Read El beso del arcángel: El Gremio de los Cazadores 2 Online
Authors: Nalini Singh
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico
En esos momentos, Rafael volvió a besarle el cuello, y los sentidos de Elena se hicieron pedazos. Cerró los dedos que tenía hundidos en su cabello. Luego se dio la vuelta para cubrir el rostro masculino con sus manos y apoderarse de esa boca hermosa y cruel. Fue un beso salvaje, lleno de la necesidad imperiosa de una cazadora y del implacable instinto posesivo de un arcángel. Rafael apartó la mano de su cadera para sujetarle el cuello: se negaba a dejar que se apartara.
Elena sentía los pechos apretados contra el tejido de la camisa, que tenía una textura exquisita (casi dolorosa) y abrasaba sus sensibilizados pezones. Le mordió el labio inferior a modo de venganza por lo que le había hecho. Rafael le devolvió el mordisco, pero retuvo la carne un instante entre los dientes antes de liberarla, con un movimiento lento que hizo que la cazadora apretara los muslos para contener la explosión de calor húmedo que había estallado en su entrepierna.
Elena intentó meter la mano bajo su camisa, pero Rafael le sujetó la muñeca.
—No, Elena.
—No soy tan frágil —dijo, frustrada—. No te preocupes.
La mano masculina se tensó sobre su muñeca durante un segundo antes de soltarla. Tras eso, Rafael dio un paso atrás y rompió el contacto. Elena estaba preparada para luchar contra él por lo que deseaba, pero miró hacia arriba y... se quedó paralizada.
—Rafael...
De los ojos del arcángel surgían llamas azul celeste, tan letales como el fuego de ángel que le había lanzado a Uram en esa última y cataclísmica batalla.
—Vete a la cama —dijo él con una voz tan uniforme como una capa de hielo.
Sin embargo, el fuego no había dejado de arder. Elena sintió un vuelco en el corazón al comprender su carácter letal, y se cubrió los pechos con los brazos. No sabía si se estaba protegiendo a sí misma o a él.
—¿Volverás?
—¿Estás segura de que quieres que lo haga? —Rafael se dio la vuelta y atravesó las puertas de la terraza antes de que ella pudiera responder.
Elena lo observó mientras remontaba el vuelo y se alejaba hacia la infinita oscuridad de una noche montañosa antes de cerrar las puertas con unos dedos que habían dejado oscuras marcas en forma de media luna sobre la palma de sus manos. Luego se metió en la cama. Sin embargo, aunque se cubrió con todas las mantas que tenía, tardó mucho tiempo en dejar de temblar.
Había pensado que sabía, que comprendía. Pero no era cierto. Desde que despertó del coma, se había comportado como si estuviera a salvo con Rafael. Esa noche había supuesto un duro golpe. Nunca estaría segura con Rafael. Si cometía un pequeño desliz, él la mataría.
¿Era lo bastante fuerte como para aceptar ese riesgo, esa posibilidad?
«Me has convertido en un poco mortal».
Le había dicho eso la noche que le pegó el tiro, la noche que había estado a punto de desangrarse mientras ella intentaba contener la hemorragia con manos temblorosas y sin dejar de llorar. ¿Él había tenido miedo en aquella ocasión? ¿Sabía Rafael lo que era el miedo? Elena no estaba segura, y tampoco tenía claro que él le respondiera si se lo preguntaba.
Elena conocía el miedo a la perfección. Pero, pensó mientras sus músculos se relajaban, al final no había tenido miedo. Cuando su cuerpo yacía destrozado en los brazos de Rafael, no estaba asustada. Y esa era la respuesta que buscaba.
Sí, le dijo a Rafael, aunque no estaba segura de si la fuerza de su conexión mental sería suficiente para llegar hasta él. Sí, quiero que vuelvas.
Él no respondió, así que Elena no supo si la había escuchado. No obstante, en mitad de la noche sintió la caricia de unos labios sobre la curva del cuello, sintió el calor siniestro de un cuerpo masculino pegado al de ella y sus alas atrapadas entre ambos... Sintió la intimidad indescriptible que existe entre dos ángeles.
E
lena se despertó sola, pero había una taza de café sobre la mesilla... justo al lado de la Rosa del Destino. Rafael le había entregado ese tesoro de valor incalculable (una escultura imposible tallada en un diamante de una sola pieza) poco después de conocerla. Elena siempre intentaba devolvérsela, pero volvía a encontrarla sobre su mesilla a la mañana siguiente.
Con los ojos puestos en el regalo, que era de lo más romántico, se incorporó hasta sentarse e inhaló la embriagadora esencia del café recién hecho. No obstante, apenas había tomado un sorbo cuando lo sintió..., cuando sintió la fría caricia del satén mezclada con la promesa de un dolor maravilloso.
—Dmitri... —dijo con voz ronca antes de dejar la copa y subir las sábanas para cubrirse los pechos.
Y lo hizo justo a tiempo.
El vampiro se adentró en la habitación tras darle un toquecito de aviso a la puerta.
—Llegas tarde al entrenamiento.
