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Authors: Elaine Cunningham
Algorind echó a andar en pos del guía, que lo condujo al mayor de los tres edificios, hasta una enorme sala en la que había seis prolongadas mesas cuyos cantos habían sido pulidos para que entre todas formaran un único y descomunal hexágono.
Los paladines estaban sentados por la parte externa, de modo que podían conversar entre ellos. Del techo colgaban brillantes estandartes que simbolizaban la multitud de órdenes y los caballeros solitarios que servían en el Tribunal de Justicia.
La mirada de Algorind buscó a sir Gareth y percibió la expresión de sorpresa del rostro del anciano caballero al verlo. Eso lo hizo sentirse cohibido. La pulcritud y la limpieza eran normas de la orden y para él aparecer de aquel modo era una afrenta, pero Algorind tenía poco tiempo para meditar sobre la respuesta de su héroe porque Camelior transmitió con presteza a la asamblea el mensaje que había dado Algorind al vigilante de la puerta.
—Otro asiento, por favor —pidió Laharin.
Los escuderos, jóvenes muchachos que eran llevados al templo para probar su valía como servidores de Tyr, se apresuraron a cumplir las órdenes del Maestro de Paladines. Algorind vio cómo lo escoltaban y lo hacían sentar con tal ceremonia que lo inhibieron. Los deberes contradictorios hacían que Algorind se sintiera a disgusto como un halcón atado al que se le impidiera volar y cazar.
—Cabalgaba hacia el norte, rumbo a El Bastión del Espino, para transmitir un mensaje de carácter personal a Hronulf —empezó a contar Algorind con cautela; el ligerísimo gesto de asentimiento de sir Gareth corroboró que las palabras que había elegido eran las correctas—. A pocas horas de distancia de la fortaleza, vi una negra columna de humo que se alzaba en el cielo y, por el olor, supe que era un túmulo funerario.
Algorind se quedó un rato en silencio por respeto a los que habían muerto. A su alrededor, todos los caballeros y los sacerdotes inclinaron la cabeza o hicieron ademanes con las manos para reafirmar su fe y encomendar los espíritus de sus caballeros hermanos a las manos de Tyr.
—Oí una patrulla y les tendí una emboscada. —Algorind enrojeció al tener que confesar aquello, pero estaba obligado a decir la verdad—. Eran cuatro hombres, a caballo y bien armados. Estaban buscando a una mujer que se encontraba en la fortaleza en el momento del ataque pero que había conseguido escapar, aunque ninguno sabía cómo, llevándose consigo un anillo que pertenecía a Hronulf.
Murmullos de consternación resonaron por la sala.
—¿Y buscasteis vos a esa mujer? —inquirió Laharin.
—Señor, me parece que la vi de refilón un momento, en compañía de un enano, de camino a Aguas Profundas. Si ése es vuestro deseo, iré en su busca.
Sir Gareth se puso en pie lentamente con una expresión en el rostro que parecía la de un hombre resuelto a enfrentarse a un destino que había elegido.
—Hermanos, creo que puedo arrojar cierta luz sobre este asunto. Hace unos días, acudió a mí una joven y nerviosa mujer que buscaba noticias de Hronulf de Tyr. Me dijo que respondía al nombre de Bronwyn; era delgada, con grandes ojos marrones, mejillas y barbilla de huesos prominentes y pelo castaño recogido en una larga trenza.
¿Es ésa la mujer que visteis?
—Por vuestra descripción, parece que sí —admitió Algorind—. Estaba demasiado lejos para detenerla, y mucho menos para poder mirar detenidamente su rostro.
Sir Gareth soltó un suspiro y se hundió en su silla.
—Cometí un grave error —admitió—. Le hablé a aquella mujer de Hronulf y quizá mis palabras la indujeron a encaminar sus pasos hacia El Bastión del Espino.
—No os lo reprochéis, hermano —le instó el Maestro Laharin—. No tenéis razón para dudar de los motivos de las preguntas de esa joven.
—No, ninguno, pero no formulé una oración a Tyr para poner a prueba su corazón y el camino que había elegido. Fue un descuido imperdonable. —Sir Gareth frunció el entrecejo de improviso y se quedó mirando a Algorind—. ¿Cómo es que has llegado con tanto retraso para informarnos?
Aquél era el momento que Algorind había estado temiendo.
—El enano que acompañaba a la mujer me robó el caballo. Tuve que regresar a pie hasta la ciudad.
—En ese caso, es notable tu presteza en regresar —comentó Laharin, secamente—. Dime, ¿tuviste más suerte en la recuperación de la chiquilla heredera de la sangre de Samular?
—Oh, sí, señor —se apresuró a responder Algorind mientras miraba de reojo a sir Gareth para obtener un gesto de confirmación.
El viejo caballero barrió la estancia con su sosegada mirada.
—Tras oír hablar de la caída de El Bastión del Espino, temí por la seguridad de la niña y la conduje a un lugar secreto fuera de Aguas Profundas. Me pareció una precaución adecuada.
—Pero...
