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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (36 page)

BOOK: El Bastón Rúnico
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Al sexto día de viaje, el Guerrero de Negro y Oro levantó la cabeza e hizo detener su caballo, haciendo una señal para que los otros tres también se detuvieran. Parecía estar escuchando algo.

Hawkmoon no tardó en escuchar también un sonido…, el retumbar de cascos de caballos. Entonces, coronando una ligera elevación situada a su izquierda, apareció un grupo de jinetes con gorras y capas de piel de oveja, largas lanzas y sables sujetos a la espalda.

Parecían acometidos por el pánico ya que, sin hacer el menor caso de los cuatro jinetes que les observaban, pasaron a su lado a una fantástica velocidad, fustigando a sus cabalgaduras de tal modo que incluso dejaron tras de sí un olor a sangre. —¿Qué ocurre? —les gritó Hawkmoon—. ¿De qué huís?

Uno de los jinetes se volvió en la silla sin disminuir por ello su velocidad. —¡El ejército del Imperio Oscuro! —gritó alejándose—. ¿Debemos continuar en esa dirección? —le preguntó Hawkmoon al guerrero con expresión preocupada—. ¿O será mejor que encontremos otra ruta?

—Ninguna ruta es segura —contestó el Guerrero de Negro y Oro—. De modo que da lo mismo seguir por ésta.

Media hora más tarde distinguieron una humareda en la distancia. Era un humo espeso y aceitoso que se mantenía cerca del suelo y que tenía un olor desagradable. Hawkmoon sabía lo que significaba aquel humo, pero no dijo nada. Algo más tarde llegaron a una ciudad ardiendo y vieron, apilados en la plaza, un gran montón de cadáveres desnudos…, hombres, mujeres, niños y animales amontonados indiscriminadamente los unos sobre los otros, y ardiendo.

Era aquella pila de carne lo que producía el olor nauseabundo que venían percibiendo desde hacía rato, y Hawkmoon sabía muy bien que sólo una raza podía haber realizado un acto de aquella clase. Los jinetes habían tenido razón. Los soldados del Imperio Oscuro debían de estar muy cerca. Por todas partes había señales de que un batallón completo de tropas se había apoderado de la ciudad, saqueándola.

Se deslizaron furtivamente fuera de la ciudad, pues no había nada que ellos pudieran hacer, y continuaron su viaje con un estado de ánimo aún más sombrío, aunque muy atentos ahora a cualquier señal que les indicara la presencia de las tropas de Granbretan.

Oladahn, que aún no había visto muchas de las atrocidades del Imperio Oscuro, fue el que más visiblemente se emocionó a la vista de lo que había presenciado.

—Unos hombres mortales no podrían… —balbuceó—, no podrían…

—Ellos no se consideran a sí mismos como seres mortales ordinarios —dijo D'Averc—, sino como semidioses, y a sus gobernantes los consideran como verdaderos dioses.

—Eso justifica ante sus ojos todas sus acciones inmorales —añadió Hawkmoon—.

Además, les encanta extender la destrucción y el terror, torturar y matar. Al Imperio Oscuro le sucede igual que a algunas bestias: la necesidad de matar es mucho mayor que la de vivir. Esa isla ha sido el origen de una raza de locos cuyo único pensamiento y acción resultan totalmente extraños para quienes no han nacido en Granbretan.

La depresiva llovizna siguió cayendo mientras abandonaban la ciudad dejando atrás su horrorosa pira humana.

—Ahora ya no falta mucho para llegar al castillo del dios Loco —dijo el Guerrero de Negro y Oro.

A la mañana siguiente llegaron a un valle amplio y poco profundo con un pequeño lago sobre el que pendía una neblina grisácea. Al otro lado del lago vieron una forma negra y lúgubre, un edificio hecho de piedra sin desbastar situado en el extremo más alejado del agua.