Elena observó el sobre que llevaba en la mano.
—¿Qué es eso?
—Es de tu padre. —Le entregó la carta—. Quiero que estés abajo dentro de media hora.
Elena apenas lo oyó, ya que estaba concentrada en el sobre. ¿Qué querría ahora Jeffrey Deveraux?
—Allí estaré. —Unas palabras que tuvieron que atravesar el muro de rocas de su garganta.
Dmitri la dejó con un beso de diamantes y crema, una pulla sensual que la hizo contener el aliento y apretar los muslos en una reacción involuntaria. Sin embargo, la distracción solo fue momentánea. Un segundo después se quedó a solas, y miró el sobre como si tuviera colmillos y pudiera morderla.
—No seas cobarde, Ellie —se dijo antes de abrirlo. Había sido enviado a su dirección del Gremio.
Frunció los labios. Seguro que Jeffrey había odiado tener que enviárselo allí, tener que recurrir al trabajo asqueroso e inhumano de su hija para poder acceder a ella.
«Abominación.» Eso fue lo que la llamó la última noche que Elena pasó bajo su techo. Nunca lo había olvidado, y no lo olvidaría jamás.
Sus dedos se cerraron sobre el sobre, tanto que estuvo a punto de desgarrar la carta al sacarla. Por un instante no comprendió lo que veía, pero en cuanto lo hizo, las emociones la sacudieron en una violenta oleada.
No era una carta de su padre. La carta procedía de los abogados de la familia Deveraux: una nota para informar de que la empresa de su padre, en su enorme cortesía, había pagado los costes de la unidad de almacenamiento a pesar de que los objetos que había en dicho almacén solo le pertenecían a ella.
Arrugó el papel dentro del puño. Casi lo había olvidado... No, eso no era cierto. Se había obligado a sacarlo de su memoria. La herencia que había recibido de su madre, comprendió. Marguerite Deveraux le había dejado a Elena la mitad de sus bienes personales, y a Beth la otra mitad.
Sin embargo, las cosas que había en ese almacén... pertenecían a la infancia de Elena.
Plaf.
Plaf.
Plaf.
—Ven aquí, pequeña cazadora. Pruébala.
Apartó las mantas con unas manos que no funcionaban del todo bien y salió de la cama, dejando la carta abandonada sobre las sábanas. Caminó con cierta dificultad hasta el baño e intentó poner en marcha la ducha. Sus dedos resbalaron sobre el grifo. Elena se mordió los labios con tanta fuerza que se hizo sangre, y luego volvió a intentarlo. Al final, por suerte, el agua empezó a caer, una lluvia cálida y suave. La ducha la liberó del sueño, pero no sirvió para borrar los recuerdos que habían aflorado.
Ariel había sido la mejor hermana mayor que una niña podría desear. Jamás le había dicho que la dejara en paz, aunque Elena sabía que era una pesada con su constante necesidad por averiguar lo que iba a pasar en la vida adolescente de su hermana. Mirabelle, la mayor de todas, había sido más propensa a los gruñidos, pero le había enseñado a Elena a jugar al béisbol, y se había pasado muchísimas horas diciéndole cómo debía lanzar la bola y cómo había que atraparla.
Yin y Yang, llamaba su madre a sus dos hijas mayores. Ari era el azúcar; y Belle, la pimienta.
—Belle, ¿adónde crees que vas vestida de esa forma?
—Ay, venga, mamá... Es el último grito en moda.
—Puede que sea el último grito,
mon ange
, pero estarás castigada un mes si tu padre ve que tu trasero asoma por debajo de esos pantalones cortos.
—¡Mamá!
Elena lo recordaba sentada junto a la mesa de la cocina, riéndose mientras su hermana quinceañera de piernas largas subía furiosa las escaleras para cambiarse. Al otro lado de la mesa, Beth, que a sus cinco años era demasiado pequeña para entender la situación, se había reído con ella.
—Y vosotras dos, pequeños monstruos, comeos la fruta de una vez.
Se le encogió el corazón al recordar el acento único de su madre, y se llevó los dedos a la mejilla, como si buscara el eco del beso de Marguerite.
—Mamá... —La palabra fue un susurro, la súplica de una niña.
Más tarde hubo mucha sangre. Elena había resbalado, había aterrizado con fuerza sobre el suelo. Y había oído la respiración moribunda de Belle cuando su hermana intentó decirle que huyera, aunque su voz no era más que el gorgoteo de la sangre que le llenaba la garganta. Sin embargo, Slater Patalis no quería matar a Elena. Tenía otros planes para ella.
—Mi dulce y pequeña cazadora…
Tras cortar el agua, Elena salió de la ducha y se secó con meticulosa concentración. Sacudió las alas como le había visto hacer a Rafael, pero ahogó una exclamación al sentir un dolor agudo en la espalda. Recibió de buen grado las oleadas de dolor, que consiguieron romper la espiral interminable de recuerdos, y se puso la ropa de trabajo: unos pantalones sueltos de algodón negro con rayas blancas a los lados, y una sobria camiseta negra con sujetador integrado.
