El barón rampante (23 page)

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Authors: Italo Calvino

BOOK: El barón rampante
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Con este alterno palpitar Cósimo la veía moverse entre la servidumbre, haciendo trasladar divanes, clavicordios, rinconeras, y después pasar aprisa al jardín y volver a montar al caballo, seguida por la cuadrilla de los que esperaban todavía órdenes, y ahora se dirigía a los jardineros, explicándoles cómo debían reformar los parterres incultos, y volver a colocar en las alamedas la grava que se había llevado la lluvia, y volver a poner las sillas de mimbre, el columpio...

Señaló, con amplios ademanes, la rama de la que el columpio había colgado antaño y donde tenía que ser colgado de nuevo ahora, y lo largas que tenían que ser las cuerdas, y la amplitud del recorrido, y mientras así hablaba con ademanes y la mirada llegó a la magnolia en la que Cósimo se le había aparecido una vez. Y sobre la magnolia, de nuevo, lo vio.

Quedó sorprendida. Mucho. Que no se diga. Desde luego se recobró enseguida y se hizo la suficiente, como era costumbre en ella, pero de momento quedó muy sorprendida y le rieron los ojos y la boca y un diente que tenía como cuando era niña.

—¡Tú! —y luego, buscando el tono de quien habla de algo natural, pero sin conseguir ocultar su complacido interés—: ¡Ah! ¿De modo que te has quedado ahí desde entonces sin bajar nunca?

Cósimo consiguió transformar aquella voz que le quería salir como un grito de gorrión en un:

—Sí, soy yo, Viola, ¿te acuerdas?

—Nunca, ¿nunca has puesto el pie en el suelo?

—Nunca.

Y ella, como si ya se hubiese confiado demasiado:

—Ah, ¿ves cómo lo has conseguido? No era pues tan difícil.

—Esperaba tu regreso...

—Muy bien. Eh, vosotros, ¿adónde lleváis esa cortina? ¡Dejadlo todo aquí que lo vea yo! Volvió a mirarlo. Cósimo ese día iba vestido de caza: hirsuto, con el gorro de gato, con la escopeta—. ¡Pareces Robinsón!

—¿Lo has leído? —dijo él enseguida, para mostrarse al corriente.

Viola ya se había vuelto:

—¡Cayetano! ¡Ampelio! ¡Las hojas secas! ¡Está lleno de hojas secas!

Y a él:

—Dentro de una hora, al fondo del parque. Espérame. —Y corrió a dar órdenes, a caballo.

Cósimo se arrojó a la espesura; habría querido que fuese mil veces más espesa, un alud de hojas y ramas y espinos y madreselvas y culantrillos para ahondar y hundirse en ellos, y sólo después de haberse sumergido del todo empezar a entender si era feliz o estaba loco de miedo.

Sobre el gran árbol del fondo del parque, con las rodillas apretadas a la rama, miraba la hora en una patata que había sido de su abuelo materno el general Von Kurtewitz, y se decía: no vendrá. En cambio doña Viola llegó casi puntual, a caballo; lo detuvo bajo el árbol, sin mirar hacia arriba; no llevaba el sombrero, ni la falda de amazona; la blusa blanca con encajes sobre la falda negra era casi monacal. Alzándose sobre los estribos tendió una mano hasta él, en la rama; él la ayudó; ella, subiendo a la silla, alcanzó la rama, luego, siempre sin mirarlo, trepó rápida, buscó una horqueta cómoda, se sentó. Cósimo se acurrucó a sus pies, y no podía comenzar sino así:

—¿Has regresado?

Viola lo miró irónica. Era tan rubia como de niña.

—¿Cómo lo sabes? —dijo. Y él, sin entender la broma:

—Te he visto en aquel prado del coto del Duque...

—El coto es mío. ¡Que se llene de ortigas! ¿Lo sabes todo? ¿De mí, digo?

—No... He sabido sólo que ahora eres viuda...

—Es verdad, soy viuda —y se dio un golpe a la falda negra, desplegándola, y empezó a hablar atropelladamente—: Tú no sabes nunca nada. Te estás ahí sobre los árboles todo el día metiendo la nariz en los asuntos de los demás, y luego no sabes nada. Me casé con el viejo Tolemaico porque me obligaron los míos, sí, me obligaron. Decían que iba coqueteando y que no podía estar sin un marido. Durante un año he sido duquesa de Tolemaico, y ha sido el año más aburrido de mi vida, aunque con el viejo no he vivido ni una semana. No volveré a poner nunca el pie en ninguno de sus castillos y ruinas y ratoneras, ¡que se llenen de serpientes! De ahora en adelante viviré aquí, donde vivía de niña. Me quedaré hasta que me dé la gana, se entiende, luego me iré: soy viuda y puedo hacer lo que quiera, finalmente. Siempre he hecho lo que he querido, en realidad: incluso me casé con Tolemaico porque me vino en gana, no es verdad que me hayan obligado a casarme con él, querían que me casara a toda costa y entonces escogí al pretendiente más decrépito que existía. «Así me quedaré viuda antes», dije, y de hecho ahora lo estoy.

