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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Campeón Eterno (21 page)

BOOK: El Campeón Eterno
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Y, debido a la negativa de los Eldren a presentar una gran batalla, nuestros soldados hirvieron en un odio aún mayor por los Eldren.

Cuando terminamos nuestro trabajo en las Islas Exteriores y todos los edificios quedaron reducidos a polvo y todos los Eldren a cadáveres, partimos casi de inmediato hacia el continente de Mernadin, poniendo rumbo hacia Paphanaal, que todavía estaba en manos de nuestras tropas, comandadas por Katorn. Pero, mientras tanto, el rey Rigenos se había unido a ellas y aguardaba también nuestra llegada. Desembarcamos nuestras tropas y nos abrimos paso hacia el interior del continente, dispuestos a una conquista victoriosa.

Recuerdo pocos incidentes con detalle. Los días se confundían y, allí donde llegábamos, matábamos a los Eldren. Parecía que ninguna fortaleza Eldren podía resistir nuestra ciega embestida...

Yo era inagotable en las matanzas, insaciable en mi sed de sangre. La humanidad había deseado un lobo así, y ahora lo tenía y me seguía, pese al temor que les inspiraba.

Fue un año de acero y fuego y Mernadin pareció a veces un mar de sangre y humo. Las tropas estaban físicamente cansadas, pero les poseía el espíritu de la carnicería, y ese espíritu les confería una tremenda vitalidad.

Un año de dolor y muerte, y allí donde los estandartes de la Humanidad se enfrentaron a las enseñas de los Eldren, las banderas del basilisco eran abatidas y hechas jirones.

Pasamos a espada cuanto se puso a nuestra merced. Castigamos sin piedad a los desertores de nuestras filas y flagelamos a nuestras tropas para que adquirieran una mayor resistencia.

Éramos los jinetes de la muerte. El rey Rigenos, lord Katorn, el conde Roldero y yo. Nos transformamos en una jauría de perros hambrientos y parecía que nos alimentábamos de carne Eldren, que lamíamos carne Eldren. Éramos perros rabiosos. Perros jadeantes de ojos salvajes, perros de afilados colmillos inquietos siempre por el aroma de la sangre recién derramada.

Las ciudades ardían a nuestro paso, y sus muros eran aplastados piedra a piedra, arrasados. Los cadáveres de los Eldren cubrían los campos y lo más agradable que acompañaba nuestros campamentos eran las aves carroñeras y los chacales de brillante pelaje.

Un año de sangre. Un año de destrucción. Ya que no podía obligarme a amar, podía al menos obligarme a odiar, y eso hice. Todos me temían, tanto los Eldren como los humanos, mientras convertía el hermoso Mernadin en una pira funeraria en la que, sumido en mi exaltación y mi pesar, pretendía quemar mi propia esencia humana perdida, muerta.

Fue en el valle de Kalaquita, donde se alzaba la ciudad jardín de Lakh, donde encontró la muerte el rey Rigenos.

La ciudad parecía pacífica y desierta, y entramos en ella sin grandes precauciones. Lanzamos un gran rugido, todas las voces a un tiempo y, en lugar del disciplinado ejército que había desembarcado en Paphanaal, nos lanzamos como una horda con las armaduras teñidas en sangre y la piel cubierta de polvo y suciedad, agitando nuestras armas y galopando salvajemente sobre la ciudad jardín de Lakh.

Era una emboscada.

Los Eldren estaban en las colinas y habían utilizado su herniosa ciudad como cebo. Los cañones forjados en plata rugieron de repente desde los matorrales de los alrededores y enviaron una terrible lluvia de metal sobre nuestros atónitos soldados. Las finas flechas silbaron sobre ellos cómo una oleada de afilado terror, mientras los arqueros Eldren ocultos por la espesura se tomaban su esperada venganza.

Caían los caballos, y los hombres gritaban. Quedamos envueltos en la confusión. Pero nuestros arqueros empezaron a responder, concentrándose no en los arqueros enemigos, sino en los servidores de los cañones. Gradualmente, las bocas de plata fueron quedando en silencio mientras los arqueros se retiraban por las colinas, camino de alguna de las escasas fortalezas que quedaban en sus manos.

Me volví hacia el rey Rigenos, que estaba a mi lado, sentado en su enorme silla de guerra. Estaba rígido, con la mirada en el cielo. Entonces vi una flecha que le había desgarrado el muslo hasta hundirse en la silla, dejándole clavado a ésta.

—¡Roldero! —grité—. Busca a un médico para el rey, si tenemos alguno.

Roldero se acercó desde donde estaba efectuando el recuento de los muertos. Levantó la visera del yelmo de Rigenos y se encogió de hombros. Después me dedicó una mirada de inteligencia.

—Por su aspecto, lleva bastantes minutos sin respirar.

—Tonterías. Una flecha en el muslo no mata a nadie. Al menos, normalmente. Y jamás tan aprisa. Que venga el médico.

Una extraña sonrisa se formó en las frías facciones del conde.

—Creo que fue la emoción lo que le ha matado.

