El Bastón Rúnico (76 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El Bastón Rúnico
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Hawkmoon envainó la Espada del Amanecer. —¿Qué debemos hacer ahora? —preguntó—. Ya hemos terminado el trabajo que se nos pidió hacer. Hemos defendido con éxito el Bastón Rúnico. Ahora debemos regresar a Europa.

Entonces, una voz habló a sus espaldas; era la voz dulce del muchacho, de Jehemia Cohnahlias. Hawkmoon se volvió y observó que ahora estaba junto al Bastón Rúnico, sosteniéndolo en una mano.

—Ahora, duque de Colonia, tomad lo que habéis ganado con todo derecho —dijo el muchacho con los ojos rasgados llenos de una expresión de cálido humor—. Os llevaréis el Bastón Rúnico con vos, de regreso a Europa, para que allí se decida el destino de la Tierra. —¡A Europa! Creía que no se lo podía quitar de su sitio.

—Ningún hombre podría hacerlo. Pero vos podéis tomarlo, ya que sois el elegido por el Bastón Rúnico. —El muchacho extendió la mano hacia Hawkmoon, la mano que sostenía el Bastón Rúnico—. Tomadlo. Defendedlo. Y rezad para que os defienda a vos. —¿Y cómo debemos utilizarlo? —preguntó D'Averc.

—Como gustéis. Que todos los hombres sepan que el Bastón Rúnico cabalga con vos…, que está de vuestra parte. Decidles que fue el barón Meliadus quien se atrevió a lanzar un juramento por el Bastón Rúnico, poniendo así en movimiento todos los acontecimientos que se han sucedido y que terminarán por destruir completamente a un protagonista u otro. Ocurra lo que ocurra, será el final. Emprended la invasión de Granbretan si podéis, o morid en el intento. No tardará en producirse la última gran batalla entre Meliadus y Hawkmoon, y el Bastón Rúnico la presidirá.

Hakwmoon aceptó el bastón en silencio. Lo sintió como algo frío, muerto y muy pesado, aunque los dibujos de colores seguían iluminándolo.

—Ponéoslo dentro de la camisa, o envolvedlo en un paño —le aconsejó el muchacho—, y nadie observará esas delatoras fuerzas que rodean al Bastón Rúnico, hasta que vos así lo deseéis.

—Gracias —dijo Hawkmoon con serenidad.

—Los Buenísimos os ayudarán a regresar a vuestro hogar —siguió diciendo el muchacho—. Adiós, Hawkmoon. —¿Adiós? ¿Adonde iréis ahora?

—A donde pertenezco.

Y, de pronto, el muchacho empezó a cambiar de nuevo, convirtiéndose en una corriente de luz dorada que aún conservaba cierta semejanza con una figura humana, introduciéndose a continuación en el propio Bastón Rúnico, que adquirió inmediatamente una naturaleza cálida, vital y luminosa en manos de Hawkmoon.

Con un ligero estremecimiento, Hawkmoon se guardó el Bastón Rúnico en el interior de la camisa.

Al salir del salón, D'Averc observó que Orland Fank seguía llorando en silencio. —¿Qué os aflige, Fank? —preguntó D'Averc—. ¿Seguís lamentando la muerte del hombre que fue vuestro hermano?

—Sí…, pero aún lamento más la pérdida de mi hijo. —¿De vuestro hijo? ¿De quién habláis?

Orland Fank señaló con el dedo gordo hacia Hawkmoon, que avanzaba tras ellos, con la cabeza inclinada, sumido en sus propios pensamientos.

—Él lo tiene. —¿Qué queréis decir?

—Tenía que ser así —dijo Fank suspirando—. Lo sabía. Pero, a pesar de todo, soy un hombre. Puedo llorar. Me refiero a Jehemia Cohnahlias. —¡El muchacho! ¿El espíritu del Bastón Rúnico?

