No había casi terminado de percibir el desgarramiento definitivo, cuando ya me encontraba cincuenta metros más abajo, al nivel del mar. Cómo fue en realidad mi caída, cómo se produjo el derrumbe, no sabría explicarlo, dado que no se encontraba en las cercanías testigo alguno que supiera más tarde describirme lo sucedido, y yo, por mi parte, sentado como estaba en la punta del promontorio, mal podía ver lo que ocurría debajo. Sólo sé que al final de la rápida caída, durante la cual la única sensación que pude experimentar fue la de un acelerado traslado en ascensor, mi sillita con ruedas se detuvo de improviso, con un golpe tremendo y seco; tuve la impresión de haber llegado al fondo del mundo, sentí que todos mis miembros se dispersaban por los aires, como si una bomba hubiera explotado en el centro mismo de mi cuerpo, y me desmayé.
Cuando volví en mí, el sol ya se había ocultado por completo detrás del horizonte velado, pero una vaga luz muriente subsistía todavía en las capas superiores de la atmósfera. Mi sillita se había deshecho, yo estaba sentado en el suelo sobre mi hermoso almohadón de cuero —que por suerte había amortiguado el golpe— con la cabeza caída entre las rodillas, y alrededor de mí saltaban las olas como perros alegres que saludan el arribo del amo; ni qué decir que ya me habían empapado todo de espuma. Detrás de mí se erguía el oscuro acantilado, del cual me separaba ahora un ancho brazo de mar, para colmo rabiosamente agitado. Y los negros escollos puntiagudos, en cuyo centro por un feliz milagro mi frágil persona acababa de desplomarse, aparecían enteramente cubiertos de horribles alimañas, también ellas negras, que se movían con fascinadora lentitud, como deseosas de acercarse al recién llegado, a la presa deliciosa y nutritiva que bien podía decirse caída del cielo: eran cangrejos, unos inmundos cangrejos negros que se trepaban los unos sobre los otros, a medida que iban emergiendo de los siniestros agujeros en cuyo interior al parecer vivían.
Si no enloquecí en esos momentos de absoluta desesperación, se lo debo sin duda a los horribles cangrejos que tan amenazadoramente me rodeaban. En efecto, ocupado como estaba en espantarlos con uno de los barrotes niquelados de la silla rota, mal podía detenerme a reflexionar en lo incómodo de mi posición: solo, con todo el cuerpo magullado por la caída, con mis dos piernas inútiles tendidas frente a mí como la cola hendida de una sirena, empapado de agua de mar en la oscuridad creciente de la noche que ya se descorría por el cielo como un telón de terciopelo. Y lo que es aun peor, incapacitado de oír el grito reconfortante de los monjes, que sin duda ya habrían venido a buscarme al promontorio, o mejor dicho al lugar donde poco antes se erguía el promontorio.
Sin duda el cataclismo había turbado profundamente, y tal vez enfurecido a los cangrejos, porque de costumbre —por lo menos así me ha enseñado mi profesor de ciencias naturales— estos animales rehúyen el contacto con el hombre; en cambio los míos parecían más bien decididos a atacarme, y hasta diría a devorarme. Por suerte, cuando ya me estaba cansando de aplastar cangrejos con mi barrita de fierro, apareció en el cielo una bandada excepcionalmente numerosa de águilas marinas, que se puso a revolotear sobre mi cabeza en cadenciosas evoluciones. Tal vez advertidos por el instinto, los cangrejos se apresuraron a esconderse en sus agujeros, o a lanzarse de costado al mar, dejándome en pocos segundos completamente solo en el escollo, bajo la amenaza sin embargo de las águilas marinas.
Estas aves son, como es sabido, negras y fuertes; moran en las anfractuosidades de la costa, y aunque a veces llegan a robar ovejas y cabras, especialmente cuando el hambre las apremia, en general viven de la pesca, sobre todo de atunes que salen a jugar en la superficie del mar. Seguramente me habían confundido con uno de estos peces, porque apenas me vieron allí abandonado, en el centro del escollo negro, se lanzaron sobre mí para aterrarme. Yo me defendía como podía, blandiendo en todas direcciones mi barrita niquelada, con la izquierda que es la mano donde tengo más dedos. Pero justamente cuando me encontraba más empeñado en la lucha con dos enormes águilas marinas a la vez, una tercera, más grande todavía que las anteriores, me atacó a traición y aterrándome por el cinturón me levantó por los aires.
Evidentemente, aunque soy más bien pequeño de proporciones, yo pesaba demasiado para el ave, porque de cuando en cuando descendíamos hasta rozar las olas; pero con un supremo esfuerzo de sus anchas alas el águila negra conseguía recuperar la altura perdida. De este modo me salvé varias veces de caer al mar, lo que me colocaba en la curiosa situación de tener que rezar porque a la infame bestia no le faltaran las fuerzas antes de tiempo. Por suerte llegamos en seguida a la gruta donde vivía el ave marina.
