El guardián se había distanciado bastante; volviéndose, gritó:
—¡Basta de juegos! ¡Hazlo trabajar, que la pereza se contagia!
El aspirante soltó la cabeza del tuerto, le cruzó la oreja de un golpe con el mango del látigo y le ordenó que siguiera juntando basura.
—¡Más rápido! —aullaba sonriendo.
Y el hombre iba y venía, tosiendo arena, esquivando los latigazos. El guardián los esperaba con un cigarrillo en los labios.
—¿Qué número es este, que está tan arruinado? —le preguntó el aspirante cuando se acercaron.
—Es el famoso 137.
—¡El 137! —exclamó el muchacho, abriendo con incredulidad sus hermosos ojos oscuros—. Justamente cuando di mi examen de aspirante tuve que hablar sobre sus características de Inadaptación.
—Yo ni sé qué habrá hecho; sé que es famoso, nada más.
—Cuando pasé a dar examen, los Guardianes Profesores de la mesa rogaron gentilmente a las damas presentes que desalojaran el salón.
En un arrebato de furor se acercó al tuerto y empezó a darle latigazos hasta derribarlo; cuando lo vio en el suelo lo aferró por un brazo y siguió administrándole puntapiés en la axila. El basurero gemía suavemente.
—Así no vamos a terminar nunca con esta playa de la gran puta —dijo el guardián—. Cuando tengas tus buenos años de guardián se te pasarán las ganas de jugar con un basurero o de tocarlo.
—No sé cómo el gran Dios permite que existan.
—Para que sirvan de ejemplo.
—Esos pobres chicos inocentes que pasaron con el perro… no es justo que vean estas cosas, a esa tierna edad… Piense que una vez los vecinos lo espiaron en el jardín del fondo de su casa, y estaba en calzoncillos, al sol.
—Así son, así son todos —dijo el guardián escupiendo.
—¡Un profesor del Liceo Mixto! Otra vez lo oyeron hablar por un teléfono oficial muerto de risa. Y un día de fiesta religiosa escupió sobre un gato sagrado, haciéndose el distraído.
—El que más, el que menos, una vez que empiezan a desbarrancarse… —musitó el guardián, un poco aburrido.
El entusiasmo justiciero de estos adolescentes sin experiencia le resultaba fatigoso y monótono; creían posible readaptar a un inadaptado. El por su parte prefería pensar en la recién casada que acababa de mudarse al lado de su casa y que todas las mañanas se subía a un banquito para conversar con su mujer por la ventana de la cocina.
El basurero mientras tanto se había internado en el agua con el pretexto de vaciar la bolsa, y aprovechaba esta circunstancia para mojarse el pecho, porque los clavos de la bota le habían desgarrado la carne, y quizá el agua salada pudiera contenerle de algún modo la sangre. Al verlo así agachado, el aspirante dio un buen tirón a la cadena, y el tuerto cayó doblado en dos dentro del agua; una ola lo revolcó y lo cubrió de espuma feliz. Cuando se levantó, tambaleante, con una mano sobre los tajos de la tetilla, el guardián repitió:
—Dámelo. Así no vamos a terminar nunca.
—¡Cuándo me entregarán uno para mí solo! —suspiró el jovencito—. Tal vez me nombren suplente después del examen de mayo.
—En mayo no hay más playa; en el mejor de los casos te darán un basurero de caminos —observó juiciosamente Vulcano.
Después de devolverle el látigo y la cadena, el aspirante se alejó silbando por donde había venido. Se miraba las manos y se las frotaba contra la chaqueta, vagamente avergonzado de haber tocado a un basurero.
El guardián y su paciente siguieron avanzando por la arena; oscurecía. Del lado de tierra soplaba un viento frío, despeinando la cresta de las olas y arrancándoles velos de espuma; el mar, oscuro y bajo, se agitaba progresivamente. Ya no quedaba nadie en la playa, salvo un vendedor ambulante de café que regresaba de prisa hacia la escollera, en bicicleta, por el borde mismo de las olas. Las gaviotas blancas de alas negras se demoraban en el aire, como esperando un milagro, allí donde el basurero había vaciado su bolsa en el mar. Del cielo terso y transparente emergían las luces de los planetas.
Los dos hombres, siempre unidos, se acercaban poco a poco a la Punta del Amor, una especie de cabo formado por peñascos y piedras de todo tamaño, que se interna como un dedo en el océano. Por la arena asomaban ya, aquí y allá, los cantos filosos de las rocas enterradas; en esta parte de la playa la tarea del basurero era más difícil, porque los bañistas dejaban residuos engañosos y complejos en los intersticios y grietas de las rocas, y a menudo sus pies descalzos resbalaban sobre esas superficies mucilaginosas cubiertas de algas como herrumbre.
Llegaron por fin a la Punta propiamente dicha, donde la arena se extingue al pie de las rocas amontonadas al azar: en la penumbra del crepúsculo el tuerto confundía con restos de comida las aguasvivas muertas en los recovecos, y con caracoles los conos de cartón mojado de los helados. La cadena se le enganchaba en las aristas de las piedras y el viento frío hacía llorar su ojo vacío, toser su pecho sin camisa.
