El cielo sobre Darjeeling (58 page)

Read El cielo sobre Darjeeling Online

Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

BOOK: El cielo sobre Darjeeling
4.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

Reinaba el silencio en el palacio. Todavía no había concluido la época de luto, si bien habían transcurrido ya los doce días de actos solemnes y festivos que debían contribuir a que al difunto se le concediera una feliz reencarnación. Doce días en los que se entregaron en ofrenda a los dioses arroz, frutos y flores con gestos, cánticos y oraciones de cientos de años de antigüedad; doce días de ceremonias interminables conducidas por diecinueve brahmanes a las que tenían que asistir todos los allegados, si bien la mayor carga de los ritos recaía sobre los hombros del heredero, en este caso Manjeet Jai Chand, el nuevo rajá del principado.

Hacía catorce días que el alma guerrera de Dheeraj Chand se había despojado de su envoltorio mortal, a los ochenta y tres años de la encarnación de su
atman
. Durante los últimos cuatro se había ido apartando cada vez más de los asuntos de Surya Mahal y de los territorios correspondientes para recluirse en sus aposentos privados, donde ayunaba, meditaba y oraba preparando su alma para el viaje. Había ido entregando a su nieto los destinos del palacio, de los campesinos, pastores y trabajadores que vivían en los alrededores.

Mohan Tajid levantó la vista del fuego que ardía en la chimenea porque el año era todavía joven, y frías las noches, y se quedó mirando fijamente a Ian, que tenía lo ojos fijos en las llamas. Recordó a Ian, fuera, en la estepa, frente a los baldaquines de piedra de los
chattris
, el primer día de ritos funerarios. Manjeet, como hijo primogénito, había cogido de manos del brahmán principal la antorcha con el fuego sagrado, había rodeado con paso sosegado la pira funeraria y prendido fuego por los cuatro costados a la leña sobre la que se hallaba el cadáver adornado con flores de Dheeraj Chand. Acompañadas por el monótono «
ram-ram
,
ram-ram
» de los brahmanes, las llamas habían ascendido con rapidez hacia el cielo, envolviendo los restos mortales del rajá. El reflejo del fuego daba un brillo rojizo dorado a los asistentes, vestidos de blanco, sin adornos, que lloraban y se lamentaban de la pérdida ruidosamente, o lo aparentaban al menos. Ian, el único que no se había rapado la cabeza en señal de luto, había permanecido silencioso e inmóvil junto a la pila funeraria, completamente sereno. Mohan no estaba seguro de si el brillo de sus ojos se debía a lágrimas contenidas o expresaba la satisfacción más profunda.

Ian tenía veintidós años, y era desde hacía una hora, cuando el brahmán principal, en presencia de los miembros varones de la familia, había roto el sobre lacrado del rajá que contenía las últimas voluntades de Dheeraj Chand, el nuevo señor de Surya Mahal. Un murmullo había recorrido la sala, y Mohan no había podido reprimir una sonrisa maliciosa enseñando los dientes cuando Manjeet, ignorando las reglas del decoro, había salido de la sala hecho una furia. Pero Manjeet sabía igual que todos los demás que no poseía ninguna herramienta jurídica para revocar la decisión de su padre difunto. Dos brahmanes de alto rango habían dado fe por escrito de que «Surya Mahal, regalo de boda de mi querida y dolorosamente llorada esposa Kamala, será la herencia que concedo a las leales manos de mi nieto Rajiv Chand», tal como el rajá había redactado en el pergamino hacía algunos años. Sin embargo, no le había legado el rango correspondiente de príncipe; ese título lo ostentaría Manjeet, sumado a una serie ya considerable de otros títulos. Ian era ahora rico, muy rico. Las tierras de Surya Mahal eran diminutas en lo tocante a extensión en comparación con el tamaño total del principado, pero desde siempre habían sido las más opulentas, y bajo la dirección de Ian, esa opulencia había seguido creciendo aún más en los últimos cuatro años. No obstante, a Ian parecía no impresionarle en absoluto su riqueza repentina, y Mohan presentía el motivo.

