—No os hace falta, pero os la doy con gusto si insistes en ello. Serás un buen maestro para él, Ajitji —añadió en voz baja.
Ajit hizo un gesto reprobatorio con la mano.
—Yo solo le muestro el camino. Él tendrá que recorrerlo a solas. Tiene mucho de auténtico rajput. —Titubeó un instante, miró pensativo su vaso vacío y añadió en voz baja—: Quizá demasiado.
No le resultó fácil a Mohan dejar marchar a Ian, pero era lo suficientemente sabio como para saber que había llegado el momento de dejar que este siguiera su propio camino, igual que él había tenido que seguir el suyo. Habían educado a Mohan para ser guerrero, pero él siempre se había sentido más atraído por las escrituras sagradas. Si hubiera tenido la oportunidad de elegir, sin las restricciones debidas a su padre y a su casta, se habría decidido por una vida de
sadhu
, de asceta, entregado por completo a la meditación y a la veneración de su Dios. De todos modos, él, como hijo menor del rajá, había gozado de muchas más libertadas que sus hermanos mayores o que Sitara, y había logrado sustraerse a los planes de su padre para casarlo. Nunca se había sentido impelido a formar una familia, si bien, joven como era, había sucumbido de vez en cuando a la tentación de la carne. Y disfrutaba pudiendo dedicarse ahora por completo a sus estudios y meditaciones.
A veces, cuando cabalgaba por la estepa en alguna hora ociosa o cuando descubría en el espejo otra cana más o cuando levantaba la vista de su lectura, se preguntaba cómo habría sido su vida si el Gobierno inglés no hubiera enviado precisamente a Winston Neville en misión diplomática a Rajputana. Cuanto más meditaba acerca de las leyes del karma y el
dharma
, cuanto más intentaba indagar en la esencia de Visnú, tanto más comprendía que su karma no había consistido fundamentalmente en proteger a Sitara. En dos ocasiones había podido ella librarse de la muerte cercana, no una tercera. Pero él había salvado a su hijo. Se trataba de Ian, desde el principio; Ian, cuyo destino estaba indisolublemente unido al suyo. Su misión consistía entonces en servirle lo mejor que pudiera, como adorador que era de Visnú y de Krishna. Comprendió que todo lo que habían vivido hasta entonces había estado predeterminado por el destino e hizo las paces con los dioses, aceptándolo todo humildemente como parte del gran plan divino.
Ian permaneció dos años fuera; dos años en los que apenas escribió breves resúmenes de las etapas de su viaje, pero nada de lo que le pasaba por dentro. Las cartas de Ajit Jai Chand eran mucho más interesantes. Describía cómo Ian, frente al Shiva de tres cabezas de piedra, en Gharapuri, había encomendado su vida al servicio de ese dios; cómo recorrieron todo el país hasta las alturas del Himalaya, la morada de Shiva, e Ian, siguiendo la costumbre, ayunó el decimocuarto día del mes de
makha
, febrero, y a la noche siguiente oró y ofrendó las hojas, flores y frutos del árbol
margosa
al
lingam
de piedra, el símbolo fálico de Shiva, para asegurarse la benevolencia del dios y un lugar en su paraíso detrás del monte Kailash. Relataba cómo castigaba a Ian haciéndole correr kilómetros y kilómetros mientras él iba a su lado a caballo, al trote; cómo le había hecho escalar las paredes rocosas del Himalaya; cómo había aprendido a disparar con arco o con pistola desde la montura de un caballo al galope, primero a un objetivo quieto y posteriormente en movimiento; cómo le enseñaba a recostarse en su montura al trote o al galope para agarrar objetos sujetos a postes, tanto a su derecha como a su izquierda; cómo le enseñaba a deslizarse sin ningún ruido para cazar tigres, antílopes y zorros del desierto. Mohan sonreía con satisfacción cuando leía acerca del entrenamiento implacable al que Ajit sometía a Ian, y pensaba en lo poco que habían cambiado los métodos desde que él tenía la edad del muchacho. Pero Ajit enseñaba también a Ian lo que significaba ser un guerrero, qué valor tenían el honor y la lealtad, la astucia y la prudencia, y lo obligaba a aprender de memoria los escritos antiguos de los filósofos de siglos pasados y, también, a debatir los dos durante horas sobre una única frase. Mohan se emocionaba cuando leía el gran cariño que Lakshmi, la esposa de Ajit Jai, profesaba a Ian. «Es como un hijo mío», había escrito ella con su escritura vacilante al pie de una de las cartas de Ajit y había añadido: «Y me parte el corazón tener que dejarlo ir nuevamente.»
