al hombre de sentimiento, a los desfallecimientos de las señoras, a los pastores de nuestro amigo Meli, os respondo decididamente que no. Pero si os referís al sentimiento como a una parte constitutiva de la igualdad, de la que incluso la moda es fruto inconsciente, en este caso os digo que también yo participo del sentimiento, en cierta manera.
—¿Cómo? ¿Cómo? —preguntó con aire de obtusa sorpresa don Saverio. Y, por cierto, el mismo fray Giuseppe estaba un tanto sorprendido.
Le sorprendía su pronta comprensión del tema, el acuerdo de su mente, por lo común ajena a preocupaciones semejantes y por entero aguzada en un desprecio radical, en un esquema de pensamiento en el que no se reflejaban ni el propio destino ni la propia felicidad, sino el destino y la felicidad de todos los hombres. Y experimentó una vaga inquietud, que parecía nacer de la erupción de complicaciones y contradicciones internas. «Es preciso obrar con cautela», se dijo. Pero no se refería al hecho de hablar, puesto que en aquellos momentos en Palermo se podía expresar sin peligro cualquier idea, más bien se pedía a sí mismo cautela en el pensar. «Los pensamientos que llegan al estado de ideas son como tumores: crecen dentro de ti, te destrozan, te enceguecen».
—Habláis como un libro cerrado —dijo Meli, lleno de ponzoña por la alusión a sus pastores.
—De ninguna manera —intervino Di Blasi—. Fray Giuseppe ha expresado su opinión personal con extraordinaria lucidez. Porque bajo el curso de la moda justamente es eso lo que yace: lo sentimental como elemento de igualdad, como elemento de la revolución...
—¿Qué revolución? ¿Vos creéis que hay una revolución en el aire?—y con gesto cómico, Meli alzó la cabeza, para husmear como un perro de caza.
—No tenéis olfato para ventearla —dijo Jannello.
—En cambio, yo sí la huelo —aseguró don Saverio—. Y os digo más: la veo... Veo al marqués de Caracciolo acompañado por el pueblo enfurecido, en dirección al puerto, entre silbidos, mofas, escarnios e inmundicias... Tal como le había ocurrido a aquel inocente del virrey Fogliani, del mismísimo modo...
—No niego que ese hecho pueda producirse: nuestra plebe está habituada a lamer la mano que la golpea y a morder la que trata de brindarle algún beneficio... Podría producirse, aunque el marqués de Caracciolo es un hombre muy distinto a Fogliani y tan sólo muerto soportaría el ultraje a su autoridad... Pero eso no sería una revolución: sería, precisamente, lo contrario de una revolución —dijo Di Blasi.
—Desde mi punto de vista sería una revolución —aseguró don Saverio—. Aun cuando, como vosotros bien lo sabéis, Caracciolo como hombre me cae simpático...
—Es un hombre extraordinario —apuntó el barón de Porcari.
—Aunque el marqués de Caracciolo no fuese el hombre que es —dijo Di Blasi con tono animado— no puedo menos que reconocer que cada vez que me acerco a él, cada vez que me dirige la palabra, me siento... emocionado, eso es, conmovido... Este hombre, me digo, ha conocido a Rousseau, ha hablado con Voltaire, con Diderot, con D'Alembert... A propósito: ¿sabéis que ha muerto Diderot? El treinta y uno del mes pasado...
—Enviadle un pésame al virrey —dijo don Saverio, mientras se ponía de pie.
El
Consejo de Sicilia
estaba ya en su punto: el códice de San Martino había sido corrompido por entero, con gran habilidad, con arte, incluso. El texto italiano estaba a punto, aunque aún era necesaria una definitiva y cuidadosa revisión, que resolviera no pocas incongruencias y equívocos. Pero esa tarea correspondería, más bien, a monseñor Airoldi, que en esos momentos había asumido una actitud de porfía frente a Gregorio y a todos aquellos que, o bien estaban de acuerdo con el canónigo, o bien seguían las alternativas del caso en calidad de divertidos espectadores.
