Fray Giuseppe sabía que esto no provocaría desagrado en monseñor Airoldi, que con respecto de Caracciolo experimentaba sentimientos ambivalentes. Por una parte aprobaba los golpes asestados contra los barones, los estudios promovidos, las reformas que iban siendo proyectadas. Por otra, se sentía herido por la falta de respeto por la religión y por sus cosas que el virrey demostraba en casi cada ocasión.
Sin embargo, fray Giuseppe se cuidaba muy bien de hablar a monseñor sin tener aún el códice elaborado: jamás hubiera cometido la imprudencia de parlotear antes de contar con el texto. Porque bien sabía que todo podría caer en las sombras de lo inexistente, como ya había ocurrido con los diecisiete libros de Tito Livio que jamás se hubiese decidido —estaba seguro de ello— a fraguar. Los romanos le aburrían. En cambio, se divertía con los árabes y aun en medio de sus innumerables fatigas, sentía que desde aquel mundo le llegaba una brisa de fresco ocio, de fantasía imprevisible.
De modo que no hablaba de su proyecto. Tal vez necesitaría todo un año para realizar el trabajo en italiano, para traducirlo a su árabe, para construir un códice que poseyese todas las apariencias de la autenticidad. Tendría que ser una revelación. Entretanto, gracias a su secreto, gracias al exclusivo conocimiento del golpe que preparaba contra ellos, había adquirido una notable soltura entre los nobles que antes le imponían una idea de subordinación. Se había convertido en un buen conversador y hasta llegaba a ser brillante. Al verlo tan cambiado, monseñor Airoldi experimentaba llamaradas de desconfianza, que muy pronto se apagaban ante la sumisión inalterable de Vella, ante su muy ostentado candor en materia de historia y de antigüedades.
Para adquirir algunas luces acerca del constitucionalismo siciliano, pero sin despertar sospechas, como si se tratase de una súbita y desinteresada pasión, había tomado la costumbre de frecuentar a los Di Blasi: el joven Francesco Paolo, que por encargo del virrey estaba comparando y comentando las leyes y que ya había publicado un ensayo sobre la legislación de Sicilia, y a sus tíos Giovanni Evangelista y Salvador, benedictinos ambos, y estudiosos de la historia siciliana. Se veían en casa de monseñor Airoldi y en los círculos de común frecuentación, en el paseo de plaza Marina o en la taberna de
ze Sciaveria
, que estaba sobre el paseo marítimo de Romagnolo y que era uno de esos sitios tan frecuentados por quienes no quieren a su alrededor demasiada gente ni bullicio, que terminan por estar llenos de gente y de ruidos. También, a veces, Vella acudía a la casa de Francesco Paolo, donde se producían reuniones en las que la presencia de casi todos los poetas dialectales de Palermo, con Giovanni Meli a la cabeza, determinaba que siempre se desembocara en una discusión vastísima sobre la poesía y el dialecto. Estos temas, en verdad, carecían casi de interés para Vella que, no obstante, obtenía cierto placer de la declamación de poemas que hablaban de la belleza de las mujeres o de epigramas relumbrantes y breves como golpes de espada. Poemas como los de Meli, que cantaban las cejas, los ojos, los labios, senos y lunares de las más hermosas damas de Palermo le producían tanto o más placer que la contemplación de esas mismas mujeres. Y los epigramas dirigidos contra personas conocidas o no conocidas le parecían diminutos elementos de aquel desprecio hacia los demás dentro del cual se encerraba, como en una coraza. Excepciones únicas a su desprecio eran dos personas: el joven Di Blasi, que le resultaba simpático justamente por su juventud y por lo que reconocía en él de distinto, de diferente a su propia personalidad, por el ardor, la honestidad y la agudeza de juicio; en cierto modo, lo consideraba como una posible, remota e irrealizada concreción de su vida, de no haberse convertido en religioso. La segunda excepción era el canónigo Rosario Gregorio, a quien no lograba tocar con su desprecio y a quien, por lo tanto, odiaba profundamente.
El canónigo Gregorio era un hombre antipático, más allá de la personal aversión de Vella, antipático hasta en su físico: grácil pero con cara de hombre gordo, con el labio inferior hinchado, una verruga sobre la mejilla izquierda, cabellos escasos que le llegaban al cuello y le bajaban sobre la frente, ojos redondos y fijos, y una frialdad, una quietud de las que muy pocas veces se evadía a través de un gesto resuelto de las manos gruesas y cortas. Destilaba seguridad, rigor, método, pedantería. Insoportable. Pero todos se mostraban respetuosos con él.
Una vez, la única vez que le había hablado, Gregorio se mostró mordaz de una manera acentuada:
—Me felicito por vos —había dicho con una sonrisa irónica—, tendrían que investiros obispo
in partibus infidelium
...
—¿Y por qué? —preguntó alguien.
—Porque sé que ya ha hecho importantes progresos en la tarea de convertir a los musulmanes de Sicilia, al lograr que se comporten como cristianos.
