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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policiaco, Intriga

El club Dumas (45 page)

BOOK: El club Dumas
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—Compartían más cosas, creo recordar.

Corso había recuperado la sonrisa sarcástica y eso me irritó.

—Podría decirle que no es asunto suyo —repuse, molesto—. Pero quiero explicárselo todo… Liana siempre ha sido una mujer especial, además de bellísima. También lectora precoz… ¿Sabe que a los dieciséis años se tatuó una flor de lis en la cadera?… No lo hizo en el hombro, como Milady de Winter, su ídolo, para que ni la familia ni las monjas del internado se enteraran… ¿Qué le parece?

—Conmovedor.

—No parece muy conmovido. Mas le aseguro que ella es una persona admirable… El caso es que, bueno… Intimamos. Antes mencioné la patria que, para todo ser humano, constituye el paraíso perdido de la infancia, ¿recuerda?… Pues la patria de Liana son
Los tres mosqueteros
. Apasionada por el mundo descubierto en esas páginas, decidió casarse con Enrique al conocerlo casualmente en una fiesta donde pasaron la noche intercambiando citas de la novela. Además, él ya era un editor riquísimo en esa época.

—O sea: un flechazo —apuntó Corso.

—No sé por qué lo dice en ese tono. Fue un matrimonio de lo más sincero. Lo que pasa es que, a la larga, incluso para alguien con la buena disposición de su mujer, Enrique podía convertirse en un pelmazo… Por otra parte éramos buenos amigos, y yo los visitaba con frecuencia. Liana… —dejé mi copa junto a su vaso vacío, sobre la balaustrada—. En fin. Ya se puede imaginar.

—Sí. Lo puedo imaginar.

—No me refería a eso. Se convirtió en una excelente colaboradora, hasta el punto de que apadriné su ingreso en la sociedad, hace ahora cuatro años. Posee el capítulo 37, titulado
El secreto de Milady
. Lo escogió personalmente.

—¿Por qué la puso tras de mí?

—Vayamos por partes. En los últimos tiempos Enrique se había convertido en fuente de problemas. En vez de limitarse al rentable negocio de la edición gastronómica, se empeñaba en ser autor de un folletín. Pero es que además el texto era horroroso. Algo infame, créame. Había plagiado con el mayor descaro todos los tópicos del género. Se titulaba…


La mano del muerto
.

—Eso es. Ni siquiera el título era suyo. Y lo que es peor: tenía la pretensión inaudita de que
Dumas & Co
. se lo publicara. Me negué, por supuesto. Aquel engendro jamás habría obtenido la aprobación del consejo. Además, Enrique tenía dinero de sobra para editarse él mismo, y se lo dije.

—Supongo que lo encajó mal. Vi su biblioteca.

—¿Mal?… Eso es un eufemismo. La discusión se produjo en su despacho. Aún lo veo erguido sobre las puntas de los pies, pequeño y rechoncho, casi a punto de sufrir una apoplejía y mirándome con ojos de loco. Todo muy desagradable. Que si había consagrado su vida a esto. Que quién era yo para juzgar su obra. Que eso correspondía a la posteridad. Que yo era un crítico parcial y un pedante insufrible. Y que además estaba liado con su mujer… Aquello último me dejó estupefacto: ignoraba que estuviera al corriente. Mas, según parece, Liana habla en sueños, y entre pardieces y maldiciones a d’Artagnan y a sus amigos, a los que por cierto odia como si realmente hubiera conocido, había estado radiándole el serial a su marido… ¿Imagina mi situación?

—Muy penosa.