Aproximadamente a medio camino entre el lugar donde ellos se encontraban y el castillo, observaron un grupo de destartaladas casuchas arracimadas junto al lago y unas pocas barcas atracadas cerca. Había redes tendidas a secar, pero no se veía el menor rastro de los pescadores que las utilizaban.

El día era oscuro, frío y opresivo y sobre el lago, el pueblo y el castillo parecía extenderse una atmósfera ominosa. Los tres hombres siguieron de mala gana al Guerrero de Negro y Oro que siguió su camino hacia al castillo, bordeando la orilla del lago. —¿Qué se sabe de ese culto al dios Loco? —susurró Oladahn—. ¿Con cuántos hombres cuenta? ¿Son tan feroces como los que lucharon en el barco? ¿Acaso el guerrero subestima su fortaleza o sobrestima la nuestra?

Hawkmoon se encogió de hombros, ya que sólo podía pensar en Yisselda. Escudriñó el gran castillo negro, preguntándose dónde estaría prisionera.

A medida que se acercaron al pueblo de pescadores, comprendieron por qué estaba tan silencioso. Todos los habitantes del pueblo habían sido asesinados, destrozados por las espadas o las hachas. Algunas de las hojas seguían enterradas en los cuerpos, pertenecientes tanto a mujeres como hombres. —¡El Imperio Oscuro! —exclamó Hawkmoon.

—Esto no ha sido trabajo de ellos —replicó el Guerrero de Negro y Oro, negando con un gesto de la cabeza—. No se trata de sus armas, ni ése es su estilo.

—Entonces…, ¿quién ha sido? —preguntó Oladahn, estremeciéndose—. ¿Los miembros del culto?

El guerrero no contestó. Desmontó y se dirigió hacia el cadáver más cercano. Los demás también desmontaron, mirando perplejos a su alrededor. La neblina procedente del lago se arremolinaba a su alrededor como si se tratara de una fuerza maligna que tratara de atraparles.

—Todos estos eran miembros del culto —dijo el guerrero señalando el cadáver—.

Algunos lo servían dedicándose a pescar para proporcionar alimentos al castillo. Otros vivían en el propio castillo. Algunos de éstos son del castillo. —¿Es que han luchado entre ellos? —sugirió D'Averc.

—En cierto sentido, quizá —contestó el guerrero—. ¿Qué queréis decir…? —empezó a decir Hawkmoon, pero de pronto se volvió, al escuchar un grito escalofriante que procedía de detrás de las casuchas.

Todos desenvainaron las espadas y formaron un círculo, preparados para resistir un ataque procedente de cualquier parte.

Pero cuando el ataque se produjo, Hawkmoon bajó la espada, momentáneamente atónito ante la naturaleza de los atacantes.

Llegaron corriendo por entre las casuchas, con las espadas y las hachas levantadas.

Llevaban petos y kilts de cuero, y una luz feroz les iluminaba los ojos. Sus labios estaban contraídos en unas risas bestiales. Sus dientes blancos brillaban y la espuma surgía de sus bocas.

Pero no fue nada de eso lo que dejó atónitos a Hawkmoon y a sus compañeros. Fue su sexo lo que más les sorprendió, ya que todos los guerreros que gritaban de un modo maniaco abalanzándose sobre ellos eran mujeres de una increíble belleza.

Hawkmoon, que recuperó lentamente su posición defensiva, buscó desesperadamente entre aquellos rostros el de Yisselda y se sintió aliviado al no encontrarlo entre ellos.

—De modo que por eso el dios Loco pedía que se le enviaran mujeres —comentó D'Averc boquiabierto—. Pero ¿por qué?

—Tengo entendido que es un dios perverso —dijo el Guerrero de Negro y Oro casi al tiempo que levantaba su espada para detener el ataque de la primera mujer guerrera.

