¿Supo tal vez que Ian había sobrevivido? ¿Quiso buscarlo en realidad o buscaba desesperadamente refugio en Surya Mahal porque le pareció el lugar más seguro mientras huía, antes de que lo detuvieran los soldados, pese a todo lo que había vivido allí?
El relato de Mohan había sido inexacto en ese punto, y Helena sabía que nunca lo averiguaría. La respuesta a esas preguntas se la había llevado Winston consigo a la tumba.
Se había preguntado cómo era Ian de niño; ahora lo sabía, lo veía, y también estaba enterada del camino que había recorrido desde entonces. De golpe le entendía, quedaba colmado ese deseo abrigado durante tanto tiempo, ese anhelo. Entendía de dónde venía, qué había visto, qué había experimentado en la vida, quién era. No disculpaba nada, pero lo aclaraba todo.
«
Chrysó
, “niñita querida”...» De pronto comenzaron a emerger palabras en ella, palabras que creía haber olvidado, palabras que había escuchado de niña bajo el sol de Grecia, y por un instante creyó estar oliendo el polvo de las calles, el aroma a uva, el olor a hierba seca de aquella anciana. «El destino te conducirá a tierras extrañas. Te cortejarán dos hombres, enemigos los dos, y tú les revelarás el secreto que ata sus destinos...» Helena estuvo a punto de soltar una carcajada, pero la terrible verdad le oprimió la garganta y le hizo tragar saliva con esfuerzo, dejándole mal sabor de boca.
Aquel objeto de plata fina le pesaba mucho en la mano, era tan pesado como todo lo relacionado con él. ¡Tanto sufrimiento, tantos recuerdos! Era consciente de que, con aquel medallón, tenía en sus manos en esos momentos el destino de Ian y de Richard. Si Ian se enteraba de que Richard era el hombre al que buscaba desde hacía años, el último que debía pagar por la muerte de su padre, no dudaría en destruirlo. ¡Y pensar que los dos se habían mirado a los ojos en aquel baile! A Ian le habría bastado con extender la mano... Se sentía mal por ello. Si Richard se enteraba de que Ian era el hijo de aquel hombre al que había conocido con el nombre de Kala Nandi, que era quien tenía sobre la conciencia las vidas de sus compañeros, tampoco titubearía en vengarse. Si alguien se enteraba de que Ian era euroasiático, perdería Shikhara, su sueño de toda una vida. De mala gana tuvo que admitir a posteriori que Shushila tenía razón al decir que había secretos demasiado peligrosos para confiárselos a alguien. Aunque Ian había tratado de protegerla de su secreto, ahora ella lo sabía, conocía las dos caras del mismo.
¿Qué debía hacer con lo que sabía, con los secretos, con su vida? Ese medallón lo reunía todo; confluían en él todos los hilos. Helena pensó con aflicción lo que significaría para Ian poder tenerlo. Pero eso los destruiría a los dos, a Ian y a Richard, ambos cazadores y presa a la vez. Presentía que debía guardar aquel secreto. La carga que se le había impuesto le parecía insoportable. «¡No te dejes engañar por las apariencias! Con frecuencia las cosas no son como parecen a primera vista o como tú quieres que sean...» No, las cosas no eran como parecían a primera vista, pero contenían su propia verdad irrefutable, por muy amarga y dolorosa que fuera esta.
Helena se sentía miserablemente. De pronto la había invadido una sensación de pesadez plomiza. Estaba cansada de escuchar historias de un pasado sangriento, más viejas que ella y que, sin embargo, la arrastraban violentamente en su vorágine. Estaba cansada de aquel país lleno de tanta crueldad y tanto odio. ¿Cómo había acabado en él? Se levantó sintiendo una pesadez extrema y se acercó a la ventana para mirar durante un buen rato la lluvia que azotaba la calle en alas del viento.
Se sentía engañada; engañada por la imagen que se había hecho de Richard, al que creía una persona que no tenía las manos manchadas de sangre, una persona que no estaba atormentada por los demonios del pasado; engañada por la ilusión de poder olvidar con él a Ian. A partir de ahora nunca podría estar con Richard sin pensar que los unía a los dos un fino hilo del destino, y que un capricho del destino la había llevado a ella, a Helena, por medio mundo y contra su voluntad, a conocer ese hilo. A dondequiera que fuera con Richard, Ian viajaría siempre con ellos.
Apoyó la cara en el cristal de la ventana refrescándose agradablemente la frente y las mejillas. Sobre la ciudad, las nubes inmensas ocultaban las montañas. La añoranza aleteó en el interior de Helena, añoranza de la cumbre del Kanchenjunga bajo el cielo claro que no volvería a ver nunca, de sus colores en el transcurso del día, frescos y plateados, dorados y rojos, grises. «Nunca conoceré el aspecto que tiene en otoño y en invierno...» Pensó en la casa, en las ondulantes plantaciones verdes del té poco antes de la cosecha, en su huerto, que florecería con todos los colores del arcoíris después del monzón, en las personas que colaboraban en hacer de Shikhara lo que era.
