Por otra parte, el chico no adelgazaba un solo gramo; al contrario, generosamente nutrido y fortificado por las constantes atenciones de su compañera de lecho (¡con qué íntimo desgarramiento, como si un alambre de púas le ciñera el corazón, el enano aplicaba esta nueva denominación a aquella que había sido intocable deidad protectora de sus vidas, venerado numen de tantas veladas exquisitas y hoy más lejanas que un sueño irrealizable, perfecta inspiradora de entusiasmos y afectos!), Raúl crecía y se hacía más corpulento: pocos días antes había tenido que afeitarse los bigotes y las patillas.
Para colmo de males, Güendolina ya no los dejaba entrar tampoco durante el día en el dormitorio; tendidos en el mosaico helado del vestíbulo, delante de la puerta, o cuando hacía demasiado frío acurrucados míseramente sobre los incómodos sillones de esterilla, Présule y Anfio debían conformarse con oír de vez en cuando algún suspiro, que como ahogado entre sábanas emergía de la habitación a oscuras; o a veces el ruido de algún objeto pesado que caía al suelo, apagado por las gruesas alfombras, pero suficiente para suscitar en la imaginación de los enanos pensamientos lúgubres, incógnitas que se ramificaban incesante mente sin llegar nunca a una explicación concreta. La verdad era que por más que se esforzaran ninguno de los dos conseguía dormir hasta que Raúl abandonaba el dormitorio, en pijama y pantuflas, para encerrarse en su pieza, de la cual no salía nunca hasta el mediodía.
Lo que hacía en el dormitorio de la señora, ya lo habían visto la primera noche, a través de los cortinajes. Pero ¿qué fabricaba encerrado en su cuarto todo el día? No podía estar siempre leyendo: hasta las personas más instruidas se aburren de leer siempre historietas en colores. Por fin, una noche que Raúl había dejado sin llave la puerta de su pieza, los enanos pudieron entrar a curiosear. Fue así como descubrieron que el muchacho se dedicaba a la construcción de planeadores.
En desorden por el suelo y sobre la cama se veían varillas, rollos de tela de avión, tarros de cola espesa y líquida, trozos de madera de balsa a medio tallar, una botellita de aguarrás; sin contar con el cuchillo de caza con el mango incrustado que había sido del señor Marín, un punzón, un mechero a alcohol, y varias hojas de papel de lija, de grano grueso y fino.
El primer impulso de Anfio, al ver estos implementos para él insólitos, fue llevárselos todos a la cocina y quemarlos. Présule trató, sin embargo, de explicarle que un gesto incendiario de este tipo habría sido, en el mejor de los casos, una pérdida de tiempo: Raúl protestaría, y Güendolina aprovecharía la oportunidad para regalarle un equipo de planeadores mucho más completo y más caro, por ejemplo el codiciado equipo norteamericano «Construya su Propio Cohete Interplanetario», que siempre anunciaban por la radio. Y para colmo de males se enojaría con los enanos, cuando supiera que habían entrado en la pieza del muchacho sin permiso. Lo mejor sería resignarse a escupir simbólicamente sobre las herramientas. Pero Anfio no quiso darse por satisfecho con esta modesta manifestación de desaprobación, y antes de abandonar el cuarto orinó sobre la almohada de Raúl.
La inesperada revelación de las actividades secretas del provinciano había sido un rudo golpe para Présule. Como siempre hacía en estos casos, apenas salió de la habitación prohibida se encerró con llave en la letrina de servicio, que por un acuerdo tácito había sido reservada para uso exclusivo de los enanos. Una vez seguro de que nadie lo molestaría, se sentó en el inodoro y se echó a llorar desconsoladamente. El mundo parecía decidido a seguir su propio curso imprevisible. El enano se sentía arrastrado por una marea de voluntades adversas que amenazaban arrastrarlo hacia Dios sólo sabía qué playas desoladas e inhóspitas. Estaba solo, como una hoja perdida en la tormenta. Porque ¿de qué podía servirle la compañía de Anfio en una situación semejante? Sin duda era un enanito gracioso, rizado, casto, a veces divertido, a veces afectuoso; pero más no se podía decir en su favor: en cualquier otro sentido era un verdadero cero a la izquierda. ¿Acaso había sido capaz de sugerir una sola proposición constructiva, para impedir por ejemplo que Raúl siguiera construyendo planeadores? Lo único que se le había ocurrido había sido: primero, quemar el equipo en la cocina económica; segundo, hacer pis en la almohada. Ni más ni menos que una criaturita de cuatro años.
Fuera como fuera, solo o acompañado, no podía quedarse con los brazos cruzados y dejar que el destino lo sofocara, sin esbozar siquiera un gesto de resistencia. El, que siempre había corrido por toda la casa alegremente, cazando las moscas, hurgando en los roperos, escondiéndose detrás de los libros para esperar el paso de Güendolina y asustarla haciéndole «Cucú»; él, el rey de la casa, consejero de todos, el enano respetado y querido, hoy ni siquiera se atrevía a salir de la letrina, por temor de encontrarse con Raúl. No era posible.
