El bokor (16 page)

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Authors: Caesar Alazai

Tags: #Terror, #Drama, #Religión

BOOK: El bokor
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—El demonio, padre Kennedy.

—Basta Jean, tu sobrina es una niña como cualquier otra…

—¿Cómo explica entonces que muchos en el pueblo la han visto profanar cementerios?

—Eso es algo que es digno de compadecer, no de temer. La influencia de ese hombre debe estar causando estragos en su percepción de las cosas.

—Padre, esa niña está poseída.

—Supongo que lo mismo que Nomoko.

—Puede que el niño lo esté, pero Aqueda es hija del mismo demonio.

—No hables así de tu sobrina.

—¿Cómo no hacerlo? Mató a mi hermana y luego se fue a vivir con la Mano.

—¿Vive con la Mano de los Muertos?

—Así es.

—No he visto a la niña cuando fui a visitarlo.

—Quizá dormía o simplemente estaba escondida.

—No había con Doc nadie más que un perro…

—El can cerbero.

—¿Es su nombre?

—Es lo que es, el perro que cuida las puertas del averno.

—Me ha dicho Nomoko que es un perro de cuidado.

—La Mano lo controla, podría decir que incluso habita en el cuerpo de ese animal.

—No existe tal cosa.

—Muchas veces lo hemos visto deambular solo por el pueblo, en sus ojos se adivina la maldad, casi puedo decir que la Mano de los Muertos mira a través de ese perro, solo así se explica que esté enterado de todo cuanto sucede en el pueblo.

—Tendrá esbirros.

—Muchos, los más personas que le temen y que por nada del mundo se enfrentarían a alguien con tales poderes.

—Sé bien que ese hombre controla a todos en el pueblo, pero pienso luchar contra eso, Haití debe saber que al único que deben temer es a Dios.

—Eso hacen, para todos la Mano es Dios.

—Blasfemias.

—Sea como sea padre, es un Dios que responde a las peticiones de su pueblo.

—Pareces ser uno de sus seguidores.

—Por supuesto que no, asesinó a mi hermana, eso es suficiente para que lo odie con todo mi corazón.

—¿Hace cuanto de eso?

—No mucho.

—Aun está fresca la herida.

—Nunca sanará padre. No mientras ese hombre esté con vida.

—Quizá juntos podamos sacarlo de Haití.

—Eso es imposible.

—Quizá Baby Doc…

—Ya le he dicho que la mano tiene influencias en el gobierno, las tenía en tiempos de Papa Doc y las sigue teniendo ahora.

—Pero Duvalier no es alguien que se deje amedrentar por un sujeto como este.

—Baby Doc necesita que el pueblo le tema y qué mejor manera que mostrando que los espíritus están de su lado.

—Será algo que intentaré que me explique cuando hable con él.

Un ligero mareo hizo que Kennedy se doblara apoyando sus manos en las rodillas.

—¿Se siente usted bien?

—Solo estoy mareado.

—Luce usted muy mal, déjeme llevarlo a su casa.

—Gracias Jean, descansar un poco me hará bien.