«Llevo tan poco tiempo aquí... No puedo marcharme... No quiero marcharme...» La añoranza de Shikhara la desgarraba y comprendió que su corazón había comenzado a arraigar allí durante ese breve período de tiempo, a echar nuevos brotes desde las raíces que le quedaban y que parecían muertas desde su repentina partida de Grecia. Pensó en Surya Mahal, en su suntuosidad embriagadora, en la belleza del árido paisaje de Rajputana, en las personas con las que se había encontrado. «Ya llevas la India en tu corazón», le había dicho Djanahara, y era ahora justamente cuando Helena se daba cuenta de que era verdad. «Ámame como amas esta tierra», había pensado ella mientras Ian lo abrazaba. «¿Lo ama? Ámelo,
betii
; eso es lo único que puede salvarlo, y es lo único que él teme...»
Tenía una sensación extraña, como si Mohan Tajid se encontrara de pronto a su lado y le susurrara al oído: «El karma, tu destino, tu determinación.»
«Desearía saber cuál es mi karma», le respondió mentalmente Helena, y percibió la sonrisa de Mohan.
«No luches en contra por más tiempo; deja que suceda... Luchar en contra significa únicamente sufrir...»
«No quiero luchar más», pensó Helena y cerró los ojos de cansancio.
—Quiero tener paz —murmuró contra el frío cristal de la ventana—. ¿Qué debo hacer? —Desesperada, aferró el medallón.
«
Dos hombres; enemigos; uno de los dos será tu felicidad... Ian, Rajiv, bastardo, camaleón, hijo de un inglés, hijo de una princesa rajput, blanco y negro... Ámame como amas esta tierra... Ámelo,
betii
... ¿Lo ama usted? Usted tiene corazón de luchadora... Las cosas no son como tú las quieres ver. Quiero paz. Quiero ir a casa. A casa...»
Qué extraño resultaba sentir nostalgia de un lugar al que la habían llevado contra su voluntad, la misma añoranza que había sentido toda su vida por la tierra soleada de Grecia. El destino la había conducido hasta allí, había puesto en su mano todos los cabos sueltos. En aquel momento tenía el poder para decidirse.
«Quiero ir a casa. A Shikhara. Ian... el cazador... el león...»
Helena abrió bruscamente los ojos, y una maravillosa sensación de ligereza se expandió en su interior como un suspiro de alivio.
Buscó en el cajón del escritorio tinta, papel y pluma, y escribió una nota breve a Richard.
«No puedo. Perdóname. Helena.»
Contempló una vez más el medallón con una sonrisa tierna y melancólica antes de cerrarlo y colocarlo encima del papel.
Se calzó las botas, que un sirviente le había lustrado entretanto, volvió a meterse el revólver en la pretina del pantalón y dejó vagar su mirada por la habitación vacía.
—Gracias, Richard —murmuró, y se fue sin mirar atrás.
Esperó bajo los arcos a que uno de los mozos de cuadra trajera a
Shaktí
. El sirviente del hotel que esa mañana la había recibido con tan poca amabilidad se acercó a ella, esta vez con el uniforme impecable.
—¿Está usted segura de querer salir con este tiempo? —Con la barbilla señaló la lluvia torrencial, que las ráfagas de viento arrojaban contra el pavimento. Pequeños torrentes borboteaban en los dos márgenes de la calle.
Helena titubeó. No la asustaba cabalgar bajo la lluvia y la tormenta; lo que temía era lo que le esperaba en Shikhara. ¿Seguiría Ian allí o se habría marchado, como tantas veces había hecho en su vida? Peor aún, ¿le haría sentir su cólera y la enviaría al diablo? Sin embargo, no tenía elección, tenía que arriesgarse, que jugarse el todo por el todo.
Inspiró profundamente y asintió.
—Sí, completamente segura.
Ya tenía la punta de la bota en el estribo cuando el sirviente del hotel le gritó:
—¿Le dejo dicho algo al señor Carter de su parte?
Helena se lo quedó mirando un instante, luego sacudió la cabeza y montó.
En pocos segundos quedó calada hasta los huesos, y también
Shaktí
, que se sacudía de mala gana pero trotaba a buen paso. El viento le arrojaba la lluvia a la cara como pinchazos finos, el agua corría por su piel en una extraña mezcla de calor y frescor, se le colaba bajo las prendas mojadas hasta las botas ceñidas. Los relámpagos centelleaban, los truenos retumbaban, pero ella no estaba atemorizada, se sentía unida a los elementos, rebosante de vitalidad. Todo su ser estaba concentrado en el paso siguiente, porque las calles y los caminos estaban resbaladizos, enfangados, llenos de piedras sueltas. Los arroyos caían en cascadas desde las alturas pobladas de bosques tupidos negros como la noche. En más de una ocasión resbaló
Shaktí
al ceder el camino bajo su peso. Helena le hablaba a la yegua en tono tranquilizador, animándola a continuar, la gobernaba siguiendo su deseo de avanzar a toda costa. «A casa... A casa...»