Sir Gareth lanzó tal mirada a Algorind que éste interrumpió su protesta como si hubiese recibido una flecha directa al corazón. ¿Cómo era posible que el caballero estuviera diciendo aquello? Él mismo había entregado la chiquilla a sir Gareth mucho antes de la caída de la fortaleza y ya entonces había sido informado de que la chiquilla iba a ser conducida a un lugar secreto. Tal vez la habían trasladado a un lugar más seguro, acabó consolándose Algorind.
—Entonces, ¿cómo debemos proceder? —preguntó un caballero cuyo nombre Algorind desconocía, un hombre de mediana edad y un rostro excesivamente rubicundo.
—Este joven paladín tiene una misión que cumplir —sugirió Laharin haciendo un gesto de asentimiento en dirección a Algorind—. Es un joven muy capaz. La pérdida de su caballo es la primera falta que le he visto cometer en casi diez años de entrenamiento y de servicio. Dejemos que sea él quien encuentre a la mujer y el anillo que porta.
—Estoy de acuerdo —accedió sir Gareth con presteza—. Con vuestro permiso, hermanos, me gustaría prestar a Algorind un caballo de mis propios establos. Este asunto es demasiado importante para esperar a que consiga ganarse una nueva montura.
—Quizá no sea necesario —intervino otro caballero—. Ayer mismo fue devuelto a nuestro recinto un caballo blanco de gran tamaño. ¿Es posible que ese ladrón de caballos se arrepintiera de su fechoría?
—Me pasaré por los establos y comprobaré si ése es mi caballo, señor —repuso Algorind, agradecido—, pero no conozco a ese enano.
Con gran alivio por ser relevado de sus obligaciones y ansioso por ver si el caballo blanco era en realidad su perdido
Viento Helado
, Algorind pidió permiso para salir y dedicarse a su nueva misión.
El rostro severo de Laharin se suavizó mientras estudiaba el rostro de su antiguo estudiante.
—No, sin duda estarás cansado y necesitarás comida y descanso. Límpiate el polvo del camino y luego regresa a compartir el pan con tus hermanos. Lord Piergeiron ha consentido en quedarse a cenar con nosotros. Los escuderos te llevarán al albergue, donde podrás lavarte y cambiarte de ropa. Regresa con la máxima presteza.
Algorind no necesitó que se lo repitieran dos veces. Uno de los escuderos lo condujo hasta el albergue, donde se apresuró a quitarse el polvo del camino y ponerse ropa limpia. Nada podía hacer con los agujeros en las suelas de las botas, pero gracias a que el escudero las untó con grasa de ganso y les pasó un paño, al menos consiguió que se vieran lustrosas.
Se apresuró a regresar a la sala, adonde llegó en el preciso instante en que el sonido de los cuernos anunciaba la entrada de lord Piergeiron. Ocupó su asiento junto al Maestro Laharin y se levantó junto con sus compañeros para saludar al Señor de Aguas Profundas.
Piergeiron era un hombre de lo más impresionante, alto y bien formado. Tenía el pelo castaño muy espeso y apenas salpicado de gris, a pesar de que contaba ya más de sesenta años. Hizo un gracioso gesto de asentimiento ante los paladines reunidos en asamblea para rogarles que volvieran a ocupar sus asientos. Algorind percibió que su aspecto era de suma modestia y que no llevaba ninguno de los adornos que cabía esperar del dirigente de una ciudad tan decadente, pero es que era paladín, hijo de un paladín: el gran Azhar, el Brazo de Tyr, que en su tiempo había gozado de tanta fama como en la actualidad tenían personajes como Hronulf y sir Gareth.
Algorind se sintió humilde en presencia de hombres como aquéllos y agradeció que nadie lo obligase a relatar sus recientes infortunios. Además, durante la cena se debatieron pocos temas. Los hombres se limitaban a intercambiar información que habían recogido en las carreteras y compartían recuerdos con camaradas que no habían visto desde hacía tiempo. Fue un ágape de lo más cordial, atendido en todo momento por los escuderos.
Algorind veía trabajar a los muchachos y aprobaba su habilidad y su diligencia.
La voluntad de servicio era el objetivo y el placer de un paladín y todos aquellos jóvenes que aspiraban a ponerse al servicio de Tyr empezaban el camino que habían elegido de un modo similar. Se les encomendaban tareas menores y se les enseñaba a cumplirlas de modo alegre y con corrección. Había sido así con Algorind y con todos los hombres que conocía. No podía concebir mejor entrenamiento que aquél. Las historias de gloria y heroísmo atraían a muchos hombres jóvenes y a algunas jóvenes para optar por la carrera de paladín, pero era aquella etapa de servicio, prolongada, pesada y poco lustre, la que permitía elegir a aquellos cuya vocación era verdadera.
