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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Campeón Eterno (15 page)

BOOK: El Campeón Eterno
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Sin embargo, no teníamos una idea demasiado clara de dónde estaban reunidas las restantes fuerzas Eldren. En el continente de Mernadin había cuatro ciudades importantes más. La principal era Loos Ptokai, situada cerca de las llanuras del Hielo Fundente. Allí estaba el cuartel general de Arjavh, y por lo que había dicho el Eldren que comandaba la nave insignia, el príncipe estaba ahora allí, o camino de Paphanaal para recuperarla. A nosotros nos pareció que intentaría esto último, ya que Paphanaal era la posición más importante en la costa. Con ella en nuestras manos, teníamos un buen puerto al que llevar nuestras naves y desembarcar nuestras tropas.

Y si Arjavh estaba en marcha contra nosotros, lo único que nos quedaba por hacer era ahorrar energías y esperar. Considerábamos que podríamos dejar el grueso de las tropas en Paphanaal, regresar al puerto de Noonos y volver con nuevas divisiones de guerreros que, debido al insuficiente número de naves, no habían podido venir con nosotros en aquella primera oleada.

Pero Roldero tenía en mente algo más. —No debemos olvidar la fortaleza mágica de las Islas Exteriores —me dijo—. Están en el Fin del Mundo. Debemos tomar las Islas Exteriores lo antes posible.

—¿Qué son exactamente las Islas Exteriores? ¿Por qué son tan estratégicas? —le pregunté—. ¿Y cómo es que no han sido mencionadas nunca en nuestros planes?

—¡ Ah! —exclamó el conde Roldero—. Eso se debe a que no nos gusta nunca hablar de los Mundos Fantasmas, y especialmente cuando estamos en nuestra tierra...

—¡Esos Mundos Fantasmas otra vez! —exclamé con una mueca de fingida desesperación.

—Las Islas Exteriores están en la Puerta a los Mundos Fantasmas —dijo Roldero con voz grave—. Desde allí, los Eldren pueden llamar a sus aliados fantasmales. Ahora que Paphanaal ha sido tomada, quizá deberíamos concentrarnos en destruir su fuerza en el oeste, en el Fin del Mundo.

¿Me había equivocado al ser tan escéptico? ¿O quizás era Roldero quien sobreestimaba el poder de los moradores de los Mundos Fantasmas?

—Roldero, ¿tú has visto a esas criaturas? —le pregunté. —¡Oh, sí, amigo mío! —replicó—. Te equivocas si los consideras seres legendarios. En cierto sentido, son bastante reales. Empecé a convencerme. Confiaba casi absolutamente en las opiniones de Roldero.

—Entonces, quizá debamos cambiar ligeramente nuestra estrategia —repliqué—. Podemos dejar aquí el ejército principal para esperar a Arjavh, que quizás intente asaltar la ciudad y malgastar sus fuerzas tratando de tomarla desde tierra. Nosotros regresaremos a Noonos con la mayor parte de la flota, añadiremos a ella las naves que ya estén dispuestas en nuestros astilleros, recogeremos nuevos guerreros descansados y navegaremos hacia las Islas Exteriores mientras, si nuestros planes se cumplen, Arjavh se desgasta tratando de retomar Paphanaal. Roldero asintió.

Me parece un plan muy acertado, Erekosë. Pero ¿qué hay de la chica, nuestro rehén? ¿Cómo la utilizaremos para nuestro provecho?

Fruncí el ceño. No me gustaba en absoluto la idea de utilizarla para nada y me pregunté dónde estaría más segura.

—Supongo que tendremos que mantenerla lo más lejos posible de aquí —murmuré—. Será mejor tenerla en Necranal. Hay pocas posibilidades de que los suyos la rescaten y tendrá las cosas más difíciles para regresar si consigue escapar. ¿Qué opinas tú?

—Creo que tienes razón —asintió Roldero—. Es un plan muy coherente.