—Penosísima. Aunque lo peor venía de camino. Enrique estaba lanzado: dijo que si él era un escritor mediocre, tampoco Dumas era gran cosa. A ver qué hubiera hecho sin Augusto Maquet, a quien explotó miserablemente; la prueba estaba en las hojas blancas y azules de
El vino de Anjou
, guardadas en su caja fuerte… Nuestra discusión subió de tono. Me llamó adúltero a modo de insulto, como en los viejos dramas, y yo lo califiqué de analfabeto, añadiendo comentarios con mala intención sobre sus últimos éxitos gastronómico-editoriales. Por fin lo comparé con el pastelero de Cyrano… «Me vengaré», dijo, calcando tono y ademán al conde de Montecristo. «Voy a dar publicidad a todo el fraude que se montó tu admirado Dumas para dar su nombre a novelas ajenas. Sacaré el manuscrito a la luz, y verán cómo fabricaba folletines aquel farsante. De paso me cargo los estatutos de la sociedad, porque el capítulo es mío y se lo venderé a quien me dé la gana. Así que ponte a remojo, Boris»…

—Le dio fuerte.

—No sabe de qué manera, ni hasta dónde llega el despecho de un autor despreciado. Nada valieron mis protestas; me echó a la calle. Después supe por Liana que había llamado a ese librero, La Ponte, para ofrecerle el manuscrito; tuvo que creerse astuto y sinuoso cual Edmundo Dantés. Lo que pretendía era desatar un escándalo sin que lo salpicara directamente, manteniendo a salvo su propio crédito.

Así entró en la historia. Comprenda mi sobresalto cuando lo vi aparecer con
El vino de Anjou
.

—Disimuló muy bien.

—Tenía motivos de sobra. Con Enrique muerto, Liana y yo dábamos el manuscrito por perdido.

Observé que Corso buscaba en el interior del gabán hasta encontrar un cigarrillo arrugado. Se lo colgó de la boca y dio unos pasos por la terraza, sin ademán de encenderlo.

—Su historia es absurda —concluyó—. Ningún Edmundo Dantés se suicidaría antes de saborear la venganza.

Asentí, aunque en ese momento me daba la espalda y no podía ver mi gesto.

—Es que aún pasaron más cosas —dije—. Al día siguiente de nuestra conversación, Enrique fue a mi casa en un último intento por convencerme… Yo estaba harto y no tolero que me hagan chantaje; así que, sin tener conciencia exacta de lo que hacía, le asesté el golpe mortal. Su folletín, a pesar de ser muy malo, me había dejado al leerlo cierta sensación familiar. Entonces, cuando Enrique me organizó la segunda escena, fui a mi biblioteca, busqué un viejísimo tomo de
La novela popular e ilustrada
, publicación poco conocida de finales del siglo pasado, y lo abrí por la primera página de un relato que firmaba un tal Amaury de Verona, imagínese el asunto, titulado:
Angelina de Gravaillac, o el honor inmaculado
. En cuanto leí en voz alta el primer párrafo vi palidecer a Enrique, igual que si el espectro de la tal Angelina se hubiera alzado en su tumba. Y más o menos así era. Confiando en que nadie recordaría el relato, lo había plagiado, copiándolo casi al pie de la letra salvo un capítulo íntegramente robado a Fernández y González que, por cierto, era lo mejor de la historia… Lamenté no tener mi cámara cerca y hacerle una foto, porque se llevó una mano a la frente para exclamar «¡Condenación!»; mas no le oí articular palabra. Sólo una especie de gargarismo asmático, a punto de ahogarse. Luego dio media vuelta, fue a su casa y se colgó de la lámpara.

Corso se había vuelto hacia mí. Continuaba con el cigarrillo olvidado en la boca, sin encenderlo.