Después soltó una risa brutal y empujó con la mano el cadáver envuelto en su armadura, hasta que se inclinó, rompió la flecha con el peso, y cayó sobre el fango. —Tu prometida es reina ahora, Erekosë —dijo, todavía riéndose—. Te felicito.

Mi caballo dio un respingo y contemplé el cuerpo caído de Rigenos. Me encogí de hombros y di media vuelta con el caballo.

Teníamos la costumbre de dejar a nuestros muertos, fueran quienes fuesen, en el lugar donde habían caído.

Nos llevamos el caballo de Rigenos. Era una buena montura.

La pérdida de nuestro rey no perturbó a nuestros guerreros, aunque Katorn sí pareció algo preocupado, quizá porque había tenido una gran influencia sobre el monarca. Pero el rey Rigenos había sido en los últimos tiempos un mero símbolo de autoridad, sobre todo durante el último año, pues la humanidad seguía más a un conquistador fiero por el que sentía un temor reverencial.

Erekosë el Muerto, me llamaban. La vengadora Espada de la humanidad.

No me importaba lo que me llamaran —Arrasador, Sangriento, Furioso—, pues los sueños ya no me acosaban y mi objetivo final se aproximaba más y más.

Hasta que sólo quedó por derrotar la última fortaleza de los Eldren. Entonces llevé mis ejércitos tras de mí, como arrastrados de una cuerda. Les llevé hacia la principal ciudad de Mernadin, junto a las llanuras del Hielo Fundente. A la capital de Arjavh, Loos Ptokai.

Y por fin vi sus esbeltas torres recortadas en el cielo rojo del atardecer. La ciudad, de mármol y granito negro, se alzaba poderosa y aparentemente invulnerable sobre nosotros. Pero yo sabía que podíamos tomarla.

Después de todo, me lo había dicho el propio Arjavh. Él me había dicho que nosotros venceríamos.

La noche después de acampar bajo los muros de Loos Ptokai, me tendí en el catre y no pude conciliar el sueño, sino que me quedé mirando la oscuridad, con la mente perdida en meditaciones. No era ésta mi costumbre. Normalmente caía sobre el lecho y dormía pesadamente hasta el alba, agotado con la matanza cotidiana.

Pero esa noche me puse a cavilar.

Y, al llegar el amanecer, con el rostro frío como la piedra, cabalgué bajo mi estandarte como lo había hecho un año antes hacia el campamento de los Eldren, con el heraldo a mi lado.

Nos acercamos a la puerta principal de Loos Ptokai y nos detuvimos. Los Eldren nos estudiaron.

El heraldo levantó su trompeta dorada, se la llevó a los labios y lanzó un clarinazo sobrecogedor que resonó entre las torres blancas y negras de Loos Ptokai.

—¡Príncipe de los Eldren! —grité con mi voz muerta—. Arjavh de Mernadin, he venido a matarte.

Entonces vi aparecer en las almenas, sobre la gran puerta principal, al propio Arjavh. Me miró con un aire de tristeza en sus extraños ojos.

—Saludos, mi enemigo —dijo—. Te espera un largo asedio antes de que logres romper ésta, la última de nuestras defensas.

—Quizá sea así —respondí—, pero la romperemos.

Arjavh permaneció en silencio. Después dijo:

—Cierta vez acordamos combatir según el código de guerra de Erekosë. ¿Deseas discutir nuevamente los términos del combate?

Moví la cabeza en señal de negativa.

—No nos detendremos —declaré— hasta terminar con el último Eldren. He realizado el juramento de librar a la Tierra de vuestra raza definitivamente.

—Entonces —musitó Arjavh—, antes de que comience la batalla, te invito a entrar en Loos Ptokai como mi invitado, para que te refresques. Pareces necesitado de un descanso.

Ante sus palabras, tiré de la brida pero
el
heraldo se burló de las palabras del príncipe.

—La derrota les ha vuelto ingenuos, mi señor, si creen que pueden engañarte con un truco tan burdo.

Sin embargo, mi mente había entrado ahora en una batalla de emociones encontradas.

—Silencio —ordené al heraldo.

Respiré profundamente.

—¿Y bien...?—preguntó Arjavh.

—Acepto —dije con voz ronca. Después añadí—: ¿Está aquí la princesa Ermizhad?

—En efecto, y tiene muchas ganas de verte.

Había algo especial en el tono de voz de Arjavh al responder a la última pregunta. Durante un instante, volvió a mí la suspicacia. Quizás el heraldo tenía razón. Arjavh, bien lo sabía, amaba
mucho a su hermana.

Quizás Arjavh se había dado cuenta de mi soterrado afecto Por su hermana. Un afecto que entonces no quise reconocer Pero que, por supuesto, contribuyó secretamente a mi decisión de entrar en Loos Ptokai.

El heraldo musitó, asombrado:

—Mi señor, no puedes hablar en serio, ¿verdad? Una vez hayas cruzado esas puertas, serás hombre muerto. Sé que se dijo cierta vez que tú y el príncipe Arjavh no estabais en malas relaciones, para tratarse de dos enemigos, pero después de la destrucción que has causado en Mernadin, te matará inmediatamente. ¿Quién no lo haría?