—Naturalmente, tendremos que discutir todo eso con el rey —añadí en tono grave.

—Naturalmente —asintió Roldero, al tiempo que guiñaba un ojo.

—Y con Katorn —añadí.

—Y con Katorn —repitió él—. Sobre todo con Katorn.

Hasta bastante después de mediodía no hubo ocasión de hablar con el rey y con Katorn. Ambos estaban pálidos y asintieron rápidamente a nuestras sugerencias, como lo habrían hecho a cualesquiera otras con tal de que les dejáramos en paz.

—Estableceremos nuestra posición aquí —le dije al rey—, y regresaré con la flota a Noonos dentro de una semana No perderemos el tiempo. Ahora que tenemos Paphanaal en nuestras manos, podemos esperar un contraataque furioso de los Eldren.

—Así es —murmuró Katorn, con los ojos enrojecidos—. Y tienes razón al querer evitar que Arjavh se ponga en contacto con sus temibles Ejércitos Fantasmales.

—Me alegra que te parezca bien mi plan, lord Katorn —murmuré.

El me miró con una sonrisa torcida.

—Estás empezando a demostrar tu valía, mi señor Erekosë, es lo menos que puedo decir. Todavía eres un poco blando con los enemigos, pero ya empiezas a darte cuenta de qué son...

—Eso supongo —asentí.

Quedaban por discutir detalles menores del plan y, mientras los victoriosos guerreros continuaban dedicados al saqueo de la ciudad Eldren, discutimos esos detalles hasta que quedaron completamente aclarados.

Era un buen plan.

Funcionaría si los Eldren reaccionaban según esperábamos de ellos. Y estábamos seguros de que así sería.

Acordamos que el rey Rigenos y yo regresaríamos con la flota, dejando a Katorn al mando del ejército de Paphanaal. Roldero decidió también regresar con nosotros. El grueso de los guerreros se quedaría Esperábamos que los Eldren no tuvieran otra flota en las proximidades, pues el regreso lo haríamos con las tripulaciones mínimas y nos costaría mucho defendernos si éramos atacados en el mar.

Pero todas las posibilidades que se abrían ante nosotros tenían su riesgo y teníamos que calcular los movimientos más probables de los Eldren para actuar en consecuencia.

Los siguientes días fueron de preparativos para el regreso, y pronto estuvimos preparados para zarpar.

Salimos de Paphanaal con la marea del amanecer y nuestras naves se alejaron torpemente sobre las aguas, pues gemían bajo el peso del tesoro capturado a los Eldren.

A regañadientes, el rey había accedido a que Ermizhad dispusiera de un camarote junto al mío. Su actitud hacia mí parecía haber cambiado desde la primera noche de borrachera en Paphanaal. Rigenos se mostraba reservado, casi azorado por mi presencia. Sin duda, recordaba vagamente que, de alguna forma, había quedado como un estúpido ante mí. Quizá recordaba mi negativa a celebrar la victoria, o quizá le había puesto celoso la gloria que yo había ganado para él, aunque los dioses sabían que no deseaba en absoluto la menor parte de gloria por haber participado en aquella victoria manchada de deshonor.

O quizá Rigenos notaba mi propio disgusto por la guerra en la que yo había accedido a luchar por él y le inquietaba que, en un momento dado, me negara a seguir siendo el Campeón que le parecía tan desesperadamente indispensable.

No tuve ocasión de hablar con él y el conde Roldero no encontró explicación alguna, salvo decir, en favor del rey, que la matanza de mujeres y niños debía de haberle afectado igual que me afectó a mí.

Pero yo no estaba seguro de ello, ya que el rey parecía odiar a los Eldren más incluso que antes, según se pudo ver por su trato a Ermizhad.

La muchacha seguía negándose a hablar. Apenas comía y rara vez salía del camarote. Sin embargo, una tarde, mientras yo paseaba en cubierta, la vi de pie junto a la barandilla, contemplando el agua como si estuviera pensando en lanzarse a sus profundidades.