—En efecto. Él era mi hijo… o yo mismo… Jamás he podido comprender esas cosas del todo…

Libro segundo
1. Susurros en habitaciones secretas

Está escrito que: «Aquellos que juren por el Bastón Rúnico se beneficiarán o sufrirán las consecuencias por el destino fijado que ellos mismos han puesto en movimiento». Y el barón Meliadus de Kroiden había hecho uno de tales juramentos. Había jurado vengarse contra todos los habitantes del castillo de Brass, había jurado que Yisselda, la hija del conde Brass, sería suya. El mismo día en que lo juró así, puso en movimiento un modelo de destino que le implicó en planes extraños y destructivos, así como implicó a Dorian Hawkmoon en salvajes e inesperadas aventuras en lugares lejanos, y todo eso estaba ahora a punto de alcanzar su terrible resolución final.

—LA ALTA HISTORIA DEL BASTON RUNICO

La terraza dominaba el rojizo río Tayme, que se abría paso lentamente hasta el propio corazón de Londra, entre torres de aspecto sombrío y demencial.

Por encima de ellos cruzaba de vez en cuando un ornitóptero, un brillante pájaro metálico, y en el río las barcazas de ébano y bronce transportaban las mercancías que iban y venían de la costa. Aquellas mercancías eran ricas; las barcazas iban cargadas de artículos robados, así como hombres, mujeres y niños traídos como esclavos a Londra.

Los ocupantes de la terraza se hallaban protegidos de miradas indiscretas por un toldo de pesado terciopelo púrpura, que colgaba con borlas de seda escarlata. La sombra del toldo impedía que nadie pudiera verles desde el río.

Sobre la terraza había una mesa de latón y dos sillas doradas y acolchadas con felpa azul. Sobre la mesa, una bandeja de platino ricamente decorada contenía una jarra de vino, hecha de cristal verde oscuro, y dos copas del mismo material. A ambos lados de la puerta que conducía a la terraza había una joven desnuda, con el rostro, los senos y los genitales cubiertos de carmín. Cualquiera familiarizado con la corte de Londra habría reconocido a las jóvenes esclavas como pertenecientes al barón Meliadus de Kroiden, pues él sólo tenía esclavas que únicamente llevaban sobre su cuerpo el colorete con el que insistía que se pintaran.

Una de las jóvenes, que miraba fijamente hacia el río, era una rubia que, casi con toda seguridad, procedía de Colonia, en Alemania, y que constituía una de las posesiones del barón, por derecho de conquista. La otra joven era morena, y procedía sin duda alguna del Oriente Medio, que el barón Meliadus había añadido a sus propiedades, por medio de su ensangrentada espada.

En una de las sillas doradas estaba sentada una mujer, vestida de la cabeza a los pies con ricos brocados. Llevaba una máscara de plata, delicadamente configurada para parecer una garza real. En la otra silla se sentaba una figura vestida con abultado cuero negro, sobre cuyos hombros se elevaba una enorme máscara que representaba a un lobo negro con expresión rugiente. Insertó un tubo dorado en la copa de vino y se llevó el otro extremo a la diminuta abertura existente en la máscara, chupando el vino con lentitud.

La pareja permanecía en silencio y el único sonido procedía del otro lado de la terraza, de la estela que dejaban las barcazas al pasar junto a los muros, de alguna torre distante en la que alguien gritaba o reía, de un ornitóptero que pasaba volando por lo alto, con sus alas metálicas aleteando lentamente, como si tratara de posarse sobre la parte superior llana de alguna de las torres.

Entonces, la figura de la máscara empezó a hablar con un tono de voz bajo y tembloroso. La otra figura no movió la cabeza, ni pareció escuchar sus palabras, sino que continuó mirando hacia las aguas rojas del río, cuyo extraño color se atribuía a los efluvios que emanaban de los desagües existentes cerca de su lecho.

—Vos también estáis bajo una ligera sospecha, Plana, y lo sabéis. El rey Huon sospecha que podéis haber tenido algo que ver con la misteriosa locura que se apoderó de los guardias la noche en que escaparon los emisarios de Asiacomunista. Sin duda alguna, no me ayudo en nada a mí mismo entrevistándome con vos, pero yo sólo pienso en nuestra querida patria… Sólo me importa la gloria de Granbretan.