Al igual que toda la ropa que había encontrado en su armario, esas prendas habían sido diseñadas teniendo en cuenta las alas. La camiseta, por ejemplo, se ceñía con fuerza al cuello y tenía tres piezas en la espalda (una para cada lado de las alas); esas tres piezas acababan convertidas en una correa ancha que se enrollaba alrededor de la cintura y se aseguraba a los lados con hebillas ajustables. La parte del pecho tenía un refuerzo adicional de ballenas.
Satisfecha al ver que su cuerpo no la distraería de lo que debía aprender, se recogió el pelo platino en una trenza de raíz.
Luego, como no estaba acostumbrada a dejar todo hecho un desastre, hizo la cama (aunque antes metió la carta en un cajón) y salió de la habitación. El dormitorio, con sus paredes de cristal, estaba conectado a una amplia sala de estar que ya había utilizado. En el pasillo, frente a la puerta de la sala de estar, descubrió una especie de despacho y una pequeña biblioteca muy bien equipada, ambos con paredes transparentes que permitían que el sol de la montaña se colara en el interior. Los libros llenaban las estanterías inferiores (algunos viejos, otros nuevos), pero también atisbo un ordenador de tecnología punta. La sala estaba situada sobre la parte superior de la fortaleza, encima del altísimo núcleo central. Abajo había muchos más alojamientos, habitaciones para los Siete y para otros ángeles y vampiros. Pero el ala superior era privada, el hogar de Rafael.
El pasillo (que llevaba hasta una escalera que se abría a un lado del núcleo central) era una sinfonía de líneas limpias rotas por cosas inesperadas. Había una cimitarra muy afilada, con runas antiguas grabadas a fuego sobre la hoja, colgada en la pared izquierda. Elena podía imaginarse a Dmitri sujetando esa espada, y se preguntó si habría pertenecido al vampiro en cierta época. Porque Dmitri era muy viejo, uno de los vampiros más antiguos que había conocido en toda su vida.
Unos cuantos pasos más adelante había un tapiz tejido a mano que cubría la mayor parte de la pared derecha. Elena lo había contemplado durante más de media hora el día anterior, fascinada por algo que no lograba entender. En esos momentos, aunque sabía que debía marcharse para combatir el dolor que sentía en las entrañas con ejercicios físicos intensos, sus pies vacilaron y se detuvieron. Había una historia tejida en esas maravillosas hebras de hilo, una historia que se moría por conocer.
El tapiz mostraba la silueta dorada de un ángel de espaldas al sol. Su rostro quedaba en las sombras mientras se dirigía hacia una aldea del bosque envuelta en llamas. Un ángel femenino se inclinaba hacia él, con el largo cabello negro suelto sobre la espalda y las alas más blancas que Elena hubiera visto jamás. Los mechones sacudidos por el viento ocultaban su rostro de tal forma que también ella era una sombra. Sin embargo, las caras de los aldeanos estaban retorcidas en una mueca de agonía... y todas ellas habían sido tejidas con exquisito detalle. Se apreciaba incluso el horror de los ojos de una mujer cuyas faldas se consumían entre las llamas, y las ampollas que habían aparecido en la piel de su brazo.
¿Quiénes eran esos dos ángeles? ¿Intentaban ayudar a los que se quemaban? ¿O eran los culpables de la masacre? Y lo más importante de todo, pensó Elena con un escalofrío, ¿por qué Rafael había colocado esa perturbadora imagen en un lugar donde tendría que verla todos los días?
Rafael contempló al vampiro herido, ahora mucho más consciente de la naturaleza deliberada del insulto, del cuidado con el que habían golpeado a Noel para que su cara se convirtiera en una pulpa sangrienta. Sin embargo, conservaba un ojo sano, un leve atisbo de azul, visible a pesar de la inflamación originada por las demás heridas. El otro era una masa gelatinosa. Su nariz había desaparecido, pero sus labios, ilesos, conservaban su forma intacta.
De cuello para abajo lo habían destrozado. Sus huesos estaban rotos en tantos pedazos que algunas partes habían quedado reducidas a polvo.
El propio Rafael le había dado una paliza a un vampiro no hacía mucho, en castigo por su deslealtad. Le había partido todos los huesos a Germaine, cada uno con un único movimiento de la mano. Había sido un castigo brutal, uno que Germaine recordaría durante el resto de su existencia, pero él no había obtenido placer alguno al administrarlo.
Estaba claro que los atacantes de Noel habían disfrutado al propinar la paliza, ya que lo habían destrozado mucho más de lo necesario para dejar un mensaje. La marca a fuego había dejado una repugnante herida en la carne situada sobre el esternón, pero el sanador, Keir, también había encontrado huellas de bota en su espalda y en su rostro. La daga no era lo único que habían dejado en el interior del vampiro. Habían introducido esquirlas de cristal al fondo de sus heridas, donde la carne crecería para cubrirlas. Y también lo habían golpeado de otras formas: habían aporreado su cuerpo con algo que cortaba y desgarraba. Lo único bueno era que, al parecer, eso lo habían hecho cuando ya estaba inconsciente.