Hice un gesto de negativa con la cabeza. Me sentía cambiado, más sosegado.

—No lo hará —le aseguré—. Estoy convencido. Así tendré la oportunidad de evaluar la fuerza de los Eldren. Nos será de utilidad para el asalto.

—Pero puede ser un desastre para nosotros, si mueres...

—No moriré —respondí.

Toda la ferocidad, el odio, la ciega hambre de batalla, parecieron difuminarse y abandonarme cuando me alejé del heraldo, de modo que éste no viera las lágrimas que brotaban de mis ojos.

—¡Abre la puerta, príncipe Arjavh! —grité con voz entrecortada—. ¡Vengo a Loos Ptokai como tu invitado!

23. En Loos Ptokai

Avancé en mi montura lentamente hacia la ciudad tras dejar la espada y la lanza en manos del heraldo que, admirado aún, galopaba de regreso a nuestro campamento para anunciar la novedad a los mariscales.

Las calles de Loos Ptokai permanecían en silencio, como si estuvieran de luto, mientras Arjavh descendía la escalera desde las almenas para recibirme. Ahora que estaba más próximo pude apreciar que también él tenía en el rostro la misma expresión que aparecía en mis propios rasgos. Su paso no era tan ligero y su voz no tan cantarina como la primera vez que nos viéramos, un año antes.

Desmonté. Me estrechó la mano.

—Bien —dijo con fingida alegría—, el bárbaro batallador es todavía material. Mi gente había empezado a dudarlo.

—Supongo que me odian —dije.

Arjavh pareció un tanto sorprendido.

—Los Eldren no pueden odiar —declaró, antes de conducirme hacia su palacio.

Arjavh me asignó una salita con una cama, una mesa y una silla de preciosa artesanía, delicada de formas, que simulaba ser de metales preciosos, pero que en realidad era de madera sabiamente tallada. En un rincón de la sala había una bañera hundida, rebosante de agua humeante.

Cuando Arjavh se hubo ido, me saqué la armadura incrustada de fango y de sangre, me despojé de las ropas que había llevado la mayor parte del año y, a continuación, me sumergí agradecidamente en el baño.

Desde el trastorno emocional que había recibido al formularme Arjavh su invitación, mi mente parecía adormilada. Sin embargo, ahora, por primera vez en un año, me relajé, tanto mental como físicamente, limpiando, al tiempo que la suciedad de mi cuerpo, el odio y la furia que atenazaban mi ánimo.

Me sentía casi contento cuando me hube puesto las ropas limpias que habían dejado junto al baño para mí. Alguien llamó a la puerta con unos golpes suaves, pidiendo entrar.

—Saludos, Erekosë.

Era Ermizhad. Hice una reverencia.

—Señora...

—¿Cómo estás, Erekosë?

—En cuanto a batallas, como bien sabes, estoy bien. Y personalmente me siento mejor gracias a tu hospitalidad.

—Me envía Arjavh para que te lleve a comer.

—Estoy dispuesto. Pero antes dime cómo estás tú, Ermizhad.

—Bastante bien... de salud —respondió.

Después se acercó más a mí. Involuntariamente, me retiré un paso. Ella miró al suelo y levantó las manos, llevándoselas a la garganta.

—Y dime... ¿estás casado ya con la reina Iolinda?

—Seguimos todavía prometidos —respondí. Entonces, deliberadamente, clavé mis ojos en los de Ermizhad y añadí, lo más impersonalmente que pude—: Nos casaremos cuando...

—¿Cuándo?

—Cuando Loos Ptokai haya caído.

Ermizhad no dijo nada.

Di un paso adelante de modo que apenas nos separaban unos centímetros.

—Esa es la única condición bajo la cual me aceptará —musité—. Debo destruir a todos los Eldren. Vuestras banderas y estandartes serán mi regalo de bodas para ella.

Ermizhad asintió y me dedicó una mirada extraña, sardónica.

—Ese es el juramento que hiciste. Tienes que someterte a él. Tienes que matar hasta el último Eldren. Hasta el último. —Ese es el juramento —repetí con un carraspeo. —Vamos —susurró ella—. La comida se enfría.

Durante la comida, Ermizhad y yo nos sentamos muy próximos mientras Arjavh comentaba con ingenio algunos de los extraños experimentos de sus antepasados científicos. Durante un tiempo, conseguimos dejar de lado la certidumbre de la batalla que se avecinaba. Sin embargo, más tarde, mientras Ermizhad y yo charlábamos en un aparte, capté un aire dolorido en los ojos de Arjavh y le vi enmudecer por un instante. Después, súbitamente, interrumpió nuestra conversación:

—Estamos vencidos, Erekosë. ¡Bien lo sabes!

Yo no deseaba hablar de esas cosas. Me encogí de hombros e intenté continuar la superficial conversación que sostenía con Ermizhad. Sin embargo, Arjavh insistió:

—Estamos condenados a caer bajo las espadas de tu gran ejército, Erekosë.

Exhalé un profundo suspiro y le miré directamente a los ojos.

—Sí, príncipe Arjavh, estáis condenados.

—Sólo es cuestión de tiempo que tu raza entre en nuestro Loos Ptokai.

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