No obstante, saltaba entre las piedras con cierta animación, como siempre le ocurría al llegar a la Punta del Amor. Porque allí algún día, tal vez mañana, tal vez hoy, habría de poner en práctica su modesto proyecto de evasión, basado en mínimas coincidencias y azares microscópicos, pero no por eso menos minuciosamente estudiado que un final de ajedrez. El de hoy era un día propicio; no se sentía demasiado cansado, y el guardián parecía distraído, casi tolerante. En la parte más alta de la Punta del Amor, adonde no llegaban casi nunca las aguas, había un peñasco de bordes cortantes, apoyado en posición precaria sobre dos o tres piedras medio sueltas, en lo alto de una roca vertical. El tuerto, que lo había observado a luz variada de los noventa o cien ocasos de ese verano, conjeturaba que quizá fuera factible, con un poco de suerte, mover el peñasco haciendo palanca en la base, y dándole un empujón obligarlo a caer al pie de la roca vertical, sobre unas grietas transversales por donde el mar entraba y salía regurgitando como en una cañería. Su plan era éste: aprovecharía un momento en que el guardián estuviera cerca, mirando para otro lado; se subiría a la roca, dejaría caer la cadena sobre las grietas de abajo, y encima el peñasco; no era del todo imposible que al desplomarse esa mole, desde un metro y medio o más de altura, consiguiera cortar la cadena con su peso; en ese caso se echaría al mar y se escaparía nadando, porque el guardián no sabía nadar. Se alejaría paralelamente a la costa; ya era casi de noche, no había luna, y el guardián tendría que optar entre seguirlo desde la orilla (y en ese caso no sería difícil que lo perdiera de vista) o salir corriendo a buscar auxilio, lo que le permitiría volver a la costa y esconderse tierra adentro.
Por supuesto en ningún momento dejaba de comprender la inutilidad de la huida. Cuando uno ha llegado al fondo mismo de la abyección, donde ya nada cuenta, donde no hay ni ascenso ni descenso y la única alternativa es cambiar el nombre del tormento, lo más sensato es eliminarse, gesto que por otra parte no cuesta demasiado esfuerzo y siempre suscita un mínimo por lo menos de satisfacción aun en los jueces más exigentes. De los pozos más hondos solamente nos pueden levantar el amor, la fe y la esperanza de una persona inocente que nos cuide como se cuida un pájaro enfermo, en un rincón caliente cerca del fogón; hasta que un día, todavía tembloroso, se echa a volar por la cocina y se posa en lo alto de la fiambrera o en el estante de las cacerolas. Pero al que está solo en el abismo, como el basurero, más le vale suicidarse.
No obstante, incongruentemente, estas mismas reflexiones lo instaban a cortar la cadena. Trepó a la roca como un mono con ciática, y cuando el guardián le preguntó, preparando ya la fusta para bajarlo a latigazos, qué hacía allí arriba, el tuerto le señaló (le habían cortado la lengua por gritar en la Sala de Reeducación un día de Gracias a Dios) el mar ominoso. Su mentor a la fuerza, que a veces era un poco curioso, se volvió para mirar el mar; el hombre introdujo mientras tanto su palo bajo el peñasco de basalto, hizo palanca, empujó con todo el cuerpo, y derribó la mole sobre las grietas, al lado mismo del guardián.
Pero en vez de cortarse, la cadena quedó firmemente sujeta entre la roca y las piedras de abajo, como era de prever. El guardián, escogiendo las mejores malas palabras de un repertorio aprendido en la infancia, se soltó con furia la correa, pasó del otro lado y trató de arrancar la cadena presa; pero no lo consiguió, ni tampoco consiguió mover el peñasco que se había encajado con la cadena entre las rocas. Entonces se volvió hacia el tuerto, que desde arriba y con expresión indefinida contemplaba en cuclillas sus esfuerzos, y lo cubrió de latigazos; poco después el basurero caía hacia adelante sobre su pedestal, escondiendo la cabeza entre los brazos. Alguien que los hubiera visto desde la playa, recortándose negros sobre el mar casi negro, habría supuesto que el guardián era un demente que azotaba una roca de la Punta del Amor o quizá, más sencillamente, algún domador de fieras que practicaba su oficio en un lugar apartado; pero ya no había nadie en toda la extensión de la playa.
