Los escalones finalizaron en un rellano ocupado por sillones de espera y una puerta de madera, cerrada.
Examinó la cerradura. Aunque no era un experto —para eso estaba Olegario—, adivinó que consistía en un simple pestillo. La puerta se abría desde dentro, no había tirador en la parte exterior. Sacó su cartera y extrajo de ella la tarjeta de plástico que acreditaba su pertenencia a la Alianza Francesa —era la más resistente— y la pasó de arriba hacia abajo por la ranura de la puerta. La tarjeta hizo presión sobre la cabeza del pestillo y esta retrocedió lo suficiente para que se abriera el cierre. La hoja de madera cedió.
Ariosto esperó unos segundos, conteniendo inconscientemente la respiración. No había alarma conectada a la puerta. La empujó suavemente, rogando que sus bisagras no crujieran. Y no lo hicieron.
El interior estaba a oscuras, y aunque se colaban por las ventanas las primeras luces del alba, no poseían la suficiente claridad para iluminar aquel espacio alargado. Un pasillo se abría camino entre varias mesas de trabajo colocadas en hileras. Al fondo, tras sendas puertas de madera acristaladas, se adivinaba el despacho del concejal y una sala de reuniones. Todo estaba en silencio.
Ariosto avanzó con precaución hasta llegar al final. Se asomó a la puerta de la sala de reuniones. Una enorme mesa ovalada presidía la habitación. Abrió la puerta y entró. Tras la gran mesa, a la izquierda, se abría la puerta de acceso a la sala de trabajo del edil de Cultura. Se asomó al despacho, descubriendo una ancha mesa con un ordenador de última generación, un pesado pisapapeles metálico con forma de balón de fútbol y varios fajos de papeles a ambos lados. Un par de sillones y una estantería complementaban el lugar. A la derecha, una puerta abierta dejaba ver un pequeño baño privado.
—Sabía que no te ibas a alojar en una suite sin baño. Lógico si se trata de una estancia de un par de días —dijo Ariosto en voz alta.
Si alguien me pilla hablándole a las paredes, tendré que dar muchas explicaciones
, pensó por un momento—. Un fin de semana en el convento. Muy apropiado para un retiro de meditación. ¿Hasta el lunes al mediodía, cuando terminaran la jornada los funcionarios? Es mucho tiempo, me parece un poco aburrido.
No ocurrió nada. Ariosto se paseó por el habitáculo.
—Maroni el imprevisible —continuó hablando—. En vez de escapar, tenías que burlarte una vez más de tus rivales permaneciendo en el lugar del crimen. Admito que has jugado fuerte, hay que tener valor para hacerlo, pero tu oponente conoce en esta ocasión tus cartas. La Policía está en camino. Tal vez sea ésta la última oportunidad de escapar. No voy armado.
Tampoco observó el más mínimo movimiento.
¿Se estaría equivocando?
Dio la vuelta a la mesa y se sentó en el mullido sillón giratorio del concejal. Estaba un poco más alto que las sillas de sus visitantes, una vieja táctica de intimidación. Comenzó a girar a un lado y a otro, una señal clara de que no pensaba irse de momento.
—Más valdría que te fueras, Luis.
Una voz proveniente del techo, a su espalda, reverberó en el silencio del despacho. Una placa del falso techo se había deslizado a un lado y una ágil figura vestida de negro saltó al suelo sin hacer apenas ruido. Se irguió rápidamente y en su mano destelló una pistola pequeña. Ariosto tardó en reconocer a su compañero de estudios. Estaba cambiado. ¿Cirugía estética? Pero eran sus ojos, con esa mirada soberbia y desafiante. No cabía duda.
—Te felicito, viejo amigo —dijo el italiano—. Has cumplido perfectamente con el papel que diseñé para ti. Cabía la posibilidad de que llegaras a este punto, y no me has decepcionado. Sin embargo, comprenderás que este no es el final que tengo escrito. Me obligas a cambiar algo mis planes. En fin, son gajes del oficio.
Maroni rodeó la mesa sin dejar de apuntar a Ariosto, que le seguía con la mirada. A su espalda llevaba una mochila ancha, que apenas se distinguía del resto de la oscura vestimenta.
—Yo también conozco tus cartas —añadió, mientras se dirigía a la puerta—, y sé que vienes desarmado y que no has avisado a la policía. No estabas seguro y tu orgullo te impedía compartir tus sospechas. Lo has conseguido. Me has descubierto, pero no te va a servir de nada.
—¿Qué te ha pasado, Carlo? —preguntó Ariosto—. No te conozco. ¿Por qué ese cambio a peor? Ya tienes el dinero. Deja la Cruz y vete. Todavía estás a tiempo. No diré nada a la policía.