Cuando Ian regresó, el chico larguirucho se había convertido en un hombre fuerte y musculoso que parecía tener más de los dieciocho años que en realidad tenía. Ello se debía, no en última instancia, al bigote que se había dejado crecer. Mohan apenas lo reconoció cuando desmontó de su caballo en el patio interior, porque aún más que su aspecto parecía haberse transformado radicalmente su carácter. Estaba relajado, casi alegre, reía mucho, parecía haber encontrado la paz. Sin embargo, en algunos momentos que pasaban inadvertidos a la mayoría, veía en él al antiguo Ian, cuando creía que nadie lo observaba. Entonces sus ojos se oscurecían y parecía ausente. El propio Mohan no habría sido capaz de decir si se demoraba en el pasado o si sus pensamientos se centraban en un futuro indeterminado.
El rajá dispuso que se preparara una fiesta para hacerle los honores a Ian. Se erigió delante del palacio una tribuna revestida de sedas bordadas en oro bajo un baldaquín para dar sombra, frente a la cual, en la gran explanada, se montó un circuito con diferentes obstáculos en el que los jóvenes del palacio iban a competir durante todo el día.
Ian, en ese momento erguido sobre los estribos, tensó el arco y la flecha salió silbando y acertó de lleno en el ave que un mozo había soltado aleteando hacia lo alto. En el clamor de los aplausos de los espectadores, Mohan oyó murmurar al rajá, que estaba a su lado:
—Tenía yo razón. Es un verdadero guerrero. —En sus palabras y en su mirada se apreciaba el más elevado de los reconocimientos.
Para Mohan seguía siendo un enigma cómo era la relación entre el rajá y su nieto. Sabía que los dos habían pasado algunos ratos juntos desde aquel primer encuentro en los aposentos del anciano Chand. A veces los veía paseando juntos por los pasillos o charlando codo con codo en el patio interior; en ocasiones Ian desaparecía tras las puertas del rajá y reaparecía de nuevo al cabo de algunas horas. Ninguno de los dos dijo nunca una palabra sobre el tema de sus conversaciones. Mohan no sabía si se profesaban cariño u odio. Quizá las dos cosas, pensaba con frecuencia.
—Visnú, sé clemente con el
feringhi
cuando regrese con ellos —añadió Dheeraj Chand en un tono tan bajo que solo pudo escucharle Mohan, sentado justo a su lado.
Mohan miró a Ian y vio cómo recogía al galope y por enésima vez una caléndula de un poste de madera, lo cual arrancó otra ovación al público.
—¿Creéis realmente que regresará con ellos?
El rajá asintió con la cabeza mientras seguía con la mirada el recorrido de Ian por el circuito.
—Estoy convencido de ello. Es la voz de su sangre. No podrá sustraerse a ella para siempre. Y creo que tampoco querría, aunque eso se convirtiera en su perdición. Su alma está desgarrada, oscila entre dos mundos. Ese es el legado que le han dejado sus padres. Es una lástima —dijo suspirando y golpeando con su bastón los tablones de madera del suelo de la tribuna—. Yo ya no viviré para saber si conseguirá encontrar su lugar a pesar de esa maldición.
Mohan se quedó mirando atentamente a su padre. Cada año que pasaba parecía más frágil, más encorvado bajo la carga de los años. En los últimos tiempos había dado a entender con frecuencia que comenzaba a estar cansado de la vida y rezaba para que su
atman
, su alma, pudiera regresar pronto al seno del
brahman
, el alma del universo. Manjeet, su hijo primogénito, se había hecho cargo casi en su totalidad del destino de los Chand y había trasladado la sede del clan varios centenares de kilómetros al oeste. Dheeraj Chand presidía la familia y el principado solo nominalmente y para las decisiones fundamentales desde que había decidido pasar el atardecer de su vida en Surya Mahal, su palacio favorito desde siempre.
Mohan volvió a mirar meditabundo el escenario de la competición. Ian había vuelto grupas y entregado la caléndula a una joven situada al borde de la multitud de espectadores; esta la aceptó, colorada y tapándose la cara recatadamente con el extremo de su sari. Cuando Ian espoleó el caballo, las amigas de la joven la rodearon entre risitas.
—¿Estáis planeando su casamiento?
El anciano Chand se rio sin estridencia.
