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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Campeón Eterno (20 page)

BOOK: El Campeón Eterno
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—Quizá por eso la humanidad os odia como extraños—sugerí.

—No es esa la razón —respondió Arjavh—, pues los Eldren ocuparon la Tierra durante eras y eras antes de que la humanidad llegara a este planeta.

—¡Cómo!

—¡Es la verdad! —insistió—. Yo soy un inmortal y mi abuelo lo fue también. Resultó muerto durante las primeras guerras entre los Eldren y la humanidad. Cuando los humanos llegaron a la Tierra, poseían unas armas increíbles, de terrible poder destructor. En esos tiempos, también nosotros utilizamos tales armas. Las guerras crearon tal destrucción que la Tierra parecía una esfera de fango ennegrecido cuando por fin terminaron y los Eldren fuimos derrotados. Fue tal la destrucción que juramos no utilizar nunca más nuestras armas, incluso si nos veíamos amenazados con el exterminio de la raza. No podíamos asumir la responsabilidad de la destrucción del planeta entero.

—¿Quieres decir con eso que todavía poseéis esas armas?

—En efecto. Guardadas a salvo.

—¿Y conserváis los conocimientos técnicos precisos para utilizarlas?

—Naturalmente. Somos inmortales. Todavía están entre nosotros muchos que combatieron en esas antiguas guerras; algunos incluso construyeron nuevas armas antes de que adoptáramos la decisión de retirarlas.

—Entonces, ¿por qué no...?

—Ya te lo he dicho. Prometimos no hacerlo.

—¿Qué sucedió, entonces, con las armas de los humanos y sus conocimientos técnicos de éstas? ¿Tomaron los hombres la misma decisión que los Eldren?

—No. La raza humana degeneró durante un tiempo. Se produjeron guerras entre ellos. En cierta ocasión casi se exterminaron por completo entre sí. En otras épocas cayeron en la barbarie. Hubo algún período en que parecían haber madurado por fin, en que parecían haber conseguido la paz interior y el respeto por los demás. Durante uno de esos períodos perdieron los conocimientos técnicos respecto a las armas que les quedaban. Durante el último millón de años han ido resurgiendo de la más absoluta barbarie, pues los años de paz fueron un espejismo, unos breves períodos engañosos, y me atrevo a predecir que pronto volverán a hundirse en ella. Parecen decididos a causar su propia destrucción, además de la nuestra. Muchas veces nos hemos preguntado si los seres humanos, que seguramente deben existir en otros planetas además del nuestro, son iguales en todas partes. Quizá no sea así.

—Espero que no—respondí—. ¿Cómo esperas que se batan los Eldren contra los humanos?

—Con valentía, pero con pocas posibilidades —contestó—. Sobre todo porque la humanidad está inspirada por tu liderazgo y porque la puerta de los Mundos Fantasmas está próxima a cerrarse otra vez. Antes, la humanidad estaba dividida por las rencillas. El rey Rigenos no podía poner de acuerdo jamás a sus mariscales, y dudaba demasiado de sí mismo para adoptar una gran decisión. En cambio, ahora, tú tomas las decisiones por él y has conseguido unir a sus mariscales. Vencerás tú, me temo.

—Eres un fatalista —dije.

—Soy realista —respondió.

—¿No se puede discutir un tratado de paz?

—¿De qué sirve hablar? —preguntó amargamente, mientras movía la cabeza con gesto de negativa—. Os compadezco, humanos. ¿Por qué siempre nos adjudicáis a nosotros vuestros motivos? Nosotros no deseamos el poder, sino la paz. ¡La paz! Pero supongo que no podremos alcanzarla hasta que la humanidad llegue a su senectud y desaparezca...

Permanecí con Arjavh unos cuantos días más antes de ser liberado, tras lo cual me encaminé con mi caballo hacia Necranal. Fue un viaje largo y solitario, y dispuse de mucho tiempo «para pensar».