Era una ancha cavidad, a unos ocho metros sobre el nivel del mar, y en ella el águila se había instalado un cómodo y abrigado nidito de ramas y algas, en cuyo interior brillaban, a la luz de la luna que ya empezaba a alzarse sobre el horizonte, tres grandes huevos blancos. Seguramente me había llevado allí para que, apenas nacieran sus polluelos, yo les sirviera de alimento; destino que al fin de cuentas no debía sorprenderme, ya que mis antepasados habían tomado parte en muchas aventuras y combates con águilas, algunos de ellos hasta habían adoptado los orgullosos apodos de «Águila» y de «Hijo del Águila»; y un águila también campeaba victoriosa en el escudo de mi familia. Sólo que hasta ahora siempre se había tratado de las otras águilas, las de tierra, pájaros de más respetable tradición; en cambio en el nido de ésta (y seguramente lo mismo debía ocurrir con los nidos de todas sus compañeras) reinaba un olor tan fuerte a pescado podrido que en un primer momento creí desmayarme.
Pronto me acostumbré sin embargo al mal olor de la gruta. El águila me había dejado a un costado, como quien deja una bolsa de patatas al regresar del mercado, y a continuación se había acostado tranquilamente sobre los huevos. Desde allí me miraba, con una expresión pensativa de gallina burguesa, que en otras circunstancias menos patéticas me habría sin duda divertido sobremanera; se trataba, al fin de cuentas, de una pobre ave campesina que cumplía sus deberes familiares: incubar los huevos, ir a buscar la comida para los hijos. No había en ella, evidentemente, ninguna malignidad, y por eso mismo me prometí, suponiendo que consiguiera salvarme de mi difícil situación, no olvidarme de hacerle mandar alguna cosita, por ejemplo un cabritillo o un atún recién pescado, como una especie de recompensa, ya que después de todo me había salvado de los cangrejos, y también para que sus aguiluchos no vinieran al mundo completamente desprovistos de alimento.
De todos modos, lo importante por el momento era escapar de la gruta. ¿Las aves cuando empollan estarán siempre despiertas?, me preguntaba yo, con curiosidad no solamente académica. Y suponiendo que el horrible bicho se quedara de pronto dormido, ¿cómo podía aprovechar su desatención? Debajo de la gruta rugía el mar enfurecido; encima y a los costados, solamente se divisaba la pared desnuda del acantilado. Teniendo en cuenta que no dispongo de tanta libertad de movimientos como las personas a quienes la suerte ha concedido la prerrogativa de poder trasladarse de un lugar a otro con ayuda de las piernas; teniendo en cuenta que en última instancia no soy más que un ser humano como los demás: débil, impedido, sordo y casi ciego, abandonado a la merced de las circunstancias, una voluntad insegura plantada en un cuerpo inadecuado, una ilusión de orden y de existencia en medio de un caos de desorden y de inexistencia, un suspiro de la naturaleza, y para peor un suspiro incompleto, ¿qué probabilidades tenía de salvarme? Prácticamente ninguna; hoy o mañana o dentro de diez años, esta irregularidad del cosmos que es mi persona estaba destinada a borrarse, a desaparecer bajo las siempre renovadas avalanchas de fenómenos y manifestaciones que componen la majestuosa, inconmovible indiferencia del universo.
Mejor entonces desaparecer así, comido por las águilas, lejos de todo testigo humano, frente al mar, frente a la luna tormentosa, ignorado como una ola que se forma y se extingue y cuyo paso nadie registra, porque al fin de cuentas no es más que un ordenamiento casual y momentáneo de materia insensible; lejos sobre todo de inmerecidos afectos y de erróneos respetos, lejos de cualquier sentimiento; lejos en fin de la falsa vida que me habían inventado los hombres.
Y en ese momento, delante del mar de mercurio que la luna y la espuma adornaban con superior distracción, vigilado por un águila, suspendido entre el cielo y los escollos en una gruta que hedía desesperadamente a pescado podrido, me pareció entrever una especie de verdad, una vislumbre de verdad, un pliegue por así decir de la túnica transparente de la Verdad que hasta entonces me había eludido. Y esa verdad era el absoluto imperio del caos, la omnipresencia de la nada, la suprema inexistencia de nuestra existencia. Ante esa inmensidad de la nada, ni siquiera el águila marina era importante, ni siquiera el mar, ni siquiera la roca, ni siquiera la luna. Eran, éramos todos caprichos, insensatas curiosidades, momentos del caos, relámpagos fugitivos de una conciencia igualmente fugitiva, cómicamente ilógica.
Pero esto duró sólo un instante, porque algo acababa de aparecer sobre las olas, frente a la gruta: era una barca de pescadores, con varios monjes a bordo, que escrutaban ansiosamente los escollos al pie del acantilado, para ver si descubrían algún rastro de mi presencia. En cuanto los vi, me asomé al borde de la cavidad y les hice señas con la bufanda blanca. Los monjes me divisaron en seguida, y rápidamente, con ese sentido de las cosas prácticas que sólo poseen los hombres de vida sencilla, ingeniaron un plan de rescate. No los vi alejarse, porque apenas había conseguido hacerles notar mi presencia, cuando ya el águila se había levantado del nido y tirándome del cinturón con el pico me arrastraba nuevamente hacia el interior de la gruta.