—Después las cosas se complicaron —proseguí, convencido de que ahora sí empezaba a creerme—… Usted ya tenía el manuscrito y su amigo La Ponte no estaba dispuesto, al principio, a desprenderse de él. Yo no podía andar jugando personalmente a Arsenio Lupin: tengo una reputación que mantener. Por eso encomendé a Liana la misión de recuperar el capítulo; se aproximaba la fecha de la reunión anual y era preciso designar nuevo miembro en sustitución de Enrique. Por su parte, Liana cometió algunos errores. Primero fue a verlo a usted —en ese punto carraspeé, molesto, por no entrar en detalles—. Después quiso ganar la voluntad de La Ponte para que éste recuperase
El vino de Anjou
; mas ignoraba lo tenaz que puede usted llegar a ser… Lo malo es que ella siempre había soñado con una aventura de acción que la acercase a su heroína; algo con muchas trampas, amoríos y persecuciones. Y este episodio, hecho con la materia de sus sueños, le brindaba la gran oportunidad. Así que se puso en marcha, siguiéndole el rastro con entusiasmo. «Te traeré el manuscrito encuadernado en la piel de ese Corso», prometió… Le respondí que tampoco debía exagerar, aunque reconozco que el error fue mío: alenté su fantasía, dando suelta a la Milady que anidaba en ella desde que leyó
Los mosqueteros
.

—Pues podía haber leído otra cosa.
Lo que el viento se llevó
, por ejemplo. Identificándose con Escarlata O’Hara habría andado fastidiando a Clark Gable y no a mí.

—He de admitir que se excedió un poco. Es una lástima que lo tomara tan en serio.

Corso se frotó la nuca tras la oreja. Era fácil adivinar lo que pensaba: quien se lo había tomado realmente en serio era el otro. El fulano de la cicatriz.

—¿Quién es Rochefort?

—Se llama Laszlo Nicolavic. Un actor especializado en papeles secundarios… Interpretó a Rochefort en la serie que Andreas Frey rodó para la televisión británica hace un par de años. En realidad ha encarnado a casi todos los espadachines villanos conocidos: Gonzaga en
Lagardère
, Levasseur en
El capitán Blood
, La Tour d’Azyr en
Scaramouche
, Rupert de Hentzau en
El prisionero de Zenda
… Es un apasionado del género, y aspirante a ingresar en el club Dumas. Liana se entusiasmó con él, e insistió en tenerlo de colaborador en este asunto.

—Pues ese Laszlo también interpretó a conciencia su personaje…

—Me temo que sí. Y sospecho que pretende acumular méritos para acelerar su ingreso… También sospecho que ejerce de amante ocasional —esbocé una sonrisa de hombre de mundo, esperando resultar convincente—. Liana es joven, hermosa y apasionada. Digamos que yo cultivo su lado erudito en apacibles efusiones románticas, y Laszlo Nicolavic se ocupa, presumiblemente, de los aspectos más prosaicos de su impetuosa naturaleza.

—¿Y qué más?

—No hay mucho más. Nicolavic-Rochefort se encargó de buscar la ocasión para quitarle el manuscrito Dumas. Por eso lo siguió desde Madrid a Toledo y Sintra, mientras Liana se dirigía a París, llevándose a La Ponte a modo de recurso por si el otro fallaba y usted no era razonable. El resto ya lo conoce: no se dejó arrebatar el manuscrito, Milady y Rochefort se extralimitaron, y eso lo trajo hasta aquí —reflexioné sobre los hechos—. ¿Sabe una cosa?… Me pregunto si en lugar de Laszlo Nicolavic no debería proponerlo a usted como miembro del club.

Ni siquiera me preguntó si era una ironía o hablaba en serio. Se había quitado las maltrechas gafas y las limpiaba maquinalmente, a miles de kilómetros de allí.

—¿Eso es todo? —le oí decir por fin.

—Claro —señalé hacia el salón—. Ahí tiene prueba de ello.

Se ajustó de nuevo las gafas y respiró hondo. No me gustaba en absoluto la expresión de su cara.