Jean casi tuvo que cargar a Kennedy hasta su casa, pero el padre se negó a que lo metiera a la cama y se despidió de aquel hombre en la puerta. Al entrar sintió un frío intenso que le corría por la columna y la frente se le perló de sudor. Se miró en el espejo y lucía completamente descompuesto, con dos grandes ojeras color violáceo y una palidez en el resto de la cara que las hacía resaltar. De pronto, en el fondo del espejo, justo a sus espaldas pudo observar como una especie de niebla se formaba y comenzaba a cubrir toda la superficie dejando tan solo su reflejo envuelto en aquel marco grisáceo. Sintió nauseas y vomitó sin siquiera tener tiempo de llegar hasta el cuarto de baño. Acuclillado primero y sentado con las piernas abiertas después, vio como la habitación giraba en torno a él con cada vez mayor vertiginosidad, los muebles, los cuadros de santos que colgaban de las paredes, todo en aquella habitación parecía sumergirse dentro del remolino del cual parecía ser el centro. Se sintió aturdido y movió la cabeza con fuerza intentando despejarse, pero solo logró que un dolor agudo en las sienes lo obligara a cerrar los ojos con fuerza. Con los ojos cerrados el vértigo era aún peor, se sentía como en medio de un pequeño bote en una tempestad. Cuando volvió a abrir los ojos una bestia similar a un dragón se había apoderado de la habitación, tenía gruesas escamas verde azuladas y los ojos de un rojo encendido, como dos tizones ardiendo. La cola del animal era poderosa y la batía de un lado a otro despedazando todo cuanto golpeaba. La bestia parecía fijar su mirada en el sacerdote, en un mudo reto a probar fuerzas. Apenas logró balbucear el nombre del babalao y una baba espumosa le salió por la boca cayendo en un hilo sobre la pierna de pantalón. El dragón avanzaba, mas no volaba, solo agitaba sus enormes alas provocando un viento que revolvía el cabello del sacerdote, parecía estar atrapado en aquella casa que era demasiado estrecha. Súbitamente rompió el techo y echó a volar hacia el cielo llevando tras de sí el mobiliario de la casa. No bien se había marchado el dragón cuando un alacrán multicolor salió del hueco que había quedado en el suelo, luego otro y otro más. Pronto eran cientos de alacranes con sus tenazas prestas a cerrarse sobre su presa las que danzaban camino al sacerdote que no reaccionaba, tan solo se quedaba maravillado viendo aquel desfile aterrador. Los alacranes comenzaron a pasar, primero sobre sus piernas, luego ascendieron hasta el cuello y descendieron por la espalda del sacerdote para seguir su camino hacia un agujero en una de las paredes. Pasaron unos segundos hasta que el último alacrán hizo el recorrido. Kennedy estaba hipnotizado, sus ojos clavados en el agujero de la pared donde parecía fijar su vista, pero no alcanzaba a mirar. Del agujero de la pared comenzó a salir algo, no lograba distinguir en aquella oscuridad, hasta que el agujero pareció ensancharse en una dilatación. Alguien se escurría por aquel hoyo como queriendo escapar del infierno que debía vivirse detrás de aquella pared. La cabeza salió como en un parto de aquella vagina negra en la pared. Era la cabeza de Nomoko. El niño que había cargado desde la casa de Doc. Su cabeza giraba en trescientos sesenta grados. Sin duda era Nomoko, pero ahora, ambos ojos lucían blancos, una capa lechosa se había apoderado de ellos y parecían querer salirse de las órbitas. El resto del cuerpo salió del agujero, vestía exactamente igual a como lo había visto hace apenas unos minutos, su pantalón corto, su camisa a rayas horizontales, sus pies descalzos rebozando barro seco. Sus labios estaban amoratados y parecía decir algo que el padre no alcanzaba a escuchar. Apenas su cuerpo salió por completo del agujero, el cuerpo del niño se volvió ingrávido, flotaba por la habitación a unos cuarenta centímetros del suelo. Sus brazos ahora estaban en cruz y sus piernas estiradas una al lado de la otra. Kennedy intentó una oración pero su boca parecía torpe, no lograba hilvanar dos frases seguidas, mientras Nomoko comenzaba una especie de canto en una lengua que Kennedy no conocía. Tenía la cadencia de un idioma, pero no era algo que hubiese escuchado en la vida, quizá algún dialecto africano o una simple jerigonza de aquel chico que parecía estar en trance. Kennedy aún aturdido y con un dolor punzante en las sienes intentó escuchar la especie de cántico que Nomoko entonaba. No había música en aquella especie de sueño solo la voz de Nomoko y los intentos del padre por pronunciar una oración. El cuerpo de Nomoko suspendido en el aire en posición de cruz seguía flotando sin un destino conocido, pronto estuvo a un par de metros de altura y súbitamente, giró en 180 grados quedando boca abajo con los ojos clavados en el sacerdote que seguía en aquel aturdimiento. Nomoko oraba, podía haberlo jurado. Utilizaba un lenguaje que el sacerdote desconocía por completo, pero tenía la impresión de que era una canción, una especie de himno que entonaba aquel chico víctima de la epilepsia. Kennedy se sobrecogió al recordar que todo aquello era su culpa por haber enfrentado al niño a sus temores. La Mano ejercía sobre él una influencia perniciosa que quizá le había costado un ojo en el pasado, pero que ahora parecía pagar con aquel estado tan similar a la posesión.