Ahora, fray Giuseppe se dedicaba totalmente a la fabricación del
Consejo de Egipto
. Y como aquel que desde un tenducho miserable se expande hacia un comercio más amplio, confiado en el viento de la: fortuna, había hecho llamar a un fiel amigo maltes, el monje Giuseppe Cammilleri, para que le ayudara en el trabajo material. Cammilleri era hombre de su misma pasta, pero de mente sórdida y lenta, de apetitos elementales e inmediatos. En cuanto a mantener un secreto, se podía confiar en él como en una tumba, si bien era imprescindible depositar en la tumba el mismo óbolo que los antiguos solían depositar en las tumbas de sus seres queridos. Y por la forma en que desaparecía entre las manos del monje el dinero que fray Giuseppe le entregaba, bien se podría haber pensado que su destino era convertirse en hallazgo de anticuarios o, para utilizar un vocablo más moderno, de arqueólogos. «Sin duda le entierra en el huerto», pensaba fray Giuseppe, porque entre los efectos del monje, que de tanto en tanto inspeccionaba con sumo cuidado, no lograba descubrir evidencias de que Cammilleri gastase nada, puesto que ni siquiera salía de la casa. En realidad, el monje enterraba sus dineros en el seno de una prostituta que iba a visitarle durante las horas en las que el amo de la casa se hallaba fuera, es decir entre el avemaria y los dos toques de la noche. Generosísima dádiva, según la opinión del maltes, misérrima, según el parecer de la mujerzuela. Y así, bajo el techo de fray Giuseppe Vella, en la casa donde monseñor Airoldi lo había alojado con amabilidad, a cada visita prohibida nacía una discusión en cuyo transcurso ciertos vicios, ciertas cualidades y muchas otras cosas resultaban ser llamadas por el más crudo de los nombres posibles.
Por fortuna, fray Giuseppe no sospechaba de nada. De lo contrario, profundas hubieran sido sus inquietudes y tribulaciones, porque ya no podía hacer regresar a Malta al monje, depositario de un peligroso secreto y menos posible aún le sería admitir que en su propia casa continuase tan torpe ejercicio. Además, la casa se hallaba muy apartada y las primeras sombras de la noche la sumergían en una soledad tan absoluta que hasta inspiraba toda suerte de temores.
Ignorante de la tosca pasión en la que el monje se desfogaba, con absoluta impunidad, a sus espaldas, fray Giuseppe gozaba de la compañía y se beneficiaba con la ayuda de Cammilleri. En especial, le importaba la compañía, luego de muchos años de soledad: soledad comparable a la de un artista que, atrapado en una isla desierta, se hubiese entregado a crear una obra de la que ningún otro hombre pudiera llegar a complacerse. Vella tenía conciencia de que en su trabajo, tal como en realidad era existía una cualidad fantasiosa, una categoría artística. Pensaba que, revelada su impostura después de un siglo o tal vez más (después de su muerte, en todo caso), se mantendría válida su invención: la extraordinaria novela de los musulmanes de Sicilia. Y para la posteridad, su nombre habría de adquirir la dorada gloria de un Fénélon o de un Le Sage, sumada, claro está, a la negra gloria que por esos años envolvía el nombre del palermitano Giuseppe Balsamo. Su desesperación de artista se fundía con la vanidad común a todos los hombres que incurren en delito: le urgía la necesidad de tener a su lado a alguien, espectador y cómplice, que en su cotidiano trabajo admirase al original creador de una obra literaria y al no menos original y despreocupado impostor.
En este sentido, el monje no era el hombre ideal pues, aunque pagaba tributo de ansiosa admiración a la impostura, no sabía apreciar con justicia la obra literaria: Cammilleri era incapaz de cubrir cumplidamente el papel de representante de la posteridad que la intención de fray Giuseppe le había asignado. Pero no obstante, era
un hálito
, como se dice en Sicilia de cualquier presencia humana que sirva para endulzar la soledad y la desesperación, que pueda compararse a la ligera caricia del viento en medio de la espesura. Además, como ayudante del trabajo mecánico de copiar y de acuñar, resultaba un individuo impagable: paciente, atentísimo, escrupuloso.