La comida fue inusualmente abundante para lo que los paladines estaban acostumbrados, con vino a raudales. Cada grupo de seis hombres disponía de unas fuentes con forma de barco y había tanta abundancia de vajillas finas que sólo a los paladines más jóvenes y a los escuderos de los caballeros se les habían repartido tajaderos. Algorind se sintió abrumado por la variedad de comida: había carne asada, pastel de anguilas, pichones rellenos de pinzones que a su vez se habían rellenado de hierbas aromáticas, filete de cerdo y también de venado, pescado y bollos diminutos y sabrosos. Incluso había dulces, una tarta rellena de crema y manzana seca. Algorind se dedicó a comer con moderación, para no caer en la glotonería, e intentando con todas sus fuerzas no juzgar demasiado a la ligera a aquellos que parecían menos dispuestos a atenerse a la norma.
Al final, se retiró la última bandeja y se sirvió vino dulce para concluir el ágape.
—Lord Piergeiron, tenemos un asunto grave que discutir con vos —empezó sir Gareth—. Necesitamos que nos ayudéis a encontrar a cierta joven, que creemos que puede haber robado un objeto sagrado para los Caballeros de Samular. Se llama Bronwyn. Es atractiva y de cabellos castaños, de baja estatura. Desearíamos saber más sobre ella y sobre sus socios.
El paladín se limpió las comisuras de los labios con la punta de una servilleta, como era de rigor en público, y se volvió hacia su caballero hermano.
—No conozco a esa mujer, pero haré averiguaciones. Tenéis mi palabra, como hijo de Azhar, que lo que descubra os lo haré saber.
La soledad era un raro placer y Danilo había procurado aprovecharlo. Había dedicado la tarde a estudiar en la privacidad de sus aposentos y había dado órdenes a Monroe, su competente mayordomo halfling, para que no admitiera ninguna visita. Por consiguiente, se sintió un poco irritado cuando su tenaz concentración se vio interrumpida por el golpeteo de unos nudillos en la puerta de su estudio.
—¿Sí? ¿Qué sucede? —preguntó, sin molestarse en alzar la vista de las runas arcanas que estudiaba.
—Lord Arunsun ha venido a verle, señor. ¿Lo hago pasar?
Entonces sí que levantó la vista del libro de hechizos, sorprendido por aquellas inesperadas palabras. Devolvió al halfling una taimada sonrisa.
—¿Se te ocurre otra posibilidad?
—Ninguna me acude a la mente, señor —repuso Monroe con una admirable falta de entonación. Hizo una reverencia y se apresuró a acompañar al huésped.
Danilo suspiró. Khelben no solía visitarlo en su casa porque se sentía incómodo por lo suntuoso del mobiliario, la multitud de instrumentos musicales que había a mano y los muchos bardos y amantes de la jarana que siempre parecían reunirse alrededor de la mesa o estar de cháchara en el salón. Aquella tarde Danilo estaba solo, excepto por la discreta presencia de su mayordomo y la media docena de sirvientes que tenía a sus órdenes. Había planeado aprenderse un nuevo hechizo. Se apresuró a abrir uno de los cajones y poner el libro fuera de la vista. Aunque todavía seguía los estudios de magia que su tío le había hecho empezar veinte años atrás, no había dejado en segundo plano su interés por el arte. No deseaba acrecentar en demasía las esperanzas del archimago.
—¡Tío! —saludó de buen grado mientras se levantaba para recibir a su visitante.
Dejó que el archimago entrara y fue en busca de la botella de vino élfico que había en su escritorio—. Si me hubieses dicho que venías, habría hecho preparar al cocinero alguno de esos guisos potentes que tanto te gustan.
—Ya he comido. —Khelben rechazó con un ademán la copa de vino y tomó asiento ante el escritorio de su sobrino. Echó un vistazo a la nueva alfombra calishita que cubría la mayor parte del pulido suelo de madera y cuyo tejido lucía unos vividos tonos rojos y crema, pero por una vez no hizo ningún comentario sobre aquella última extravagancia—. ¿Te has enterado de la reciente afluencia de paladines a la ciudad?
«Así que era eso», pensó Danilo. No cabía duda de que Khelben estaba preocupado por la posible conexión con Bronwyn, y había venido a escuchar el informe y dar su consejo..., consejo que con toda seguridad Danilo no desearía seguir.
—Los rumores corren —admitió Danilo a la ligera. De repente, dejó que desapareciera de su rostro la máscara de fingida alegría y se retrepó en su silla. Había momentos en los que Danilo lamentaba el papel cada vez más importante que desempeñaba en las actividades de los Arpistas. Su existencia era mucho más agradable cuando la única vida que podía poner en peligro o de la que tenía que responder era la suya propia. Tomar decisiones que podían acarrear graves consecuencias para amigos como Bronwyn, y para otros jóvenes agentes Arpistas y mensajeros que tenía bajo su dirección, era una pesada responsabilidad—. La presencia de tantos paladines en la ciudad me preocupa —admitió—, y me ha dado motivos para reconsiderar mi creencia de que no puede augurar nada bueno.
—Por una vez, estamos de acuerdo. —Pareció que Khelben iba a añadir algo más, pero había en sus gestos un cierto aire de vacilación poco habitual que no hizo más que incrementar la sensación de incomodidad de Danilo. El joven apartó de su pensamiento el comentario jocoso que había acudido a su mente. Era un momento para hablar con palabras directas.