—Buen intento. Estoy seguro de que no dirías nada. Siempre fuiste un hombre de palabra. ¿A peor dices?, estás completamente equivocado, jamás he estado mejor que ahora —el italiano se acercó a la pared y rompió de un tirón el cable telefónico—. Es cierto, todavía estoy a tiempo de irme, pero va a ser con la Cruz. Entrégame tu móvil, por favor —Ariosto lo hizo—. Tú permanecerás ahí sentado. Lo harás por ti y por mí. Sabes que detestaría hacerte daño, podría causarme un trauma psicológico que tal vez no pudiera superar —el italiano se rió de su propia broma—. En fin, ya están todas las cartas sobre la mesa y la partida ha terminado. Has perdido. Lamento no poder seguir esta conversación más tiempo, pero otros asuntos reclaman mi atención. Como se suele decir,
a rivederci
.
En el momento en que Maroni desvió su mirada para buscar el pomo de la puerta, Ariosto agarró el pisapapeles metálico y lo arrojó contra el italiano. La pesada bola —un kilo, por lo menos— voló por el despacho e impactó en la mejilla izquierda de su oponente. El golpe hizo que la cabeza de Maroni rebotara hacia atrás, golpeándose con el marco de la puerta. Un disparo involuntario atronó en el edificio. La bala se incrustó en el impoluto suelo barnizado de madera.
Ariosto saltó por encima de la mesa y en dos pasos se colocó a la altura del tambaleante italiano. Estaba conmocionado, pero consciente. Tardó una décima de segundo en levantar la pistola para apuntarle, lo suficiente para que Ariosto lo aferrara del antebrazo con la mano izquierda, propinándole un directo con la derecha en el mismo lugar donde había recibido el golpe del pisapapeles.
Maroni no resistió el puñetazo y cayó hacia atrás. Ariosto se colocó sobre el caído, pisó con su pie izquierdo la mano de la pistola, inutilizándola, mientras se agachaba sobre su rival. Con la mano izquierda agarró el cuello del suéter y levantó el puño derecho en el aire.
—Faltaba una carta por jugar —le dijo, entre dientes—. Yo también sabía que dudarías en dispararme. Ahora sí que ha terminado la partida. También detesto hacerte daño, pero me arriesgaré a sufrir el trauma psicológico.
El puño cerrado bajó súbitamente e impactó de nuevo en algún lugar del rostro del italiano. Fue lo último que vio Maroni antes de entrar en la apacible negrura de la inconsciencia.
Port Vila, Vanuatu, Océano Pacífico Sur, sábado. 16:01 hora local.
06:01 hora canaria.
Moise Iwai era el director de la sucursal principal del
Pacific Bank of Vanuatu
, un pequeño banco situado en
Teoma Street
, una calle principal de Port Vila, la capital del archipiélago de Vanuatu, un grupo de pequeñas islas de naturaleza volcánica perdidas en el Pacífico, al noroeste de Australia.
El carácter especial de la legislación bancaria del país hacía que se le considerase como un paraíso fiscal. El
Pacific Bank
había ganado prestigio en la comunidad financiera no por sus importantes fondos de inversión, sino como banco puente entre diversos países. El secreto bancario posibilita a los bancos del Archipiélago no informar sobre la procedencia de las transferencias que pasan por sus cuentas ni su destino. Por eso es elegido por multitud de sociedades de todo el mundo, a las que en algún momento de su existencia, interesa que el dinero pase por Vanuatu.
El beneficio del
Pacific Bank
está en las comisiones que aplican a sus clientes por las transferencias, que habían aumentado en el último año sin que los afectados se hubieran quejado de ello.
Iwai miró el reloj de pared de su oficina. Era la hora de cerrar. En Vanuatu los bancos —y los comercios en general—, cerraban los sábados a primera hora de la tarde, y el descanso era sagrado. Como en tantos otros lugares aislados, la religión es muy importante y las celebraciones dominicales conforman una parte esencial de la actividad social de la isla. A las cuatro en punto el banco cerraba, y cesaba toda la actividad bancaria hasta el lunes a las siete de la mañana.
El director observó con desagrado la pantalla de su ordenador. En el último minuto se había colado una transferencia de una cuenta creada por un cliente de Costa Rica al que nunca había conocido, y que siempre transfería los fondos que le llegaban directamente a otra cuenta en las islas Nauru.
Aquella transferencia había llegado en el límite horario, y por ello, la cantidad que había entrado en la cuenta, nada menos que veinte millones de euros, quedaría retenida en el banco Vanuatés hasta el lunes a primera hora.
Iwai se percató de una circunstancia extraña en el origen de los fondos. Era un banco con el que nunca había trabajado. Consultó el listado mundial de entidades bancarias y descubrió que se trataba de la Banca Vaticana. Era la primera vez que su banco recibía una transferencia de Roma.
Aquello debía ser un error. El papa no podía participar en los oscuros trapicheos de los bancos mundiales.
Por esas casualidades de la vida, Iwai era el sobrino del obispo católico de la diócesis de Port Vila, del arzobispado de Nouméa, monseñor Sope, que lidiaba con los fieles de varios mini estados isleños en franca minoría frente a las distintas creencias protestantes de sus conciudadanos, muy influenciados por la cultura anglosajona.
Llamaría esa tarde a su tío y le comentaría la existencia de esa transferencia. No era la primera vez que bailaba algún número y un traspaso no deseado acababa en su banco. Que lo consultara con Roma, y si se trataba de una equivocación, el lunes devolvería los fondos a su procedencia para que volvieran a hacer la transferencia de nuevo con la numeración correcta.