Cósimo estaba allí medio aturdido bajo aquel alud de noticias y afirmaciones perentorias, y Viola estaba más lejos que nunca: coqueta, viuda y duquesa, formaba parte de un mundo inalcanzable, y todo lo que supo decir fue:

—¿Y con quién era que coqueteabas tanto? Y ella:

—¡Vaya! Estás celoso. Mira que no voy a permitirte nunca que estés celoso.

Cósimo tuvo un arrebato de celoso incitado a pelear, pero luego enseguida pensó: «¿Cómo? ¿Celoso? Pero ¿por qué admite que yo pueda estar celoso de ella? ¿Por qué dice:
“no voy a permitirte nunca”?
Es como decir que piensa que nosotros...»

Entonces, ruborizado, conmovido, tenía ganas de decirle, de pedirle, de sentir, en cambio fue ella que le preguntó, seca:

—Dime ahora tú: ¿qué has hecho?

—Oh, he hecho tantas cosas —empezó a decir él—, he ido de caza, incluso jabalíes, pero sobre todo zorros, liebres, garduñas, y también, se entiende, tordos y mirlos; luego los piratas, vinieron los piratas turcos, hubo una gran batalla, mi tío murió; y he leído muchos libros, para mí y para un amigo mío, un bandido que ahorcaron; y tengo toda la Enciclopedia de Diderot e incluso le escribí y me contestó, desde París; y he hecho muchos trabajos, he podado, he salvado un bosque de los incendios...

—...¿Y me amarás siempre, absolutamente, por encima de todo, y harías cualquier cosa por mí? Ante esta salida de ella, Cósimo, pasmado, dijo:

—Sí...

—Eres un hombre que ha vivido en los árboles sólo por mí, para aprender a amarme...

—Sí... Sí...

—Bésame.

La apretó contra el tronco, la besó. Alzando el rostro se dio cuenta de la belleza de ella, como si no la hubiese visto antes.

—Oye: qué hermosa eres...

—Para ti —y se desabrochó la blusa blanca. El pecho era joven y con los botones rosados, Cósimo apenas llegó a rozarlo, Viola se escabulló por las ramas que parecía que volase, él trepaba detrás y tenía en el rostro aquella falda.

—Pero ¿adonde me estás llevando? —decía Viola como si fuese él quien la conducía, no ella que lo arrastraba detrás suyo.

—Por aquí —dijo Cósimo, y empezó él a guiarla, y a cada salto la cogía de la mano o de la cintura y le enseñaba los pasos.

—Por aquí —e iban por unos olivos que sobresalían de un empinado repecho, y desde la cima de uno de ellos el mar, que hasta entonces divisaban sólo fragmento a fragmento entre hojas y ramas, como desmenuzado, ahora, de repente, lo descubrieron límpido y en calma y vasto como el cielo. El horizonte se abría ancho y alto y el azul era tenso y despejado sin una vela y se contaban en él las crestas insinuadas apenas de las olas. Sólo un levísimo torbellino, como un suspiro, corría entre las piedras de la orilla.

Con los ojos medio deslumbrados, Cósimo y Viola bajaron de nuevo a la sombra verde oscura del follaje.

—Por aquí.

En un nogal, en el tronco, había una cavidad en forma de concha, la herida de un viejo trabajo de hacha, y allí estaba uno de los refugios de Cósimo. Había extendida una piel de jabalí, y puestos alrededor una botella, algunos utensilios, una escudilla. Viola se lanzó sobre la piel de jabalí.

—¿Has traído aquí a otras mujeres? Él vaciló. Y Viola:

—Si no las has traído es que no eres hombre.

—Sí... Alguna...

Recibió una bofetada a la cara de lleno.

—¿Así me esperabas?

Cósimo se pasaba la mano por la mejilla roja y no sabía qué decir; pero ella ya parecía de nuevo bien dispuesta:

—¿Y cómo eran? Dime, ¿cómo eran?

—No como tú, Viola, no como tú...

—¿Qué sabes tú de cómo soy yo, eh, qué sabes?

Se había vuelto dulce, y Cósimo ante estos cambios repentinos no dejaba de asombrarse. Se le acercó. Viola era de oro y miel.

—Dime...

—Dime...

Se conocieron. Él la conoció a ella y a sí mismo, porque en realidad no se había conocido nunca. Y ella lo conoció a él y a sí misma, porque aun habiéndose conocido siempre, nunca se había podido reconocer así.

XXII

El primer peregrinaje fue a aquel árbol que en una incisión profunda de la corteza, tan vieja y deformada que ya no parecía obra de una mano humana, podía verse escrito, con grandes letras: Cósimo, Viola, y —más abajo— Óptimo Máximo.