En esta ocasión, apenas me reconocieron por el camino, ya que iba cubierto de polvo y llevaba la armadura abollada por todas partes. Además, los habitantes de Necranal se habían acostumbrado ya a ver regresar a la ciudad a los caballeros vencidos en la batalla.

Llegué por fin al Palacio de las Diez Mil Ventanas, sobre el cual se cernía un silencio ominoso. El rey no estaba en el gran salón y Iolinda no se encontraba en sus aposentos.

Al llegar a mis habitaciones, me desembaracé de la armadura.

—¿Cuándo se fue la princesa Ermizhad? —pregunté a un esclavo.

—¿Irse, mi amo? ¿No está aquí todavía?

—¿Qué? ¿Dónde?

—En los mismos aposentos de siempre, seguramente...

Todavía llevaba puesto el peto, y volví a ajustarme la espada a la cintura mientras cruzaba los pasillos hasta llegar a los aposentos de Ermizhad, donde aparté de un empujón al soldado que montaba guardia en la puerta.

—Ermizhad —dije al entrar—, tú tenías que ser canjeada por mí. Ese fue el pacto que hice con tu hermano. ¿Dónde está el rey? ¿Por qué no ha cumplido su palabra?

—No tenía la menor idea de lo que me preguntas —respondió—. Tampoco sabía que Arjavh estuviera tan cerca...

—¡Ven conmigo! —la interrumpí—. Encontraremos al rey y aclararemos lo de tu liberación.

La llevé casi a rastras de salón en salón del palacio hasta que, por fin, localicé al rey en sus habitaciones privadas. Estaba conferenciando con Roldero cuando irrumpí en la sala.

—¡Rey Rigenos! ¿Qué significa todo esto? He dado mi palabra al príncipe Arjavh de que Ermizhad sería puesta en libertad cuando él hiciera lo mismo conmigo. Arjavh me permitió salir a salvo de su campamento y ahora regreso a Necranal y encuentro a Ermizhad todavía cautiva. Exijo que la dejes en libertad inmediatamente.

El rey y Roldero se echaron a reír ante mis palabras.

—¡Vamos, vamos, Erekosë! —dijo el conde—. ¿Qué necesidad hay de mantener la palabra dada a uno de esos chacales Eldren? Ahora tenemos de nuevo a nuestro Campeón de la guerra, y seguimos conservando en nuestro poder al principal rehén. Olvídalo, Erekosë. ¡No tienes por qué considerar a los Eldren dignos de un trato humano!

—No te preocupes, Erekosë —sonrió Ermizhad—. Tengo otros amigos.

La muchacha cerró los ojos y empezó a susurrar. Al principio sus palabras eran inaudibles, pero el volumen de su voz fue aumentando hasta que la oímos pronunciar una extraña serie de sonidos armoniosos.

Roldero dio un salto hacia ella, al tiempo que desenvainaba la espada.

—¡Brujería!

Me interpuse entre ellos.

—Quítate de en medio, Erekosë. ¡Esa zorra está invocando a su raza demoníaca!

Desenvainé mi espada y la coloqué como advertencia ante mi cuerpo, protegiendo a Ermizhad. No tenía idea de qué estaba haciendo la princesa Eldren, pero estaba dispuesto a darle, ahora, la oportunidad de hacer lo que deseara.

La voz de Ermizhad cambió de pronto, y enmudeció a continuación. Después gritó:

—¡Hermanos! ¡Hermanos de los Mundos Fantasmas, ayudadme!

21. Un juramento

Al instante, se materializaron en la sala una docena de Eldren, cuyos rostros eran ligeramente distintos de los que había visto hasta entonces. Ahora reconocí en ellos a un puñado de Halflings.

—¡Mirad! —gritó Rigenos—. ¡Magia negra! ¡Es una bruja, ya os lo dije! ¡Una bruja!

Los Halflings permanecieron en silencio. Rodearon a Ermizhad hasta que todos sus cuerpos la tocaron, apretados en un bloque. Entonces Ermizhad gritó de nuevo:

—¡Vamos, hermanos! ¡Regresemos al campamento de los Eldren!