Entreabrió un poco la puerta y espió: el corredor estaba desierto. Sacando pecho en señal de desafío, Présule abandonó su encierro. No había sido derrotado todavía: la desesperación aguzaría sus armas. Y apenas se le presentara una oportunidad, se desharía de ese negro concupiscente; si fuera necesario lo haría desaparecer empleando medios químicos, como en la novela
Sin dejar huellas
.
V
Aunque nunca lo usaba, Güendolina tenía en el cajón de la mesa de luz un tubo viejo de somnífero, recuerdo del triste período que había seguido a la muerte del señor Marín, cuando nada conseguía mitigar sus insomnios de viuda, y las largas noches se confundían con los días en una cadena ininterrumpida de aburrimientos. Hasta que finalmente había tenido la feliz idea de procurarse los enanos (uno venía de casa de su tía, y el otro era una oportunidad que le había ofrecido a muy poco precio, recién nacido, una amiga que se iba al extranjero); desde ese momento no había tenido que tomar nunca más una pastilla.
El tubo estaba casi lleno; Présule lo había sustraído por la mañana, mientras la señora se encontraba en el mercado. Porque había decidido envenenar a Raúl.
Para esto debía esperar que Güendolina y el muchacho hubieran terminado de cenar. Todas las noches, después de la cena, la señora Marín preparaba una taza de chocolate, según ella para hacer bajar la comida. Bastaría disolver el narcótico en el chocolate; por suerte la taza de Raúl era más grande que la de Güendolina, lo que simplificaba notablemente la operación, impidiendo fastidiosas confusiones. Luego le dejaría el tubo sobre la mesa de luz, y la gente pensaría que se había suicidado.
Larga fue la espera, y solitaria; no había querido participar su proyecto al otro enano para que no lo delatara. Encerrado en su cuartito de baño, mirando constantemente el reloj, Présule espiaba los movimientos de Güendolina en la cocina, sintiéndose sofocar por esa nerviosidad que algunos llaman la «angustia de los asesinos», y que en el fondo no es más que la angustia de todos los que intentan forzar el destino, un juego muy semejante al de la ruleta, imprevisible y a menudo insatisfactorio.
Apenas vio que Güendolina vertía el chocolate en las tazas, se deslizó sin hacer ruido hasta la ventana de la salita, la abrió y se puso a gritar:
—¡Vengan pronto, vengan a ver el camión de propaganda del Circo Máximo, con los monos amaestrados!
Mientras la señora se precipitaba hacia la ventana abierta, Présule entraba subrepticiamente en la cocina y echaba todas las pastillas del tubo en la taza de Raúl, revolviendo con la cucharita.
—No veo nada —dijo Güendolina, decepcionada.
Escrutó una vez más la calle vacía, luego cerró la ventana y volvió ai comedor.
—Habrán dado vuelta a la esquina —dijo Présule, corriendo a esconderse debajo del sofá del vestíbulo, para calmarse los nervios.
Cuando Raúl se llevó el chocolate a los labios hizo una mueca:
—Tiene un gusto raro —dijo.
Güendolina probó el chocolate de su taza.
—No le siento ningún gusto raro —dijo.
Pero para conformar a su sobrino cambió las tazas, y por gentileza habría muerto envenenada, si el narcótico hubiera sido más fuerte.
De todos modos, apenas hubo bebido el chocolate sintió sueño, y se fue a la cama sin lavar los platos. Cuando Raúl vino a hacer el amor con ella, la señora roncaba tan ruidosamente que el muchacho decidió regresar a su habitación y acostarse.
Poco después apagó la luz y se quedó dormido también él, porque tenía quince años.
Présule, que lo espiaba por el ojo de la cerradura, se preguntaba si ya se habría muerto; no se atrevía todavía a entrar para dejar el tubo vacío sobre la mesa de luz, como había planeado. O tal vez fuera mejor dejárselo apretado en la mano; aunque si esperaba demasiado se le endurecerían los dedos. En ese momento se le acercó Anfio y le preguntó qué espiaba.
—Estoy esperando que se muera —contestó Présule.
—¡Qué divertido! —exclamó Anfio—. ¿Quién te dijo que se va a morir?
—Lo dijeron por la radio —mintió Présule con una sonrisita nerviosa.
La reacción de Anfio fue, como siempre, inesperada: se precipitó hacia el cuarto de baño, destapó el frasco de agua de Colonia de Güendolina, y empezó a bebérsela a grandes sorbos, cantando al mismo tiempo «La Violeta, la va, la va», una canción italiana que había aprendido a fuerza de oírsela cantar a un mendigo que solía estacionarse junto a la ventana de la sala.
A las dos de la mañana, el enano decidió poner fin a la espera. Un silencio de catacumba cristiana envolvía la casa, apenas interrumpido por las esporádicas carcajadas de Anfio, que se paseaba por el vestíbulo con el mantón de Manila de Güendolina atado al cuello a guisa de manto de coronación; estaba completamente borracho, porque se había bebido todo el contenido del frasco de agua de Colonia, más de medio litro.