Apresuré el paso para estar cerca si efectuaba un intento de saltar por la borda. Cuando me aproximé, ella se volvió a medias y apartó rápidamente la mirada.

En aquel instante, apareció el rey por la cubierta de popa y me llamó.

—Veo que te has cuidado de que el viento te viniera de espaldas al acercarte a esa zorra Eldren, mi buen Erekosë.

Me detuve y alcé la mirada. Al principio apenas comprendí a qué se refería. Observé a Ermizhad, quien simuló no haber escuchado el insulto del rey. También yo hice ver que no había comprendido la observación y enarqué las cejas ligeramente.

Después, deliberadamente, pasé ante Ermizhad y me detuve en la barandilla, contemplando el mar.

—Quizá no tengas sentido del olfato, señor Erekosë —insistió el rey.

De nuevo, hice caso omiso de sus palabras.

—Me parece una lástima que tengamos que soportar esa peste en nuestra nave cuando tanto hemos trabajado para borrar de nuestras cubiertas su sangre maldita—continuó el rey.

Por fin, curioso, me volví, pero Rigenos ya había abandonado la cubierta de popa. Observé a Ermizhad. La muchacha siguió mirando las oscuras aguas que nuestras quillas rompían. Parecía casi hipnotizada por su ritmo. Me pregunté si realmente no habría entendido los insultos.

Hubo otros momentos más de tensión semejante a bordo de la
Iolinda
durante nuestro trayecto hasta Noonos.

Siempre que tenía oportunidad, el rey Rigenos hablaba de Ermizhad en presencia de ella, como si no estuviera presente; hacía comentarios desdeñosos respecto a ella y al disgusto que le causaban todos los de su especie.

Cada vez me costó más contener mi irritación, pero conseguí dominarme y Ermizhad, por su parte, no mostró la menor señal de sentirse ofendida por los desagradables comentarios reales sobre su persona y sobre su especie.

Veía a Ermizhad menos de lo que deseaba pero, pese a todas las advertencias del rey, terminó por gustarme. Desde luego, era la mujer más hermosa que había conocido. Su belleza era distinta de la fría belleza de Iolinda, mi prometida.

¿Qué es el amor? Incluso ahora que todo el plan previsto en mi personal destino parece haberse cumplido, no lo sé. ¡ Ah, sí!, yo seguía amando a Iolinda, pero creo que, sin saberlo, estaba enamorándome también de Ermizhad.

Me negué a creer en las historias que se contaban de ella y sentí afecto por la muchacha aunque, por entonces, no tenía intención de que mis sentimientos afectaran a mi actitud hacia ella. Tal actitud tenía que ser la de un carcelero para con su prisionero; un prisionero importante, además. Un prisionero que podía contribuir a decidir la guerra contra los Eldren en nuestro favor.

Un par de veces, me detuve a pensar si era lógico mantenerla como rehén. Si los Eldren, como decía el rey Rigenos, eran crueles e insensibles, ¿por qué le iba a importar al príncipe Arjavh que matáramos a su hermana?

Ermizhad, si de verdad era la perversa criatura que el rey Rigenos había dicho, no daba la menor muestra de su maldad. Más bien parecía exhibir una singular nobleza de alma que significaba un agudo contraste con los rudos modales de Rigenos.

Me pregunté también si el rey habría advertido mi afecto por la prisionera y temía que la unión entre su hija y un Inmortal estuviera en peligro.

Pero yo seguía siendo fiel a Iolinda. No se me había pasado por la cabeza no formalizar la prometida boda a mi regreso, como habíamos acordado.

Deben de existir incontables formas de amor. ¿Cuál es la forma que conquista a las demás? No sé definirla. No lo intentaré.