Sus formas empezaron a difuminarse, como si estuvieran medio en nuestra dimensión y medio en otra.

—¡ Adiós, Erekosë! —gritó la muchacha—. Espero que nos volvamos a ver en circunstancias más felices.

—¡Así lo espero! —respondí.

Al instante, su figura se desvaneció definitivamente.

—¡Traidor! —escupió el rey Rigenos—. ¡La has ayudado a escapar!

—¡Mereces morir torturado! —añadió Roldero, furioso.

—No soy ningún traidor, como sabéis perfectamente —respondí, desafiante—. Los traidores sois vosotros. Traidores a vuestra palabra, y a la gran tradición de vuestros antepasados, no tenéis ningún reproche que hacerme, estúpidos..., estúpidos...

Me detuve, di media vuelta sobre los talones y abandoné la estancia.

—¡Tú has perdido la batalla, Campeón de la guerra! —gritó el rey Rigenos cuando ya estaba fuera—. ¡El pueblo no respeta a los derrotados!

Fui a ver a Iolinda.

La princesa había estado paseando por los balcones y acababa de regresar a sus aposentos. La besé, necesitado en aquel momento de comprensión y amistad de una mujer, pero me pareció encontrar un bloque de piedra. Al parecer, no estaba dispuesta a ayudarme, aunque me devolvió rápidamente el beso. Por fin, dejé de abrazarla y di un paso atrás, mirándola a los ojos. —¿Algo va mal?

—Nada —respondió—. ¿Por qué? Estás a salvo... Temía que hubieras muerto.

¿Se trataba de mí, pues? ¿Era acaso que... ? Aparté el pensamiento de mi mente. Y, sin embargo, ¿puede un hombre obligarse a amar a una mujer? ¿Se puede amar a dos mujeres a la vez? Me estaba asiendo desesperadamente a las briznas de amor que había sentido por ella la primera vez que nos habíamos encontrado.

—Ermizhad está a salvo—solté de pronto—. Ha llamado en su ayuda a sus hermanos Halflings y, cuando regrese al campamento Eldren, Arjavh se retirará con sus tropas a Mernadin. Deberías estar aliviada.

—Lo estoy —dijo ella—. ¡Y tú, sin duda, lo estarás de que nuestra rehén haya escapado!

—¿A qué te refieres?

—Mi padre me ha contado que estabas encantado por sus hechicerías maléficas. Parecías más pendiente de su seguridad que de la nuestra.

—Eso es absurdo.

—También parece que te complace la compañía de los Eldren. Has estado reposando con nuestro peor enemigo...

—¡Basta ya! ¡No digas necedades!

—¿Necedades? Creo que mi padre tenía razón, Erekosë.

La voz de Iolinda era ahora más contenida. Se apartó de mí.

—Pero Iolinda... Yo te quiero a ti. Sólo a ti.

—No te creo, Erekosë.

¿Qué llevo dentro de mí que me arrastró entonces a lo que hice? Allí, en aquel instante, hice un juramento que iba a afectar al destino de todos nosotros. ¿Por qué, ahora que mi amor por Iolinda empezaba a diluirse y la veía como un ser estúpido y egoísta, hacía mis mayores protestas de amor hacia ella?

No lo sé. Sólo sé que así lo hice.

—¡Te amo más que a mi vida, Iolinda! ¡Haría cualquier cosa por ti, amor mío!

—¡No te creo!

—¡Te lo demostraré! —grité, torturado de dolor.

Ella se volvió. Sus ojos estaban llenos de dolor y de reproches. De una amargura tan profunda que no parecía tener final. De furia y de deseo de venganza.

—¿Cómo lo demostrarás, Erekosë? —dijo en un susurro.

—Juro que mataré a todos los Eldren.

—¿A todos?

—Acabaré con la vida de cada uno de ellos.