La espera sin embargo no fue larga. Ya me disponía a acurrucarme en un rincón, para protegerme por lo menos del viento que traspasaba mis ropas empapadas, cuando frente a la entrada, recortándose sobre el cielo iluminado por la luna, apareció un joven pescador, suspendido de una soga. Sin decir una palabra, el hombre entró en la cavidad, me tomó en sus brazos poderosos y se volvió por donde había venido; curiosamente, el águila marina no hizo nada por retenerme: se quedó donde estaba, empollando sus tres huevos, con la misma expresión de siempre, una expresión de gallina seria que a veces vuelvo a encontrar en la cara de las jóvenes esposas encintas, próximas al parto, y que indefectiblemente me recuerda la facilidad con que esas jóvenes madres me ofrecerían a sus hijos como alimento, si se les presentara la oportunidad, y si los recién nacidos comieran carne humana.
Mi reacción, una vez repuesto del susto y del frío de esa noche, fue como siempre característica: me compré una hermosa peluca rubia, con una aureola de sedosos y dorados bucles, y decidí dar una gran fiesta en el palacio; decisión que sorprendió grandemente a mis tías. Y más aún se sorprendieron cuando les expliqué que me parecía llegado el momento de cambiar de vida: no era posible dejar que la incuria y el olvido siguieran herrumbrando el escudo de mis mayores; ya que la suerte y la prudencia en las inversiones habían hecho de mi familia una de las más ricas del país, era sin duda injusto que el fasto de nuestra casa se mantuviera tan por debajo de nuestros medios. Por lo tanto, ordené que todas las noches una profusión de luminarias alumbrara la fachada del palacio, y que todos los días, a mediodía, mis lacayos sirvieran una escudilla de sopa y un plato de guiso o de asado a los pobres del barrio.
Lo poco que de la realidad del universo me había sido dado entrever en la cueva del águila, me había impresionado como una revelación total. Ha dicho un poeta que nadie puede soportar demasiada realidad; con un atisbo solamente, todo mi mundo metafísico se había subvertido. ¡Qué absurdo seguir preguntándonos, como lo había hecho hasta entonces, si el único camino a la Verdad era el sadismo, o el amor a la humanidad, o la pasión, o el escepticismo, o la ciencia objetiva, o la actividad febril, o el poder, o la perfecta obediencia, o el placer de los sentidos! Todos los caminos eran buenos, puesto que la sola realidad era el caos, o su equivalente la nada, y a la nada, tarde o temprano, llegaremos todos.
Lo mismo daba entonces llegar cantando y bailando. Cierto que yo bailar no podía, pero podía hacer bailar a mis invitados. Y así empezó la larga serie de fiestas que habría de ser por muchos años el comentario obligado de todos, jóvenes y viejos, ricos y pobres. Porque también los pobres participaban en estas ocasiones de regocijo, a veces desde afuera, y a veces también desde adentro. Poco a poco, mi nueva vida de lujos y diversiones fue revelando en mi carácter inclinaciones y capacidades hasta ese momento insospechadas; y en especial el gusto de la mistificación.
Tanto es así que la historia de mis mistificaciones se confunde, en el curso de los últimos quince años, con la historia de mi país. Todo empezó de la manera más infantil. En una fiesta, cada cuatro bailables la orquesta repetía (naturalmente, por orden mía) un viejo vals que nadie podía soportar: poco antes de medianoche, todos los invitados se habían ido, alegando dolores de cabeza y otros pretextos, pero en realidad casi enloquecidos por las repeticiones del odiado vals. En otra ocasión, los refrigerios eran un poco más salados que de costumbre, y los refrescos y bebidas contenían una fuerte proporción de alcohol, de modo que unas dos horas después de iniciada la reunión todos los invitados estaban ebrios, y el duque de R. orinó en el centro del gran salón. Otra vez hice tender un alambre finísimo a través del arco de entrada al salón, a unos treinta centímetros del piso: uno tras otro, a medida que iban llegando, mis encopetados huéspedes terminaban en el suelo. Esta broma fue muy festejada, pero a mí en cambio me pareció demasiado pueril, y cuando la vieja marquesa de L. se rompió un brazo, ordené inmediatamente que retiraran el alambre.
En realidad estos inocentes e imprecisos intentos no eran más que una preparación; ni siquiera yo sabía en el fondo cuál era la verdadera intención que me impelía a obrar así. Porque muchas veces procedemos obedeciendo a impulsos no formulados, y sólo cuando nos detenemos a pensar en los motivos de ciertos actos nuestros, al parecer inexplicables, logramos —aunque no siempre— vislumbrar la secreta finalidad que nos induce a cometerlos. Hasta que un día comprendí: mi profunda fe teleológica, desde aquella noche en que me había sido revelada la verdad, se había convertido en una especie de religión del Caos, del cual yo ahora, con el poder de mis riquezas y el prestigio de mi casa, me sentía algo así como supremo sacerdote. Administrar el azar, introducirlo, imponerlo, implantarlo, difundir como un misionero el respeto y la devoción que merecía, sería a partir de ese momento mi vocación y mi destino.