—Tú lo sabías, ¿no es verdad?

Ian encendió un cigarrillo y aspiró profundamente el humo sin dejar de mirar el fuego de la chimenea.

—Sí. Me lo dijo cuando regresé aquí. Estuve presente cuando los dos brahmanes estamparon sus firmas al pie y él cerró el escrito, lo lacró y se lo entregó a uno de ellos para que lo leyera en el momento inmediatamente posterior a su muerte.

Volvieron a guardar silencio, cada uno absorto en sus propios pensamientos. Mohan se acordó de lo que había dicho en su día el rajá acerca de que Ian regresaría un día al mundo de los ingleses.

—¿Te quedarás aquí?

Ian sacudió la cabeza y arrojó, la colilla del cigarrillo al fuego.

—No. Tengo otros planes.

Se levantó y se acercó al escritorio en el que había un montón de papeles. Mohan lo siguió con la mirada.

—Quiero ir al norte —explicó Ian tras desplegar un mapa de la parte oriental del Himalaya. A los pies de la cadena montañosa, más arriba de la pequeña ciudad de Darjeeling, había una zona sombreada sobre la que Ian puso el dedo—. Mandé comprar estas tierras hace algún tiempo. Cuando al principio me interesé por ellas no se les permitía a los europeos adquirir terrenos allí. Después se modificaron las leyes y ahora a ningún hindú ni a ningún euroasiático se le permite poseer tierras allí. Así pues, Rajiv Chand retiró su oferta e Ian Neville entró en negociaciones con el Gobierno. —Dirigió a Mohan una mirada divertida de soslayo—. ¡Qué ironía! ¿No es verdad?

«Rajiv
el Camaleón
», se le pasó a Mohan por la cabeza. Miró la escala del margen inferior del mapa y calculó mentalmente la extensión de aquellas tierras.

—¿Qué planes tienes para tanto terreno?

—Voy a cultivar té. —Los dedos de Ian pasaron casi con ternura por encima de la superficie marcada—. Y mi té será el mejor a lo largo y ancho de estas tierras. —Debió de notar la mirada sorprendida de Mohan, porque levantó la vista con una sonrisa—. No he olvidado nada de lo que aprendí con Tientsin en aquellos días. Absolutamente nada.

Mohan comprendió que aquello había sido lo que había ocupado su mente todos esos años, lo que había soñado; igual que un
sadhu
, con una paciencia de verdadero sabio, había estado esperando su hora, la hora en la que Surya Mahal y la fortuna correspondiente fueran suyas. Y, si conocía a Ian, seguramente habría ultimado su plan hasta el más mínimo detalle, sin dejar nada al azar.

Señaló el mapa con la barbilla.

—¿Tienes ya un nombre pensado?

—Las tierras están inscritas en el registro de la propiedad con el nombre de Shikhara. —Y con un murmullo añadió—: Desde allí puede verse el Kanchenjunga... —Y en sus ojos asomó la nostalgia.

«
Shikhara...» Mohan repitió mentalmente el nombre buscando su significado. «Cumbre», porque desde allí se veían la montaña sagrada de Shiva y otras cumbres del Himalaya. «Templo», por los monumentos de piedra de Kangra, el valle en el que Ian había pasado su niñez, que daban nombre al estilo de construcción
shikhara
. Shikhara reproducía de alguna manera el sonido del nombre de su madre, Sitara. Pero las raíces de ese nombre podían hallarse también en los términos
shikar
y
shikari
, «caza» y «cazador».

Mohan miró atentamente a Ian. «¿A la caza de qué?» En voz alta preguntó:

—¿Y qué será de Surya Mahal?

Ian plegó de nuevo el mapa.