—¿Y el
Delomelanicon
?… ¿Y la conexión de Richelieu con
Las Nueve Puertas del Reino de las Sombras
?… —se acercó más, golpeándome la pechera de la camisa con un dedo hasta que retrocedí un paso—. ¿Me toma por estúpido? No irá a decir que ignora la relación entre Dumas y ese libro, el pacto con el diablo y todo lo demás: el asesinato de Victor Fargas, en Sintra, y el incendio del piso de la baronesa Ungern, en París. ¿Fue usted personalmente quien me denunció a la policía?… ¿Y qué me dice del libro escondido en tres? O de las nueve láminas grabadas por Lucifer, reimpresas por Aristide Torchia a su regreso de Praga
con privilegio y licencia de los superiores
, y todo ese maldito embrollo…

Soltó aquello como un torrente, adelantando agresivo el mentón, su mirada perforándome con dureza. Retrocedí un poco más y me lo quedé mirando con la boca abierta.

—Ha perdido el juicio —protesté, indignado—. ¿Puede explicar de qué me habla?

Había sacado una caja de fósforos, y encendía el cigarrillo protegiendo la llama en el hueco de las manos, sin dejar de observarme a través del resplandor que se le reflejaba en los lentes. Entonces me contó su versión del asunto.

Cuando terminó de hablar nos quedamos los dos en silencio. Estábamos apoyados en la balaustrada húmeda, uno junto al otro, mirando las luces del salón. El relato de Corso había durado lo que su cigarrillo, cuya brasa aplastaba en el suelo con la punta del zapato.

—Supongo —dije— que ahora yo debería confesar «sí, es cierto», y alargar las manos para que usted me pusiera las esposas… ¿Espera realmente eso?

Tardó algo en responder. Escucharse en voz alta no parecía haber reforzado la fe en sus conclusiones.

—Sin embargo —murmuró— la conexión existe.

Miré su silueta estrecha y oscura en el suelo de la terraza. Los rectángulos de luz procedentes del salón la recortaban sobre las losas de mármol, alargándola más allá de los peldaños hasta la oscuridad del jardín.

—Me temo —concluí— que su imaginación le ha jugado una mala pasada.

Negó con un lento gesto de la cabeza.

—Yo no imaginé a Victor Fargas ahogado en el estanque, ni tampoco a la baronesa Ungern carbonizada con sus libros… Son cosas que sucedieron. Hechos reales. Las dos historias se mezclan una con otra.

—Acaba de decirlo: dos historias. Quizá sólo las une su propia intertextualidad.

—Déjese de tecnicismos. Ese capítulo de Alejandro Dumas lo desencadenó todo —me miró, resentido—. Su condenado club. Sus jueguecitos.

—No me eche la culpa. jugar es legítimo. Si en vez de una historia real esto fuese un relato de ficción, usted, como lector, sería el principal responsable.

—No sea absurdo.

—No lo soy. De lo que acaba de contarme deduzco que, jugando también con los hechos y con sus personales referencias literarias, elaboró una teoría y extrajo conclusiones erróneas… Pero los hechos son objetivos y no puede achacarles sus errores personales. La historia de
El vino de Anjou
y la de ese libro misterioso,
Las Nueve Puertas
, nada tienen que ver una con otra.

—Ustedes me hicieron creer…

—Nosotros, y me refiero a Liana Taillefer, a Laszlo Nicolavic y a mí mismo, no le hicimos creer nada. Fue usted quien llenó por su cuenta los espacios en blanco, del mismo modo que si esto fuera una novela construida a base de trampas y Lucas Corso un lector que se pasara de listo… Nadie le dijo en ningún momento que las cosas ocurriesen como usted creía. Por eso la responsabilidad es sólo suya, amigo mío… El verdadero culpable es su exceso de intertextualidad, de conexión entre demasiadas referencias literarias.

—¿Y qué otra cosa podía hacer…? Para moverse es necesaria una estrategia, y no podía quedarme quieto esperando. En cualquier estrategia, uno termina elaborando un modelo de adversario que condiciona sus siguientes pasos… Wellington hace esto pensando que Napoleón piensa que hará esto. Y Napoleón…

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