A Iwai le gustaba su trabajo. Era un perfeccioncita y procuraba que nadie saliera perjudicado con su gestión. Este era un caso en que podía corregir un probable error, y con ello, tal vez una injusticia. Satisfecho de su decisión, apagó el ordenador y se dispuso a pasar un buen fin de semana con la familia. Tal vez irían a la playa, a comer langostas hervidas en agua de coco. Vanuatu tenía fama de ser el país más feliz del mundo. Por algo sería.
Santa Cruz de Tenerife, sábado. 10:15 horas.
—¿Quedamos en eso, señorita Clavijo? —preguntó el presidente del Gobierno de Canarias.
—De acuerdo, señor presidente, pero no se olvide de su promesa —respondió la periodista, resignada.
El presidente se acercó a Sandra y le dio dos besos a modo de despedida. Estrechó agradecido la mano de Ariosto una vez más, dio la vuelta y se dirigió, seguido por dos guardaespaldas con trajes entallados, a un enorme automóvil oscuro donde su chófer le estaba esperando.
—No es mal acuerdo, ¿no cree, Sandra? —comentó Ariosto.
—No sé si estoy haciendo lo correcto, Luis —contestó, dubitativa—. Yo hubiera querido publicar esta misma mañana un amplio reportaje de lo sucedido. Ya había hablado con el director del periódico para hacer una tirada extraordinaria.
—Debes comprenderlo, es mejor que todo este asunto no se haga público hasta después de las inauguraciones. Sólo eso es lo que te ha pedido el presidente. Si no fuera así, los periodistas y los curiosos desmerecerían la solemnidad de los actos. La compensación no está mal, tendrás la exclusiva de entrevistar a cualquier miembro del Gobierno durante un mes. Y ha prometido que gestionará encuentros con el presidente del Gobierno de la Nación y con el mismísimo papa. No te puedes quejar. Todos van a hacer un esfuerzo. Los policías mantendrán la boca cerrada, los curas también, y hasta el nuncio va a estar presente en las celebraciones, a pesar de todo por lo que ha pasado.
—¿Cómo es posible? ¿No está en el hospital?
—Sí, pero afortunadamente no le ha ocurrido nada grave. Una pérdida de consciencia debida a la falta de oxígeno, pero por suerte llegamos a tiempo. Le han dado el alta, aunque le han aconsejado que trate de evitar esfuerzos. Estará en la catedral e inaugurará la exposición, y luego se irá a descansar.
—¿Y Antonio? ¿Fue al mismo hospital?
—Sí, nuestro querido amigo Galán, al igual que su colega el policía municipal, están fuera de peligro, aunque me temo que la convalecencia les llevará algunos meses. Fue una suerte que Marta despertase cuando lo hizo y que la pistola del municipal estuviera a mano. Ahora está con él en el hospital.
—¿Y dónde está el jefe de los secuestradores? —Sandra había recuperado su instinto periodístico—. ¿Cómo supiste que se escondería en el propio convento? ¿Lo conocías de algo?
—Está detenido. Se lo llevaron Ramos y Morales, que no estaban nada contentos con él. Ramos se quejaba de algo confuso, relativo a un desayuno frustrado. —Ariosto se detuvo un momento, sopesando lo que iba a decir a continuación—. Respecto a tu segunda pregunta, te diré que sólo me pregunté qué hubiera hecho yo en su lugar si quería despistar a la Policía. Es una regla del arte de la guerra, haz lo contrario de lo que tu rival espera de ti. En cuanto a la última pregunta, pensé por un momento que se trataba de un antiguo conocido mío, pero luego me di cuenta de que estaba equivocado. A la persona que robó la Cruz no la conozco de nada.
Ariosto sonrió, con un punto de amargura, había sido capaz de contestar a las preguntas de Sandra sin mentir, aunque ella nunca sabría hasta qué punto su lenguaje era figurado.
Las Palmas de Gran Canaria, sábado. 12:00 horas.
Matteo, el siciliano, iba ya por su tercer café con leche. El camarero comenzaba a mirarlo mal. Ocupaba él solo la mesa número uno del bar café
Lolita
, una de las cafeterías más concurridas del parque de Santa Catalina, y sólo pedía cafés. Aunque tampoco los regalaban, la mesa no se estaba amortizando.
Matteo esperaba. Estaba acostumbrado a hacerlo, y mientras estaba en ello, se percató de la cantidad de gente variopinta que pasaba por delante. Orientales y africanos sin denominación de origen se unían a los lugareños, y usaban atuendos de lo más dispar, desde el traje de ejecutivo, pasando por las túnicas saharauis, hasta el uniforme de muchos vecinos de la zona: bañador, camisilla y chanclas de playa. Algún que otro vendedor ambulante de apuestas del Estado y un solitario limpiabotas completaban un paisanaje evocador. Le recordaba a Palermo, aunque aquí la mayoría de las casas se encontraban en mejor estado de conservación.