—No, Mohan, ¡qué va! Puede que haya cometido algún error en mi vida, pero no soy ningún necio. Rajiv no solo ha heredado la testarudez de los Chand, sino además la terquedad de su padre. Si se desposa alguna vez, será él quien lo decida; pero dudo de que quiera ponerse alguna vez unas riendas a sí mismo. Y, en el caso de que lo haga, compadezco a esa pobre criatura. Acompáñame a casa, por favor, quiero descansar un rato antes del banquete de esta noche.
Innumerables farolillos iluminaban el gran patio interior de Surya Mahal. El aroma de las flores que adornaban las columnas y los baldaquines pendía denso y embriagador en el aire: rosas, jazmines, caléndulas y nardos; madera de sándalo y pachulí. Un
sitar
y una
tabla
reproducían una melodía alegre y un cantante entonaba con voz gutural los versos de antiguas canciones que glorificaban a legendarios guerreros rajputs, que alababan la encantadora feminidad. Dos bailarinas acompañaban los cánticos con gestos artísticos de sus manos pintadas con alheña, giros dinámicos, mímica seductora de sus rostros pintados y pasos rápidos de sus pies descalzos. Con cada uno de sus movimientos sonaban y tintineaban en sus pies las innumerables cadenitas con cascabeles; las telas finas con diminutos abalorios sobre su piel reluciente, sus collares, brazaletes y los adornos en la nariz enviaban al cielo nocturno la luz de los quinqués en millares de chispas brillantes. Mohan se volvió a medias para hacerle a Ian una observación jocosa, pero el cojín de detrás de él en el estrado de la familia principesca estaba vacío.
Se volvió a mirar, buscándolo. Repartidos en grupitos, hombres y mujeres ocupaban los cojines extendidos por el suelo, hablando, bebiendo, riendo, entonando melodías, degustando las pequeñas exquisiteces que servían, pero no vio a Ian por ninguna parte.
Su mirada se detuvo en una de las columnas de la parte trasera del patio interior y no pudo menos que sonreír. Apoyada en la columna estaba la chica a la que Ian había entregado esa tarde la caléndula, vestida con un sari estampado de colores y recubierto de espejuelos. Ian, con uniforme rajput bordado y turbante, tenía el brazo apoyado en la columna y jugaba con su mano libre con el extremo del sari que cubría la cabeza de ella, susurrándole algo con una sonrisa. La chica apartó el rostro, pudorosa, pero su sonrisa coqueta y la forma en que pestañeaba delataban otra cosa. Mohan agarró su vaso y, cuando volvió a mirar hacia allí, los dos habían desaparecido.
Dos días después, Mohan Tajid dobló por la columnata desde la que podía divisarse ampliamente la llanura. Ian estaba apoyado en una columna mirando hacia fuera y dando caladas a un cigarrillo, un hábito que había adquirido durante su ausencia, para disgusto del rajá, que lo consideraba una costumbre atroz de los
feringhi
. No lo oyó llegar. Parecía inmerso por completo en sus pensamientos, con un ansia dolorosa en el rostro. Mohan se le acercó. Ian se sobresaltó y, acto seguido, puso su cara de despreocupación habitual cuando estaba con gente.
—¿Estás pensando en ella? En la chica... ¿cómo se llama? ¿Padmini?
Ian lo miró perplejo, casi con irritación, y sacudió la cabeza.
—¡Dios me libre, no! —Volvió a mirar hacia el desierto y a dar una calada a su cigarrillo—. Estoy del lado de los sabios antiguos: los príncipes, el fuego, los maestros y las mujeres solo traen desgracias si uno se les acerca demasiado. Pero si uno está demasiado alejado de ellos... —Una sonrisita irónica iluminó su rostro—. Tampoco sacas ningún provecho. Lo inteligente me parece que está en mantener una cierta distancia. Las mujeres vienen y van, Mohan; no ha sido la primera y tampoco será la última —añadió con dureza.
Mohan tenía la sensación de que Ian estaba maquinando algo.
—¿Qué planes tienes, Ian? —preguntó en voz baja.
El joven dio una última calada, apagó el cigarrillo contra la columna, dejando una fea mancha negra en el mármol claro, y arrojó la colilla al desierto.
—No me lo tengas a mal, Mohan, pero no puedo decírtelo, al menos por ahora. —Miró fijamente a su tío—. Te lo diré cuando haya llegado el momento preciso.
Mohan lo siguió con la mirada mientras se alejaba de él con las manos en los bolsillos de su
jodhpurs
y se preguntó qué había sido de aquel pequeño que en su día jugaba libre de toda preocupación en las praderas del valle del Kangra.