En efecto, en los primeros ensayos del códice, divulgados por monseñor Airoldi, fray Giuseppe no sé había percatado de que debía otorgar a sus musulmanes un comportamiento adecuado a las reglas y a las prescripciones del Corán: las oraciones, las abluciones, el reparto del botín... Pero a partir de esos primeros momentos, los árabes del
Consejo de Sicilia
oraron, se bañaron y dividieron el producto de sus rapiñas con una ortodoxia que hasta llegaba a ser excesiva, porque monseñor Airoldi estaba allí, con el Corán en la mano, para pedir cuentas acerca de cada leve falta contra la fe que aflorase en el códice: pedía cuentas tal como se las hubiese pedido a un penitente de su grey sobre la carne comida en viernes o la vigilia no observada. Era cosa de risa.
Pero aquel canónigo Gregorio se comportaba como un cilicio. Si hasta había comenzado a estudiar árabe, por sus propios medios. Y todo por el gusto de desenmascarar a fray Giuseppe. «¿Pero a ti qué te importa?» decía entre sí el capellán. «¿Acaso dirás que te quito el pan de la boca? Ven a verme, frente a frente, háblame claro: tú estás tramando un embrollo que te rendirá tus buenos dineros y yo quiero compartirlo contigo... Te diré: estupendo, hagámoslo juntos, dividamos las ganancias por mitades... Pero no, señor: tú no quieres comer ni dejar comer, eres un perro de hortelano, un cochino, apestado y rabioso perro de hortelano.»
Toda Palermo, desde el pescador del barrio de la Kalsa hasta el príncipe de Trabia, murmuraba el escándalo, la indignación, ofendida porque el marqués Caracciolo había elegido como compañera de su mesa y de su lecho a la cantante Marina Balducci.
—¿Habrá ocurrido que le han faltado mujeres de rango importante? —dijo don Saverio Zarbo, con tono irónico mientras abarcaba con un gesto circular de su mano el paseo de, la Marina y la villa de Flora, pobladas ambas a ésa hora por el gorjeo interminable de las señoras.
Quienes sabían que en el paseo se hallaban su mujer o sus hermanas, hicieron como si no hubiesen oído esas palabras o, en forma ostentosa, dieron la espalda, alejándose. En la sonrisa de don Saverio floreció un brillo de malignidad.
—Habláis de tal modo que todo podría desencadenar un duelo —le reconvino, en voz baja, Giovanni Meli.
—¿Quién se atreverá a decir que he llamado a alguien por su nombre y lo he motejado de cornudo?
—Habéis hecho algo mucho peor: habéis aludido a todos los nobles de Palermo.
—¿Y vos? ¿No hacéis alusiones a todos, en vuestros poemas? «
Si tratta a la francisa, / Nun su'nenti gilusi, / Su'tutti affittuusi, / Nun c'è né meu né to'...
»
[3]
—Oh, los versos, son algo distinto...
—En prosa o en poesía, los cuernos, cuernos son.
—Pero permitidme que os lo diga: vos os comportáis a la antigua, aún hacéis caso de los cuernos.
—Vos también ¿no es verdad?
—Será, tal vez, porque ninguno de los dos nos hemos casado —dijo Meli.
—Eso sí que está bueno —se echó a reír don Saverio.
Habían quedado solos, en un ángulo del espacio abierto donde, en el paseo de la Marina, se desarrollaba habitualmente la
Conversación de los Nobles
. Las incisivas alusiones de don Saverio siempre generaban un desierto.
—Sí, ésa debe ser, sin más ni más, la razón: no ; tenemos mujer —repuso Meli.
—Y en el fondo este prurito moralista nuestro no es más que una falsía, ¿verdad? —dijo con malicia don Saverio—. Si los demás son cornudos, lo son a causa de nuestras diversiones... ¿O es que vos no os divertís?
—No en el sentido en que vos entendéis la diversión...
—No existen dos formas de entenderlas. A una mujer u os la ponéis debajo o mejor sería que ni siquiera la mirarais... Si yo tuviese que creer que aquellos labios a los que vos cantáis no los habéis besado en cualquier rincón de la villa, que no habéis acariciado a vuestro gusto los senos de cierta señora o el lunar de alguna otra, en lugares ocultos... pues tendría que deciros: sois un desdichado.
Meli suspiró.
—No, no os pido que me hagáis confidencias —prosiguió don Saverio—, me basta con creer que sois poseedor de los dientes y el apetito necesarios para degustar los manjares que la providencia os envía... Me basta con creerlo, tanto para admiraros como poeta como para respetaros como hombre.
—La idea que tenéis vos acerca de la poesía es la misma que os habéis hecho sobre el comercio de granos...
—A decir verdad, tengo una idea bien distinta. Pero conociéndoos... —don Saverio estalló en una carcajada y fue acompañado por Meli.
—Estoy bromeando —se disculpó don Saverio.
—Lo sé —respondió Meli, aun cuando bien sabía que su interlocutor no bromeaba. La tarde, rosada y de oro, comenzaba a despojarse de sus ligeros velos de brisa. La banda, que tocaba en el palco, prestaba su voz al sentimiento de la hora.