—Mañana daré a conocer que Djanahara me sustituirá durante mi ausencia. También se ocupará de que el jardín prohibido vuelva a ser cuidado y de que alguien se encargue de Ánsú Berdj para que se conserve y sea accesible pero permanezca deshabitada como hasta ahora.

La Torre de las Lágrimas. Mohan había supuesto siempre que Ian pasaba allí mucho tiempo a escondidas, siempre que no había manera de encontrarlo en ninguna otra parte del palacio. ¿Forjaría allí sus planes, en la planta superior, cuyo suelo estaba pulido por las pisadas de su madre prisionera y desde donde se veía muy tierra adentro?

A Mohan le pareció acertada la elección de Djanahara como su sustituta. Era su hermana mayor, una mujer enérgica e inteligente, y vivía desde hacía un año y pico con ellos en Surya Mahal. Les había llegado una carta de petición de ayuda, porque su marido había fallecido tras una larga enfermedad y sus hijos querían que subiera a la pira funeraria para consumar la ceremonia honrosa del
sati
. Ian le aseguró de inmediato un refugio en su casa y mandó un destacamento de guerreros rajputs en su busca. Fue entonces cuando comprendió Mohan por qué el rajá, obstinado en la conservación de las leyes religiosas, le había dado completa libertad de acción, porque sabía que Ian iba a ser el futuro nuevo soberano de Surya Mahal y respetaba sus decisiones por mucho que contradijeran su propia visión del mundo.

—¿Cuándo partirás?

—En cuanto pueda, dentro de dos o tres días.

—Me gustaría acompañarte —dijo Mohan, mirando expectante al joven.

Ian le devolvió la mirada y una sonrisita se dibujó en su rostro cuando asintió con la cabeza.

—Esperaba que me dijeras eso. —De repente se puso serio, dio unos pasos por la sala, se detuvo, respiró profundamente como si le costara un esfuerzo tremendo pronunciar las siguientes palabras—: Yo... quiero pedirte una cosa más, Mohan. —Miró a su tío a los ojos con desesperación pero decidido al añadir—: Ayúdame a encontrar a Winston.

21

Siguieron unos meses y unos años muy duros. Las tierras que había comprado Ian eran vírgenes, no habían sido tocadas por la mano humana. Estaban pobladas por una jungla de siglos, habitadas por animales salvajes en cuyo hábitat se inmiscuían. En más de una ocasión intentó un tigre resarcirse con furia de la presencia de aquellos intrusos en su territorio.

Hubo que talar los árboles centenarios y transportarlos con rocines robustos. Se retiró la maleza, se removió la tierra y se pasó el arado. Era un trabajo que hacía sudar, un trabajo peligroso, pero Mohan no había visto a Ian tan feliz desde que los guerreros del rajá lo habían expulsado del valle del Kangra. Disfrutaba a ojos vista echando una mano, trabajando codo con codo con los hombres a los que había contratado para talar palmo a palmo la selva virgen, viendo cómo la plantación que había imaginado durante tanto tiempo iba cobrando forma día a día, y Mohan comprendió que Ian estaba haciendo realidad el sueño de toda una vida.

Fueron muchos los trabajadores a los que Ian contrató, tantos, que otros ingleses que estaban también entregados a la tarea de talar para organizar sus propias plantaciones de té lo miraban con malos ojos porque les quitaba los mejores hombres delante de sus narices al poder permitirse pagarles mejor. Mohan fruncía en ocasiones el ceño cuando echaba un vistazo a las sumas que aparecían en los libros de contabilidad dedicados a la plantación. Pero se callaba porque el dinero era de Ian, dinero que había heredado de su abuelo, oro y plata que habían dormitado durante décadas, quizá durante siglos, custodiados en los sótanos de Surya Mahal.