Se detuvo un instante, como si esperara una respuesta, pero al no recibir ninguna siguió hablando.

—Es evidente, Plana, que la situación actual de la corte no es la que mejor sirve a los intereses del imperio. Me encanta la excentricidad, claro, como un verdadero hijo de Granbretan, pero hay una gran diferencia entre excentricidad y senilidad. ¿Comprendéis lo que quiero decir?

Plana Mikosevaar permaneció en silencio.

—Estoy sugiriendo —siguió diciendo el otro— que necesitamos un nuevo gobernante…, una emperatriz. Sólo queda con vida una única persona que sea pariente directo de sangre del rey Huon… Sólo una persona a la que se aceptaría de buen grado como heredera con todos los derechos, ya que es la heredera legal del trono del Imperio Oscuro.

Seguía sin haber ninguna respuesta. La figura de la máscara de lobo se inclinó hacia adelante. —¿Plana? —La máscara de garza real se volvió para mirar a la máscara de lobo—.

Plana… podríais ser la reina–emperatriz de Granbretan. Teniéndome a mí como regente, podríamos garantizar la seguridad de nuestra nación y de nuestros territorios, consiguiendo que Granbretan fuera aún más grande…, que todo el mundo nos perteneciera. —¿Y qué se haría con el mundo una vez que nos perteneciera, Meliadus? —preguntó Plana Mikosevaar hablando por primera vez—. ¡Disfrutarlo, Plana! ¡Utilizarlo! —¿Es que nadie se cansa de la violación y el asesinato, de la tortura y la destrucción?

Meliadus pareció extrañado ante aquel comentario.

—Uno se puede aburrir de todo, claro está, pero hay otras cosas… Están los experimentos de Kalan, y también los de Taragorm. Teniendo a su disposición los recursos de todo el mundo, nuestros científicos podrían hacer casi cualquier cosa que se propusieran. Podrían construirnos naves capaces de atravesar el espacio, tal y como hicieron los antiguos y como la que, según dice la leyenda, trajo a nuestro globo al Bastón Rúnico. Podríamos viajar a nuevos mundos y conquistarlos…, ¡oponer la inteligencia y la habilidad al resto del universo! ¡La aventura de Granbretan podría durar un millón de años! —¿Y es la aventura y la sensación todo lo que debemos buscar, Meliadus? —¿Por qué no? Todo es caos a nuestro alrededor, la existencia no tiene el menor significado. Sólo existe una ventaja en vivir la propia vida, y consiste en descubrir todas las sensaciones que sea capaz de experimentar la mente y el cuerpo humanos. Sin duda alguna, eso durará por lo menos un millón de años.

—Ese es nuestro credo, cierto —admitió Plana con un gesto. Después, suspiró—. En consecuencia, supongo que debo mostrarme de acuerdo con vuestros planes. Supongo que lo que me sugerís no es ni más ni menos aburrido que cualquier otra cosa. —Se encogió de hombros y añadió—: Muy bien, seré vuestra reina cuando me necesitéis…, y si Huon descubre nuestra perfidia… Bueno, será un alivio morir.

Ligeramente inquieto ante aquellas palabras, Meliadus se levantó. —¿No diréis nada a nadie hasta que no llegue el momento, Plana?

—No diré nada.

—Bien. Ahora debo visitar a Kalan. Se siente atraído por mi plan, puesto que, si tenemos éxito, eso significará disponer de mayores medios para llevar a cabo sus experimentos. Taragorm también está conmigo… —¿Confiáis en Taragorm? Vuestra rivalidad es bien conocida.