Y rezaba a Visnú y a Krishna, rezaba para llegar a Shikhara antes de que se hiciera de noche, porque a la luz crepuscular, bajo las nubes densas y a la sombra de los árboles, resultaba ya muy difícil distinguir el camino. A ambos lados se extendían las plantaciones de té, oscuras superficies relucientes, y Helena creía oír la respiración de los arbustos, que absorbían ávidos la lluvia, que les proporcionaría el fuerte aroma de la cosecha de otoño. La tarde comenzaba a teñir las colinas de gris cuando la puerta de entrada a Shikhara apareció ante ella recortada en negro. Abierta, sin vigilante.
Helena refrenó a la yegua y se detuvo, confusa. La casa estaba a oscuras, en silencio, no era acogedora. No había ninguna luz en las ventanas. Sintió un escalofrío y se desinfló. ¿Qué estaba haciendo allí? Titubeó durante un instante terrible con la sensación de hallarse perdida, luego espoleó a
Shaktí
con decisión y se acercó a paso rápido hacia la casa por el camino pedregoso.
Desmontó apresuradamente y subió los escalones. La puerta de entrada no estaba cerrada con llave. El vestíbulo se hallaba apenas iluminado. El silencio era fantasmal. La casa estaba desierta y muerta, como en una pesadilla, y los relámpagos que la iluminaban a intervalos breves hacían que pareciera encantada. Helena tragó saliva. No habría sabido decir cuándo había sido la última vez que se había sentido tan terriblemente sola y abandonada. Ese no era el hogar por el que había sentido añoranza, por el que había emprendido una cabalgada tan temeraria. Quería gritar los nombres de Yasmina, de Mohan y de Ian, pero no se atrevía, como si tuviera miedo de despertar demonios escondidos en los rincones.
Subió lentamente la escalera; sus botas llenas de barro fueron dejando un rastro oscuro, pero le dio igual. Arriba estaba todo tal como ella lo había dejado la noche anterior; sobre su cama seguía estando el lío de prendas de vestir. Se quedó un instante sin saber qué hacer. ¿Se había perdido todo? ¿Había llegado todo a su final?
El murmullo del monzón la llevó a salir fuera, al balcón. Y allí estaba Ian, sentado.
Un pequeño quinqué iluminaba con luz amarillenta y temblorosa el cenicero lleno a rebosar, la copa vacía, la botella en la que quedaba un resto y proyectaba sombras sobre Ian, que miraba fijamente la lluvia torrencial.
Un relámpago restalló, y otro más, y con esos jirones de luz azulada vio lo cansado que parecía. Era como si estuviera vacío de la cólera que le había impulsado siempre.
Allí estaba ella, como fascinada, contemplando al hombre que mediante coacción y contra su voluntad la había sacado de su mundo para introducirla en la vida de él, al hombre que le había proporcionado tantos momentos de felicidad y tantos otros de sufrimiento. Tuvo el presentimiento de que también él estaba intentando luchar contra su destino.
Como si hubiera notado la mirada de ella, levantó la cabeza y la vio. Las nubes se incendiaron momentáneamente y entonces vio Helena el desamparo y la vulnerabilidad en sus ojos, llegó a ver hasta el fondo de su alma. Se puso a temblar de frío, por la humedad, por la rabia, por la tristeza y por el avasallador sentimiento de amor que recorría su interior y que le cortaba el aliento.
—¿Qué buscas aquí? —Sus palabras eran ásperas, nada acogedoras, pero ella no se dejó amedrentar. Ya no.
—A ti —repuso con decisión.
—¿Por qué razón? —Su tono era cansino—. ¿Para reprocharme que no te contara que soy un bastardo, hindú a medias, que tengo vidas humanas sobre mi conciencia?
—No, no por esa razón. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro frente al rugido del monzón—. Cuéntame el cuento del león y de la hija del rey.
Un rayo atravesó las nubes y Helena vio la confusión en el rostro de Ian.
—Entonces lo contaré yo, tal como creo que acontecieron las cosas en realidad —prosiguió—. La hija del rey le tenía miedo al león, porque amar no forma parte de la naturaleza del león. Su naturaleza es dar caza y matar, y la hija del rey se resistía con todas sus fuerzas a que la casaran con él, porque temía por su propia vida. Se resistió hasta que vio en su frente el estigma, el mismo que ella llevaba desde su nacimiento en la frente también. Entonces reconoció que no era un león corriente, sino que su naturaleza era distinta, del mismo modo que ella no era la hija corriente de un rey; los dos estaban hechos el uno para el otro. Y ella dejó de sentir miedo y se enamoró del león. —El estruendo de un trueno la interrumpió, y esperó a que disminuyera para proseguir—. Tenías razón, Ian, aquel día en la dehesa, cuando dijiste que somos parecidos, muy parecidos. Llevamos el mismo estigma en la frente. Nuestros padres se amaron más entre sí de lo que nos amaron a nosotros, y eso nos hizo huérfanos, sin patria, sin raíces. Lo que hicieron por ese amor tuvo sus consecuencias, y esa fue la herencia desdichada que nos han legado. Pero lo que hagamos nosotros, eso está exclusivamente en nuestras manos. —Tragó saliva, hizo acopio de fuerzas y dijo en voz alta—: Déjalo ya, Ian. Deja en paz a los muertos. Tu caza se acaba aquí.