—¿No perdonarás a nadie?

—¡A nadie! ¡A nadie! Quiero acabar con esto, y el único modo de conseguirlo es matarlos a todos. ¡Entonces habrá terminado todo!

—¿También al príncipe Arjavh y a su hermana?

—¡También a ellos!

—¿Lo juras? ¿Lo juras?

—¡Lo juro! Y cuando el último Eldren haya muerto, cuando todo el mundo sea nuestro, lo traeré ante ti y nosotros nos casaremos.

—Muy bien, Erekosë —asintió ella—. Nos veremos más tarde.

Tras esto, Iolinda salió apresuradamente de la estancia.

Me quité la espada y el cinto, y los lancé violentamente al suelo. Pasé las horas siguientes luchando con la congoja que me oprimía.

Pero ya había hecho el juramento.

Pronto me volví frío. Haría lo que había prometido. Destruiría a los Eldren. Libraría de ellos al mundo. Y me libraría a mí mismo de aquel continuo torbellino que me trastornaba.

22. La campaña

Cuanto más me deshumanizaba, cuanto más me convenía en un autómata, menos me asaltaban los sueños y vagos recuerdos por las noches. Era como si me hubiesen obligado a aceptar aquel papel ciegamente, como si me recompensaran con su ausencia mientras siguiera siendo una criatura sin remordimientos o conciencia. Si mostraba algún signo de sentirme un ser humano normal, me castigarían nuevamente con su presencia.

Pero eso es sólo una intuición. No se aproxima más a la verdad, supongo, que cualquier otra. También podría decirse que estaba a punto de lograr la catarsis que me liberaría de mi ambivalencia, que alejaría mis pesadillas.

Durante el mes que pasé preparándome para la gran batalla contra los Eldren, apenas vi a mi prometida y llegó un momento en que dejé de buscarla y me concentré en los planes para la campaña que proyectábamos llevar a cabo.

Desarrollé la mentalidad estrictamente controlada de un soldado. No permití que la menor emoción, fuera de amor o de odio, me influyera.

Me hice más fuerte y, con mi fuerza, me hice prácticamente inhumano. Sabía que el pueblo lo había advertido, pero también había visto en mí las cualidades de un gran líder guerrero y, aunque todos evitaban mi presencia en sociedad, se alegraban de que Erekosë les condujera.

Arjavh y su hermana se habían retirado en sus naves, y con ellas habían vuelto a su tierra. Ahora, indudablemente, nos estaban aguardando, prestos para la siguiente batalla.

Continuamos con nuestros planes originales y, tiempo después, estábamos a punto para zarpar hacia las Islas Exteriores, en el Fin del Mundo. La puerta de los Mundos Fantasmas. Teníamos la intención de cerrar tal puerta.

Así pues, zarpamos.

Tuvimos una travesía larga y difícil hasta avistar los acantilados blancos de las Islas Exteriores y nos preparamos para la invasión.

Roldero venía conmigo. Pero era un Roldero desagradable, silencioso, que se había convertido también, como yo, en una máquina de batallar.

Navegamos con cautela pero, al parecer, los Eldren se habian enterado de nuestra llegada y habían abandonado masivamente sus ciudades. Esta vez no quedaban mujeres o niños. Sólo unos puñados de defensores Eldren, a los que pasamos por las armas. No había rastro alguno de los Halflings. Arjavh había dicho la verdad al hablar de que se estaban cerrando las puertas que comunicaban con los Mundos Exteriores.

Convertimos las ciudades en escombros, incendiando y saqueando cuanto quisimos, pero sin avidez. Torturamos a algunos Eldren capturados para saber la razón de la ausencia de habitantes, pero yo ya había adivinado secretamente la causa. Nuestras tropas estaban poseídas de una especie de falta de nervio y, aunque no dejamos un edificio en pie ni un Eldren con vida, los hombres no podían librarse de cierta sensación de frustración, como un amante ardiente se siente frustrado por una doncella tímida.

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