—Nomoko, escúchame —dijo sin reconocer su propia voz. —Tenemos que despertar —dijo convencido de estar en un sueño, en una pesadilla inducida por aquel brebaje que no debió tomar. Pero no había querido demostrarle miedo al babalao y no halló mejor prueba de no tenerle el más mínimo temor que utilizar aquellas estampas que sin permiso había tomado de la casa de aquel hombre y que llevaba en los bolsillos traseros del pantalón. Metió su mano en el bolsillo y sacó las estampas, San Pedro, San Juan y San Pablo además de otras dos que no lograba identificar, detrás de ellas una especie de quemadura en forma de letra C, como si las estampas fueran algún tipo de ganado al que debía marcarse para identificar a quién pertenecía. Intentó recordar sellos locales, pero ninguno coincidía con el que veía. Una nueva mirada a Nomoko y el niño ahora tenía marcada en su frente la enorme letra C, que parecía haber sido tatuada con fuego. Nomoko seguía entonando aquel himno infernal, mientras la piel de sus piernas se ulceraba. Kennedy vio horrorizado que una gusanera se apoderaba de aquellas heridas que espontáneamente salían de las piernas del chico. Un gusano comenzaba a ingerir a los demás y conforme lo hacía su cuerpo aumentaba de tamaño hasta convertirse en un gigante que miraba con un solo ojo al sacerdote. La bestia se fue acercando más y más a la cara de Kennedy que seguía balbuceando sin sentido. Una enorme boca, negra como la noche se abría para devorar al padre cuando del agujero por el que había salido Nomoko comenzó a salir un sujeto de mayor tamaño, no lograba ver su rostro pero estaba seguro que se trataba de Doc. La Mano de los Muertos surgía de aquel hueco oscuro en un parto sin igual, venía desnudo como una enorme oruga envuelta en un líquido viscoso. Terminó de escurrirse y cayó al suelo mientras los latidos del corazón de Kennedy se aceleraban sin control. El hombre rasgó una especie de velo en el que venía envuelto y se levantó victorioso. Miró al gusano que estaba por engullir a Kennedy y con gran voz le ordenó retirarse. El animal se volvió hacia él protestando por impedirle acabar con su almuerzo, pero ante un nuevo mandato de la Mano, el gusano se arrastró por la pared y atravesó por el hueco del que había salido la Mano instantes antes. Kennedy seguía aturdido y sentía que el corazón le latía en las sienes. La Mano se acercó a él, completamente desnudo y escupió en sus manos, luego, buscó la cabeza del sacerdote y la rodeo con ellas. Un calor húmedo se apoderó del sacerdote antes de que se desmayara. Al despertar, todo en aquel cuarto parecía estar normal. Al despertar, Nomoko lo miraba con su ojo marrón.