—En efecto… Odio a Taragorm y él también me odia a mí. Pero ahora ese odio mutuo está relativamente apagado. Recordaréis que nuestra rivalidad se inició en el momento en que Taragorm se casó con mi hermana, con quien yo había intentado desposarme previamente. Pero mi hermana se ha comprometido con un zoquete, según he oído decir…, y Taragorm lo ha descubierto. En consecuencia, tal y como sin duda habréis oído comentar, mi hermana hizo que sus esclavos la sacrificaran, a ella y a su zoquete, de una manera harto extraña. Taragorm y yo dimos buena cuenta de los esclavos y, durante ese episodio, volvimos a descubrir nuestra antigua camaradería. Puedo confiar en mi cuñado.

Él tiene la sensación de que Huon obstaculiza demasiado sus investigaciones.

Durante todo este tiempo, las voces de ambos no habían sido más que un ligero susurro, de modo que ni siquiera las esclavas que permanecían ante la puerta pudieron escuchar sus palabras.

Meliadus se inclinó ante Plana, hizo una seña a sus esclavas, que corrieron a prepararle la litera para llevarle de regreso a su casa, y poco después se marchó.

Plana siguió mirando fijamente hacia las aguas del río, sin pensar apenas en los planes expuestos por Meliadus. Ya que no podía hacer otra cosa que soñar con el elegante D'Averc y en el futuro, cuando pudieran volverse a encontrar y ella pudiera alejar a D'Averc de Londra y de sus intrigas, yendo quizá a las propiedades rurales que D'Averc había tenido en Francia y que ella, una vez que fuera reina, podría devolverle.

En tal caso, quizá fuera conveniente para ella convertirse en reina–emperatriz. De ese modo, podría escoger a su esposo, y ese esposo sería, desde luego, D'Averc. Entonces podría perdonarle todos los crímenes que había cometido contra Granbretan, e incluso podría perdonar a su compañero Hawkmoon y a todos los demás.

Pero no, Meliadus no estaría de acuerdo en perdonar a D'Averc, y tampoco admitiría perdonar la vida a todos los demás.

Quizá aquel plan no fuera más que una estupidez. Suspiró. En el fondo, no le importaba. Incluso dudaba de que D'Averc estuviera todavía con vida. Y, mientras tanto, no veía razón alguna para no participar, aunque fuera pasivamente, en la traición de Meliadus, aun cuando tenía una ligera sospecha sobre cuáles podrían ser las terribles consecuencias del fracaso, y de la magnitud del plan de Meliadus. El barón debía de sentirse desesperado para haber llegado a considerar la destitución de su gobernante hereditario. Durante sus dos mil años de gobierno ningún granbretaniano se había atrevido hasta ahora en pensar siquiera en el destronamiento del rey Huon. Plana ni siquiera sabía si eso sería posible.

Se estremeció. Si se convertía en reina, no elegiría la inmortalidad…, sobre todo si eso significaba convertirse en algo tan arrugado y marchito como Huon.

2. Conversación junto a la máquina de la mentalidad

Kalan de Vitall se acarició la máscara de serpiente con sus manos pálidas de viejo en las que sobresalían las venas, lo que le daban un aspecto de azuladas serpientes enroscadas. Los dos hombres se encontraban ante el laboratorio principal. Era una gran sala, de techo bajo, donde se llevaban a cabo numerosos experimentos, realizados por hombres que portaban los uniformes y las máscaras de la orden de la Serpiente, de la que el barón Kalan era el gran jefe. Extrañas máquinas producían raros sonidos, y luces de colores en miniatura relampagueaban y crujían a su alrededor, de modo que toda la sala daba la impresión de ser un taller infernal presidido por demonios. Aquí y allá, seres humanos de ambos sexos y distintas edades, aparecían sujetos o introducidos en las máquinas, mientras los científicos comprobaban los resultados de sus experimentos sobre las mentes y cuerpos humanos. La mayoría de ellos habían sido silenciados de una u otra forma, pero unos pocos gritaban o gemían con voces peculiarmente demenciales, molestando y distrayendo a menudo a los científicos, que les introducían trapos en las bocas, o les cortaban las cuerdas vocales, o encontraban cualquier otro método rápido para conseguir cierta tranquilidad mientras continuaban con su trabajo.

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