En las horas de trabajo ambos se mantenían en silencio: parecían sordomudos. Pero en la mesa y en los momentos de descanso en el huerto, llegaban a la locuacidad en el recuerdo de Malta, de la infancia, de sus familiares y amigos, a quienes el monje había visto en días cercanos y de quienes, por lo tanto, poseía frescas noticias. También solían enfrascarse en consideraciones sobre sus vidas, sobre cómo estaban cambiando, o en comentarios acerca de las cosas del mundo, que a Cammilleri le eran casi por entero desconocidas.
Cuando hablaban de los hechos mundanos, el rústico maltes se transformaba en un personaje de las
Florecillas
. En las ocasiones en que se sumergían en el tema de las mujeres, a pesar de que tenía conocimiento de ellas, por inconfesado y oculto que fuese, Cammilleri desembocaba en un inevitable extravío de vagas y temblorosas fantasías, de deseos y sentimientos que, en cambio, a fray Giuseppe Vella producían malicioso goce.
—¿No creéis que las ha hecho el diablo? —preguntaba el monje maltés.
—Oh, no —sonreía fray Giuseppe—, también ellas son obra de Dios. ¿Qué mérito habría para nosotros en el hecho de abstenernos de ellas, en tal caso? Es fácil abstenerse de las cosas diabólicas. Lo difícil es abstenerse de las cosas que Nuestro Señor ha hecho y que, por amor a El, nos ha pedido que no utilicemos.
—Tal vez tenéis razón —decía el monje—; sin duda tenéis razón, con la doctrina en la mano. Pero no hallo demasiado sentido en esta historia... Se me hace que esa prohibición valdría tanto como negar gloria a Dios en una parte de su creación...
—Nosotros otorgamos gloria a Dios en cada uno de los elementos de la creación, incluso en la mujer. Alabamos al sexo femenino en materia de belleza y de armonía, la exaltamos en su faceta de madre... Pero la convertimos en objeto de nuestra renuncia, de nuestro sacrificio, para sólo ser sacerdotes de Dios, ministros suyos en nuestra totalidad...
—¿Y vos lo lográis? No me refiero a prescindir de la mujer, sino a no pensar en ella, a no requerirla en vuestros sueños, a no revestiros con ella en el ensueño, como si se tratara de un manto de delicias...
—No lo logro —respondía fray Giuseppe, cerrando los ojos.
Y el monje se sentía confortado con esa confesión. Y porque su memoria era flaca y estaba sujeto a la cotidiana renovación de su arrepentimiento y de su contrición, a menudo y a partir de cualquier subterfugio, volvía a plantear el mismo tema. En medio de la oscuridad dé su mente y de su corazón, centelleaban de cuando en cuando chispas de superstición y de fe. Fray Giuseppe lo sabía muy bien y por eso mismo hallaba las palabras más pertinentes para apaciguar a Cammilleri, a quien muchas veces asaltaban sentimientos de culpa por aquel trabajo suyo de amanuense y fundidor.
—¿No cometo una mala acción? —preguntaba.
—¿Y yo? —replicaba fray Giuseppe.
—Pues... también vos —respondía con timidez, bajos los ojos, el monje.
En esos momentos, con gran llaneza, fray Giuseppe le explicaba que la tarea del historiador es un verdadero embrollo, una impostura, y que significaba mayor merecimiento inventar la historia que transcribirla, sin más ni más, a partir de viejos folios, de antiguas lápidas, de viejos mausoleos. Además, en todo caso, era mucho más laborioso inventarla: por ende, honestamente, las fatigas que ambos emprendían eran dignas de una compensación más importante que la que premiaba a un historiador verdadero, a un historiógrafo que gozara de nombradía, pagas y prebendas.