La belleza de Ermizhad tenía la fascinación de no ser humana, pero sí lo suficientemente próxima al ideal que me atraía entre las mujeres de mi raza.

Ermizhad tenía la cara alargada y puntiaguda propia de los Eldren que John Daker habría intentado definir como «angelical», pero que aún así no haría justicia a la nobleza de sus rasgos. Poseía unos ojos rasgados que parecían ciegos por su extraña lechosidad, unas orejas levemente puntiagudas, unos pómulos altos y rasgados y un cuerpo delgado, casi de muchacho. Todas las mujeres Eldren eran así de delgadas, con pechos pequeños y cintura bien moldeada. Sus labios rojos eran muy grandes, con una curva natural hacia arriba de tal modo que siempre parecía a punto de sonreír cuando sus facciones estaban en reposo.

Durante las dos primeras semanas de viaje siguió negándose a hablar, aunque me portaba con suma cortesía en nuestros encuentros. Me ocupé de que tuviera todas las comodidades a su disposición y me lo agradeció a través de sus guardianes, eso fue todo.

Pero un día, mientras estaba frente a los camarotes donde nos alojábamos ella, el rey y yo, inclinado sobre la barandilla con la mirada en el mar grisáceo y el cielo cubierto de nubes, Ermizhad se me acercó.

—Buenos días, señor Campeón —dijo medio burlándose mientras salía de su camarote.

El saludo me sorprendió.

—Buenos días, lady Ermizhad —respondí.

Iba vestida con una capa de medianoche azul que cubría una sencilla túnica de lana color azul pálido.

—Día de presagios, me parece —murmuró, mirando el cielo cubierto que iba cerrándose sobre nuestras cabezas, lleno de oscuros grises y difusos amarillos.

—¿Por qué lo dices?—inquirí.

Se echó a reír con un sonido encantador de cristales y arpas doradas. Era una música celestial, no infernal.

—Perdóname —dijo—. Intentaba perturbarte, pero veo que no eres tan dado a la seducción como otros de tu raza.

—Me halagan sus cumplidos, señora—sonreí—. Encuentro un tanto absurdas sus supersticiones algo aburridas, debo reconocerlo. Por no hablar de sus insultos...

—Una no se molesta por eso —respondió—. No son más que pequeñas pullas, en realidad. Poca cosa.

—Eres muy caritativa.

—Los Eldren somos una raza caritativa, creo yo.

—Yo he oído otra cosa.

—Supongo que será como dices.

—¡Y tengo rasguños que lo demuestran! —sonreí de nuevo—. Tus guerreros no parecían muy caritativos cuando combatíamos en el mar, frente a Paphanaal.

—Y los tuyos tampoco lo fueron cuando entraron en la ciudad —replicó bajando la cabeza—. ¿Es cierto? ¿Soy la única superviviente?

Humedecí mis labios. De repente, se me habían secado.

—Creo que sí —musité.

—Entonces, he tenido suerte —murmuró, alzando un poco la voz.

Naturalmente, no podía responder nada a eso.

Nos quedamos quietos, en silencio, mirando el mar.

Al rato, ella dijo en voz aún baja:

—Así que tú eres Erekosë. No eres como el resto de tu raza. En realidad, no pareces en absoluto semejante a ella...

—Alto ahí —respondí—. Lo que sé de cierto es que tú eres mi enemiga.

—¿A qué te refieres?

—Mis enemigos, y lord Katorn en particular, no están seguros de que sea humano.

—¿Y eres humano?

—No soy otra cosa De eso estoy seguro. Tengo los problemas de cualquier mortal. Estoy tan confundido como los demás, aunque mis problemas sean, quizá, diferentes. No sé cómo he llegado aquí. Dicen que soy un gran héroe renacido, que ha venido para ayudarles a combatir contra vuestro pueblo. Me han traído a este mundo mediante un encantamiento, pero a veces, por la noche, me da la impresión de soñar que he sido muchos héroes...

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