Pero los gastos merecieron la pena. Mucho antes de lo planeado, las primeras laderas de Shikhara mostraron el marrón sedoso de la tierra fresca sin plantar. No muy lejos del lugar en el que se levantaría la manufactura posteriormente, se labró un huerto como plantel. Mohan vio cómo manejaba Ian las semillas que había mandado traer de China, no por vía completamente legal, tal como suponía Mohan; al menos el jinete que llegó del norte por la cordillera y entregó a Ian los saquitos a cambio de una suma elevada de dinero no daba la impresión de ser un emisario oficial. Ian vertió las semillas en un cuenco lleno de agua. Recogió y tiró a continuación las que quedaron flotando en la superficie; las que permanecieron en el fondo fueron puestas a germinar en la más absoluta oscuridad, entre sacos húmedos. Al cabo de seis semanas habían crecido unos brotes muy frágiles que Ian plantó cuidadosamente en una tierra bien preparada, bajo un tejado protector de ramas y paja.

A los trabajadores que preparaban el cultivo de las tierras y los campesinos y jardineros dedicados al cuidado de las plantas de té en el extenso plantel, los siguieron albañiles, carpinteros y ebanistas que Ian hizo acudir desde las llanuras de la India. Construyeron, en parte con la madera de los viejos árboles talados, la casa grande que Ian mandó proyectar en Calcuta y que sustituyó la sencilla cabaña de madera que él y Mohan habían compartido al principio.

Ian realizó varios viajes a Calcuta para ver muebles y otros objetos de decoración o para mandarlos fabricar según sus deseos. También ordenó traer alguna que otra pieza de Surya Mahal o de Jaipur a lo largo de toda la ruta ascendente hasta Shikhara.

Dos años tardó en estar acabada la casa tal como Ian la había proyectado, el huerto cultivado, construidos los establos, vallada la dehesa para los caballos que se había llevado consigo en su último viaje desde Surya Mahal. En esos dos años, los brotes del plantel se convirtieron en plantas robustas de una altura aproximada de más de un metro, que fueron trasplantadas a los campos: mil quinientas plantas en una yugada de tierra. Se allanó una gran parte del plantel y se construyó allí la manufactura en la que se tratarían posteriormente las hojas de té. Durante los siguientes tres años no hubo nada más que hacer que ver cómo las matas de té se estiraban hacia el cielo sobre Darjeeling, así que Ian y Mohan pudieron iniciar la búsqueda de Winston.

Fue una tarea ardua y penosa la búsqueda de testigos que habían visto quizás a Winston aquel día en Delhi o hablado con él, de documentos en los que pudiera aparecer su nombre, listas de muertos, heridos, desaparecidos en el motín. Ian permanecía siempre en un segundo plano; fue Mohan Tajid quien cabalgó a Delhi y a Jaipur, donde pusieron al corriente a Ajit Jai Chand, quien les aseguró todo su apoyo. Mohan y Ajit contrataron a numerosos agentes que realizaban las pesquisas en su nombre, huroneaban en busca de información, echaban una ojeada a documentos secretos o andaban revolviendo actas. Los hilos que tendían hacia aquella época llegaban incluso hasta Inglaterra. Copias e informes, por atajos hábilmente ideados, llegaban finalmente a Shikhara. Y en las largas tardes Mohan e Ian se ocupaban de aquellos escritos, meditaban largamente sobre planos de ciudades y mapas, se desesperaban a menudo por la falta de perspectivas, y sin darse nunca por vencidos urdían teorías y las descartaban. La India era un país de dimensiones enormes y la situación durante el levantamiento había sido intrincada. Habría dado lo mismo si se hubieran puesto a buscar la tan citada aguja del pajar.

Other books

Seasoned with Grace by Nigeria Lockley
The Binding by Nicholas Wolff
A Single Stone by Meg McKinlay
War and Peas by Jill Churchill
The Buddha's Diamonds by Carolyn Marsden
Murder in a Good Cause by Medora Sale
Lanced: The Shaming of Lance Armstrong by David Walsh, Paul Kimmage, John Follain, Alex Butler