Aunque se defendió desesperadamente contra las espadas de las mujeres locas, a Hawkmoon le fue imposible contraatacar. Vio muchos huecos para introducir la espada, y podría haber matado a varias, pero cada vez que se le presentaba la oportunidad de hacerlo, se contenía. Y lo mismo parecía sucederles a sus compañeros. En un momento de respiro, miró a su alrededor y se le ocurrió una idea.

—Retiraos lentamente —les dijo a sus compañeros—. Seguidme. Tengo un plan para conseguir la victoria… sin derramamiento de sangre.

Los cuatro hombres fueron retrocediendo lentamente hasta que llegaron a las vigas sobre las que se secaban las redes de los pescadores. Sin dejar de defenderse, Hawkmoon rodeó la primera red y cogió uno de los extremos. Oladahn adivinó sus intenciones y cogió el otro extremo. Entonces, Hawkmoon gritó: «¡Ahora!», y los dos lanzaron la red por encima de las cabezas de las mujeres.

La red cayó sobre la mayoría de ellas, enredándolas. Pero algunas lograron liberarse y siguieron luchando.

Al comprender las intenciones de Hawkmoon, D'Averc y el Guerrero de Negro y Oro hicieron lo mismo, para atrapar a las mujeres que habían escapado. Mientras tanto, Hawkmoon y Oladahn arrojaron una segunda red sobre las que ya habían atrapado con la primera. Finalmente, todas las mujeres quedaron atrapadas entre los pliegues de varias redes fuertes, y los cuatro hombres pudieron aproximarse a ellas con precaución, arrebatándoles las armas y desarmándolas poco a poco.

Hawkmoon jadeó mientras se apoderaba de una espada y la arrojaba al lago.

—Quizá el dios Loco no esté tan loco como parece. Las mujeres entrenadas para luchar siempre contarán con una cierta ventaja momentánea sobre los soldados masculinos. Sin duda alguna, esto formaba parte de un plan mucho más vasto… —¿Queréis decir que la obtención de dinero a través de la piratería tenía el propósito de financiar un ejército conquistador compuesto por mujeres? —preguntó Oladahn sin dejar de arrojar armas al lago mientras los esfuerzos de las mujeres por liberarse se nacían cada vez más débiles.

—Me parece algo bastante probable —admitió D'Averc, que les observaba—. Pero ¿por qué mataron las mujeres a los otros habitantes del pueblo?

—Eso es posible que lo descubramos cuando lleguemos al castillo —comentó el Guerrero de Negro y Oro—. Nosotros…

Se interrumpió cuando una de las redes se abrió de pronto y una de las mujeres guerreras se lanzó gritando contra ellos, con los dedos extendidos como garras. D'Averc la atrapó y le rodeó la cintura con los brazos, sin que ella dejara de gritar y patalear.

Oladahn se acercó, cogió la espada al revés y le propinó un fuerte golpe con el pomo sobre la cabeza.

—Por mucho que eso ofenda mi sentido de la caballerosidad —comentó D'Averc depositando en el suelo a la hermosa mujer—, creo que acabáis de encontrar la mejor forma de enfrentarnos con todas estas hermosas asesinas. —Se dirigió hacia las redes y empezó a golpear a las mujeres, que seguían gritando, haciéndolo de un modo sistemático y lánguido—. Al menos, no las hemos matado… y ellas tampoco nos han matado a nosotros. Se logra así un equilibrio excelente.

—Me pregunto si son las únicas —dijo Hawkmoon sombríamente.

—Estáis pensando en Yisselda, ¿verdad? —preguntó Oladahn.

—Sí, estoy pensando en Yisselda. Vamos. —Hawkmoon saltó sobre la silla del caballo—. Vayamos al castillo del dios Loco.

Inició un rápido galope a lo largo de la orilla del lago en dirección hacia el gran edificio negro. Los otros le siguieron algo más lentamente, quedando rezagados. Primero le siguió Oladahn, después el Guerrero de Negro y Oro y finalmente D'Averc, quien tenía todo el aspecto de un joven despreocupado dedicado a dar un paseo a caballo por la mañana.