—¡El sentimiento de la hora! —exclamó con tono sardónico don Saverio, sin tomar en cuenta que la expresión le había aflorado de manera espontánea dentro de la mente y que luego, para pronunciarla con desprecio, la había cambiado de aspecto—. ¡Ahora tenemos sentimiento! Tienen sentimiento las posaderas, los cornudos, los esbirros, el verdugo, el marqués de Santa Croce y los ladrones entre cabreros, pastores de ovejas, pescadores o gente de cualquier otro oficio servil...
—¿Y vos?
—¿Vos, qué? —repuso, ofendido, don Saverio—. ¿Vos, qué...? ¿Me estáis preguntando si tengo sentimiento...? No, no lo tengo: ni siquiera una brizna, ni un mísero átomo... ¡Sentimiento! Eso es cosa de pobretes... —En ese instante pasaba cerca de ellos fray Giuseppe Vella y don Saverio, con verdadera violencia, lo interpeló—: Y vos, abate Vella, ¿tenéis sentimiento?
Fray Giuseppe se sobresaltó y luego dio unos pasos para acercarse a ambos hombres.
—No soy abate —dijo.
—Lo seréis, amigo mío, lo seréis —le aseguró don Saverio, con suficiencia.
—Oh, muchas gracias... Estaba buscando a monseñor Airoldi.
—Aún no le hemos visto por aquí —respondió don Saverio—. Pero sin duda dentro de unos pocos minutos le veréis aparecer... Entretanto, sentaos un instante con nosotros... Estábamos hablando del sentimiento. ¿Qué pensáis sobre este tema?
—Pues no lo sé —repuso fray Giuseppe.
—Os explicaré: ¿vos tenéis sentimiento? ¿Sentís dentro de vos algo que se asemeje al sentimiento que nuestro abate Meli, gracias al poder de la moda, domina a su gusto?
—Tampoco yo soy abate —intervino Meli.
—Pero tenéis tendencia a convertiros en ello —aseguró don Saverio antes de volverse hacia Vella nuevamente—. ¿Sentís o no sentís el soplo del sentimiento?
—Yo no siento nada —dijo Vella.
—Pues bien. Pongamos un ejemplo: ¿una hermosa mujer os inspira algún sentimiento o...? —dejó la o suspendida entre ellos, como un sol malicioso y se echó a reír.
—Pero yo... —comenzó a decir fray Giuseppe Vella, lleno de confusión.
—Lo sé: sois sacerdote... Pero también sois hombre: y yo le estoy hablando al hombre. Vos no podéis ignorar lo que dentro de pocas horas, aquí mismo, bajo los árboles y entre las cercas de villa Flora, en esta noche sin luna, harán estos gentilhombres y estas damas que ahora sorben helados y hablan de vestidos, de peluqueros, de
chignons
... ¿Tenéis idea de lo que ha de suceder dentro de un breve rato?
—¿Qué sucederá? —preguntó Francesco Paolo Di Blasi, a espaldas de don Saverio.
El joven abogado llegaba en compañía del barón de Porcari y de don Gaetano Jannello. Don Saverio invitó a todos a tomar asiento junto a ellos.
—¿Qué sucederá? —volvió a preguntar Di Blasi.
—Me refería a lo que, tan pronto como haya oscurecido, sucederá bajo los árboles de villa Flora...
—Toca tú que también yo toco —dijo el barón de Porcari.
—Y aún cosas peores —abundó Jannello.
—Mejores —corrigió Meli.
—Os contaré una —dijo don Saverio—. Me ocurrió a mí, hace tres noches. Andaba por la villa en... vaya, por asuntos míos... y veo, vosotros sabéis que mi vista es muy aguda, a la... en fin, es preferible no dar nombres: veo a una bella señora, en una palabra. Estaba allí, entre las borduras de boj, detrás de unas matas, inclinada como si buscara algo. Me detengo, le pregunto: «¿Habéis perdido algo?» Con voz firme, con absoluta frialdad, me respondió: «Gracias, ya lo he encontrado.» Proseguí mi camino, pero ya sabéis cómo suelen ser estas cosas, de modo que me volví después de dar tres pasos: la dama no se había movido, pero detrás de ella estaba el duque de... No os diré el nombre, porque de ese modo os sería muy fácil adivinar el de ella, el de la señora.
Todos se echaron a reír, a excepción de fray Giuseppe. Pero su fantasía ya vagaba libre, divertida y minuciosa bajo los árboles de villa Flora. Y cuando su fantasía alzaba vuelo, excitada por alguna conversación, por una anécdota o una imagen, Vella era incapaz de seguir escuchando las palabras de los demás. Pero, en esa ocasión, sus acompañantes creyeron que se aislaba por propia voluntad, para refugiarse en el pudor, en la castidad. Por ello don Saverio retomó la palabra diciendo:
—No hablemos más de estas cosas: le resultan desagradables al abate Vella... Retornemos a nuestro punto de partida: el sentimiento, hablábamos del sentimiento —y dejó caer una mano sobre la rodilla del capellán.
—¿Cómo...? Ah, sí: el sentimiento.
—¿Vos experimentáis sentimientos?
—Si lo pienso bien, creo que sí —respondió fray Giuseppe.