Capítulo X

Kennedy salió de la casa de los McIntire con una extraña sensación. No lo agradaba saber que Jenny había perdido la noción del tiempo y que parecía estar ausente. Tampoco le agradaba la conversación que había tenido con Alexander, el hombre prácticamente había sugerido que él podría ser el asesino de aquellos hombres que habían intentado asaltarlo y que tan solo horas después aparecieron muertos, colgando por sus pies al igual que la anciana en Haití en la noche de todos los santos. Tenía que admitir que él mismo a su vez, tenía dudas de que Alexander McIntire pudiera estar involucrado en aquellos crímenes o incluso la débil señora McIntire. Al recordarla con sus manos vendadas casi sintió vergüenza de sospechar de una mujer tan frágil como aquella. Para dominar a aquellos dos hombres había sido necesaria mucha fuerza bruta, quizá alguien de su contextura o mejor aún, alguien con la fuerza de un toro como lo era Alexander. Tenía la fuerza y el motivo, aquellos hombres representaban a los maleantes que indujeron a Jeremy a las drogas y el vicio, quizá hasta eran los responsables de los ritos que el chico practicaba. Sin embargo, no podía engañarse, si se trataba de móvil y oportunidades el principal sospechoso era él, los tipos habían salido en su camino y él los había castigado con rudeza, los mismos agentes de la policía lo consideraban un sospechoso, al menos Johnson lo veía con esa condición, quizá Bronson era más precavido, pero tarde o temprano intentaría indagar si el padre oloroso a licor que encontró en aquella pocilga estaba involucrado en el crimen. Pensó en Ryan y en su mirada inquisidora, quizá también lo consideraba culpable y por eso le había sugerido hablar sinceramente con los policías. Estaba dispuesto a hacerlo, aunque, no sabía bien qué decirles, quizá la verdad sobre el crucifijo que hallaron, era lo único en lo que les había mentido, no tenía por qué sentir aquella culpa como si estuviera ocultando algo o a alguien. Quizá debía aprovechar para hablarles de Alexander McIntire y su mujer, decirles las sospechas que albergaba. Pero, todo eran tonterías, simples circunstancias, de no haber salido la noche anterior a visitar a la mujer ofuscada por las supuestas apariciones de su hijo, ni siquiera estaría relacionado con aquel maldito caso del que todo Nueva Orleans debía estar hablando.

El aire estaba cargado, la ciudad, que era atravesada por el Mississippi, gozaba de un día despejado donde los rayos del sol la bañaban con gran intensidad. Kennedy se hizo una visera con la mano y recorrió con la vista el largo camino de regreso a su apartamento. Se lo pensó por un momento y decidió no llegar tan pronto a casa donde solo lo esperaba la soledad. Antes de la enfermedad de Jean, el hombre lo acompañaba frecuentemente en sus interminables recuerdos de su vida en Haití, pero desde hacía cinco meses su amigo había enfermado, al punto que casi no salía de su casa. Fueron interminables días de oraciones frustradas donde pedía clemencia a un Dios que desde hacía mucho parecía no querer escucharlo.

Jean había decidido marcharse de Haití y acompañar al sacerdote en su regreso a Nueva Orleans, ya nada los detenía en aquella isla que una vez más fuera devastada, esta vez por un terremoto que se ensañó con los más pobres. Recordaba perfectamente aquel día, los edificios cayendo como si se tratara de castillos de arena que se desmoronaban, la gente gritando tratando de escapar de la muerte que blandía su hoz a diestra y siniestra sin ninguna compasión por aquella gente que aun viviendo en la más cruel de las pobrezas sentía que sus posesiones se perdían para siempre. Ese día Jean lloró amargamente, como no lo había visto llorar desde hacía muchos años, lloró por su tierra que se estremecía sin piedad, lloró por la impotencia de no poder hacer nada, lloró porque vio que todo el trabajo realizado por años se había venido abajo y quedaba sepultado bajo el cemento. Reconstruir Haití tendría que ser trabajo de otros, a ellos dos ya no les quedaban fuerzas para volver a empezar una labor titánica, quizá más que la que juntos habían emprendido más de treinta años atrás cuando el sacerdote llegó a la isla, lleno de vitalidad y buenos deseos.

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