Al acercarse al castillo, Hawkmoon aminoró su alocada carrera, reteniendo con las riendas la marcha de su caballo hasta detenerlo al llegar ante el puente levadizo.

En el interior del castillo, todo estaba tranquilo. Un poco de neblina se ensortijaba alrededor de sus torres. El puente levadizo estaba bajado y sobre él se veían los cadáveres de los guardias.

En alguna parte de una de las torres más altas, un cuervo graznó y echó a volar hacia las aguas del lago.

Las nubes no dejaban pasar los rayos del sol. Era como si allí no hubiera brillado jamás, como si nunca llegara a brillar. Como si ellos hubieran abandonado el mundo para entrar en algún otro plano donde el desespero y la muerte prevalecerían durante toda la eternidad.

La oscura entrada al patio de armas del castillo se abría ante Hawkmoon como un enorme túnel negro.

La neblina trazaba formas grotescas y por todas partes existía un silencio opresivo.

Hawkmoon respiró profundamente, aspirando el aire frío y húmedo, desenvainó la espada, golpeó suavemente los flancos del caballo y se lanzó a la carga sobre el puente levadizo, dejando atrás los cadáveres y penetrando en el castillo del dios Loco.

3. El dilema de Hawkmoon

El gran patio de armas del castillo estaba repleto de cuerpos. Algunos de ellos pertenecían a las mujeres guerreras, pero la mayoría eran de hombres que llevaban el collar del dios Loco. La sangre reseca cubría los guijarros del empedrado que aparecían al descubierto entre los cadáveres caídos en las grotescas actitudes de la muerte.

El caballo de Hawkmoon bufó lleno de temor al oler la carne putrefacta, pero él lo espoleó, aterrorizado ante la idea de ver el rostro de Yisselda entre aquellos cadáveres.

Desmontó, dando la vuelta a los rígidos cuerpos de las mujeres, observando atentamente sus rostros. Pero ninguno de ellos era el de Yisselda.

El Guerrero de Negro y Oro entró en el patio de armas, seguido por Oladahn y D'Averc.

—Ella no está aquí —dijo—. Está viva… en el interior.

Hawkmoon levantó hacia él su tenebroso rostro. La mano le tembló al recoger las riendas del caballo. —¿Le han… hecho algún daño, Guerrero?

—Eso es algo que debéis comprobar vos mismo, duque Dorian —contestó el Guerrero de Negro y Oro señalando hacia la puerta principal de entrada al castillo—. Por esa puerta se va a la corte del dios Loco. Un corto pasillo conduce al salón principal y él está allí sentado, esperándoos… —¿Él conoce mi existencia?

—Sabe que llegará el día en que aparecerá el que tiene derecho a llevar el Amuleto Rojo para reclamárselo…

—No me importa el amuleto, sino sólo Yisselda. ¿Dónde está ella. Guerrero?

—Dentro. Ella está dentro. Id y reclamad vuestros dos derechos…, vuestra mujer y vuestro amuleto. Ambos son importantes para el esquema del Bastón Rúnico.

Hawkmoon se volvió y echó a correr hacia la puerta, desapareciendo en la oscuridad del interior del castillo.

Dentro hacía un frío increíble. Un agua helada goteaba del techo del pasillo, y el musgo crecía en los muros. Hawkmoon lo recorrió con la espada en la mano, casi esperando ser atacado en cualquier momento.

Pero no apareció nadie. Llegó ante una enorme puerta de madera que se elevaba seis metros por encima de su cabeza, y allí se detuvo.

Desde detrás de la puerta le llegaba un extraño sonido zumbante, correspondiente a una profunda voz que murmuraba y que parecía llenar todo el salón que había tras la puerta. Precavidamente, Hawkmoon empujó la puerta y ésta se abrió. Asomó la cabeza por el hueco abierto y contempló la extraña escena que se ofreció ante sus ojos.

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