Présule abrió lentamente la puerta de Raúl, y encendió la luz: el muchacho dormía, con una mano bajo la mejilla. Despertarlo, sin haber tomado antes las necesarias precauciones, habría sido demasiado peligroso. Procurando no hacer ruido, el enano abrió el armario del corredor y extrajo de su interior un rollo de cordón eléctrico que había sido del señor Marín. Volvió a entrar en la pieza, siempre en puntas de pies, y con toda la delicadeza que le era posible ató firmemente las muñecas y los tobillos de Raúl a los barrotes de la cama; cuando hubo terminado, le volcó el resto de la botella de leche sobre la cara. El muchacho abrió lentamente los ojos.
—¿Qué hora es? —dijo, medio dormido todavía.
En la cara peluda de Présule se dibujó una expresión de curiosidad, que no podía ser fingida porque nadie lo estaba mirando. Después de un instante de desconcierto, el enano se abalanzó hacia el dormitorio de Güendolina, que ya no roncaba, y trató de despertarla también a ella, primero llamándola a gritos y después sacudiéndola. Pero la señora Marín no se despertó, y Présule supuso que se había muerto.
Completamente desnudo bajo su mantón bordado de grandes rosas rojas, Anfio se asomó a la puerta del dormitorio y preguntó qué pasaba.
—La señora ha pasado a mejor vida— le contestó Présule, mordiéndose los labios.
Las lágrimas corrían copiosamente por sus negras mejillas.
—Yo, en cambio, no tengo nada de sueño— exclamó Anfio.
Pero Présule ya no lo escuchaba. Apartándolo de la puerta con un empellón, se había precipitado hacia la cocina. Allí se puso a hurgar nerviosamente en el cajoncito de las herramientas, hasta dar con lo que buscaba, un soldador eléctrico para radioaficionados que nadie usaba nunca. Blandiendo el soldador como una espada entró en el cuarto de Raúl, insertó la ficha en el enchufe contiguo a la mesa de luz, y esperó que la herramienta se calentara.
—¿Por qué estoy atado? —le preguntó Raúl, que no entendía todavía lo que ocurría.
Sin tomarse la molestia de contestarle, el enano procedió a arrancarle el pijama y la camiseta, con la ayuda del cuchillo de caza; luego, para probar la temperatura, le trazó una raya sobre el pecho con el soldador, desde la garganta hasta el ombligo. Al oír el grito prolongado del muchacho, entró Anfio, arrastrando su cola roja y negra: traía en la mano el gran cisne blanco de Güendolina, con el cual acababa de empolvarse el pelo de la cara y del cuello. Pero apenas vio el soldador dejó caer el cisne y trató de apoderarse del aparato eléctrico.
Présule no quería dárselo; tanto insistió y tironeó sin embargo su compañero, que finalmente le concedió permiso para que también él hiciera un dibujo sobre el vientre de Raúl. Con una sonrisa angelical en los labios, Anfio trazó sobre la piel tersa y morena una carita provista de ojos, nariz, boca y orejas. Cuando terminó, el muchacho se había desmayado.
Como ya no le quedaba leche en la botella, Présule tuvo que reanimarlo vertiéndole el frasco de cola líquida sobre la cara; luego le hizo beber un sorbo de la botella de aguarrás, para disolverle la cola que eventualmente le hubiera entrado en la boca. Atado de pies y manos, Raúl se sacudía espasmódicamente, mientras el otro enano, armado del punzón, se esforzaba por extraerle el menisco de la rodilla derecha; aunque todos sus esfuerzos en este sentido habrían sido vanos, si Présule no lo hubiera ayudado con el cuchillo de caza. No sabiendo qué hacer con el menisco ensangrentado, se lo metieron a Raúl en la boca, para que no gritara tanto.
Como embriagado por el olor a pelo quemado, Présule pasaba el soldador del cabello a las cejas, de las cejas a las pestañas. El humo amargo de Raúl, confundiéndose con el humo picante de la pelota y de los planeadores que Anfio había empezado a quemar en el mechero a alcohol, llenaba la habitación; el aire se había vuelto irrespirable. De pronto, a través del humo, Présule vio que Anfio se llevaba a la boca la mano exánime del muchacho, y de un mordisco le comía el dedo meñique; esto le produjo tanta impresión, que lo echó del cuartito a empellones.
Luego cerró la puerta con llave, para seguir haciendo uso del soldador, esta vez bajo las axilas. Ponía los cinco sentidos en la operación; tanta era su concentración, que inadvertidamente le asomaba entre los dientes la punta rosada de la lengua. Raúl ahora gemía, en vez de gritar; de sus ojos quemados sólo quedaban dos protuberancias rojas, de la boca le chorreaba hacia el cuello un hilo de saliva entremezclada con cola y con sangre. Las contracciones de su cuerpo se hacían cada vez más violentas, hasta el punto de que Présule se vio obligado a cortarle con el cuchillo de caza el tendón de Aquiles de ambos tobillos.