Los parajes desiertos son tan aptos para desahogar el amor como para ejercer el odio; nadie sabe qué castigos, frenéticos como adoraciones, verán las nubes o los aviadores en las vastas mesetas sin árboles, en los faros, detrás de esos paredones interminables que bordean algunos caminos. El guardián vociferaba en un éxtasis creciente, desplegando periódicamente los brazos en cruz, porque no había visto nunca un ejemplo tan perverso de desobediencia voluntaria. De pronto el tuerto se levantó sobre su alta roca y aferrando el palo de juntar basura, erguido y dramático con las piernas abiertas, se lo lanzó de punta hacia la cara, como una jabalina. El clavo puntiagudo (una vez por semana lo afilaban en la piedra giratoria del tallercito de la Casa Cuna) entró por la boca abierta del flagelador y se hundió hasta el fondo, con tanto ímpetu que el hombre cayó de espaldas, justamente cuando más abría los brazos; la espalda golpeó contra las piedras, pero la cabeza quedó colgando en el vacío, echada hacia atrás por el peso del palo, que poco a poco fue cayendo a un costado, del lado del mar, como si el extinto quisiera mirarlo una vez más, con los ojos desorbitados, preocupado todavía por discernir lo que el mudo le había señalado.
El otro temblaba convulsivamente, estremecido por la tos, excitado aún por el ardor de los latigazos. Sin saber qué hacer, bajó de la roca y se vistió con la ropa del guardián recientemente fallecido, aunque le costó un poco introducirse la camiseta y la camisa por adentro de la cadena que le ceñía tan estrechamente la cintura. Se puso lodo, las medias, los zapatos y la gorra que decía Vulcano: de vez en cuando probaba de arrancar la cadena aplastada bajo la piedra, sin conseguirlo. La noche era oscura, el cielo se había nublado; la marea subía con rapidez y ya cubría al muerto desnudo, desenroscándole los rizos oscuros del cabello y de las ingles. El basurero volvió a treparse a la roca: el viento y el rumor del mar le recordaban una discusión violenta sostenida años atrás, en una playa, bajo la nieve, con la única mujer que lo había amado; momentos intolerables que con el tiempo se habían vuelto felices. Se recostó sobre una superficie plana y seca para meditar, pero por efecto del exceso insólito de ropa y de la comodidad general de su situación, se fue quedando insensiblemente dormido.
Lo despertaron voces. Abrió los ojos y vio que lo rodeaban seis hombres uniformados, de edades sumamente diversas, cada uno con un farol; eran guardianes, porque en sus gorras se leían sendos nombres de deidades: Moloch, Osiris, Buda Baco, Sol y quizá por un error de información Pachamama. El viento había cesado, pero la noche parecía más oscura aún a causa de los faroles, que ahora los guardianes le acercaban a la cara, simultáneamente, como un grupo excesivo de Reyes Magos en un nacimiento.
—¿Dónde está el Guardián de Basuras? —le preguntó el guardián más alto, cuya frente decía Osiris.
Incorporándose el tuerto miró hacia abajo. El cadáver desnudo había desaparecido; al parecerse lo habían llevado las olas, que ya cubrían por completo el peñasco derribado. Al ver esto, quiso explicar a sus espectadores el vínculo que lo unía a la roca, para que lo liberaran, y se señaló la cadena que le cruzaba el vientre, invisible bajo la chaqueta abotonada. Entonces los guardianes exclamaron, sin entender:
—¡Se lo ha comido!
El hombre se sentó en el suelo y con una leve expresión de fastidio, convertida en desdén por las cicatrices, comenzó a recoger la cadena para hacerles más evidente su situación; pero con gran asombro suyo, por más metros que recogiera, la cadena seguía subiendo con toda facilidad, hasta que le llegó a las manos el lazo de cuero del otro extremo. Comprendió entonces que el vaivén considerable del mar había movido las rocas durante su sueño, y que la libertad había pasado a su lado como un tigre curioso que olfatea a un dormido, sin despertarlo.
Resignado, se puso de pie, entregó el extremo de su cadena al más anciano de los guardianes, y por su propia decisión inició en silencio el descenso hacia la playa. Las seis poderosas divinidades, preguntándose cómo habría hecho para comerse a Vulcano, lo siguieron con respeto, bajo las estrellas.
Tres chicos con cornetas cruzaban la calle principal de Valdivieso, golpeando una cacerola con un cucharón descascarado. El Secretario del Partido de Oposición Constructiva de la Provincia cerró distraídamente la ventana y se apretó un dedo. Mientras saltaba sobre el pie izquierdo con el dedo magullado en la boca, su joven interlocutor, de espaldas al sol que entraba casi rumorosamente por la puerta, le preguntó con voz afable y ronca: —¿Quiere que le traiga la botella del alcohol?
El Secretario asintió con la cabeza, como una gallina que come maíz, sin sacarse el dedo de la boca. Lentamente, porque era rengo, el Prosecretario Honorario fue al cuarto de baño a buscar la botella; cuando regresó, su jefe se observaba con una lupa el dedo enrojecido.
—Pronto, pronto —protestaba.
El otro le tendió la botella. El Secretario, con cierta dificultad, introdujo el dedo en el gollete; después de un instante lo sacó y se lo chupó.
—¿Decía? —preguntó el joven rengo.
—Que está muy pálido —contestó el otro, ya más tranquilo, repitiendo la operación—. Se ve que el balance del mes pasado lo ha perjudicado, aparte de habernos perjudicado a todos en general.