—¿Aquí arriba? ¿Quién ha sido? ¿Cuándo?

—Yo: entonces.

Viola estaba conmovida.

—¿Y esto qué quiere decir? —e indicaba las palabras: Óptimo Máximo.

—Mi perro. O sea, el tuyo. El pachón.

—¿Turcaret?

—Óptimo Máximo, le puse este nombre.

—¡Turcaret! Cuánto lloré cuando al marcharme me di cuenta de que no lo habían cargado en la carroza... Oh, no me importaba no verte a ti, ¡pero estaba desesperada por no tener ya al pachón!

—¡De no ser por él no te habría encontrado! Fue él quien olió en el viento que estabas cerca, y no estuvo tranquilo hasta que te encontró...

Lo reconocí enseguida, en cuanto lo vi llegar al pabellón, todo jadeante... Los otros decían: «¿Y éste de dónde ha salido?» Yo me incliné a observarlo, el color, las manchas. «¡Pero si es Turcaret! ¡El pachón que tenía de niña en Ombrosa!»

Cósimo reía. Ella de improviso torció la nariz.

—Óptimo Máximo... ¡Qué nombre más feo! ¿De dónde sacas nombres tan feos? —Y Cósimo se ensombreció.

Para Óptimo Máximo, en cambio, la felicidad no tenía sombras. Su viejo corazón dividido entre dos dueños estaba finalmente en paz, después de haberse cansado días y días a fin de atraer a la marquesa hacia los límites del coto, al fresno donde estaba apostado Cósimo. Le había tirado de la falda, o se le había escapado llevándose un objeto, corriendo hacia el prado para que lo siguiera, y ella: «Pero ¿qué quieres? ¿Adónde me llevas? ¡Turcaret! ¡Estate quieto! ¡Pero qué perro más molesto he vuelto a encontrar!» Pero la vista del pachón ya había removido en su memoria los recuerdos de la infancia, la nostalgia de Ombrosa. Y enseguida había preparado el traslado del pabellón ducal para regresar a la vieja Villa de las plantas raras.

Viola había vuelto. Para Cósimo había empezado la época más hermosa, y también para ella, que recorría los campos en su caballo blanco y apenas divisaba al barón entre frondas y cielo se levantaba de la silla, trepaba por los troncos oblicuos y las ramas, pronto casi tan diestra como él, y lo alcanzaba en todas partes.

—Oh, Viola, ya no sé, treparía no sé dónde...

—A mí —decía Viola, bajito, y él se ponía como loco.

El amor era para ella un ejercicio heroico: el placer se mezclaba con pruebas de osadía y generosidad y entrega y tensión de todas las facultades de ánimo. El mundo de ellos eran los árboles, los más intrincados y retorcidos e inaccesibles.

—¡Allí! —exclamaba indicando una alta ahorcadura de ramas, y juntos se lanzaban a alcanzarla y empezaba entre ellos una competición de acrobacias que culminaba en nuevos abrazos. Se amaban suspendidos en el vacío, apoyándose o enganchándose en las ramas, ella tirándose sobre él casi volando.

La obstinación amorosa de Viola se encontraba con la de Cósimo, y a veces chocaba con ella. Cósimo huía de dilaciones, blanduras, perversidades refinadas; nada que no fuese el amor natural le gustaba. Las virtudes republicanas estaban en el aire; se preparaban épocas severas y licenciosas al mismo tiempo. Cósimo, amante insaciable, era un estoico, un asceta, un puritano. En busca siempre de la felicidad amorosa, seguía siendo, sin embargo, enemigo de la voluptuosidad. Llegaba a desconfiar del beso, de la caricia, del halago verbal, de todo lo que ofuscase o pretendiese sustituir la salud de la naturaleza. Era Viola, quien le había descubierto la plenitud; y con ella jamás conoció la tristeza después del amor, predicada por los teólogos; más aún, sobre este tema escribió una carta filosófica a Rousseau que, quizá turbado, no contestó.

Pero Viola era también mujer refinada, caprichosa, viciada, de sangre y alma católicas. El amor de Cósimo le colmaba los sentidos, pero dejaba insatisfechas las fantasías. De ahí, roces y recelosos resentimientos. Pero duraban poco, por lo variado de su vida y del mundo que les rodeaba.

Cansados, buscaban sus refugios escondidos en los árboles de copa más tupida: hamacas que envolvían sus cuerpos como una hoja abarquillada, o pabellones colgantes, con cortinajes que volaban al viento, o yacijas de plumas. En estas disposiciones se desplegaba el genio de doña Viola: dondequiera que se encontrase la marquesa tenía el don de crear en torno suyo bienestar, lujo y una compleja comodidad; compleja a la vista, pero que ella obtenía con milagrosa facilidad, porque cualquier cosa que ella quisiera tenía que verla inmediatamente realizada a toda costa.

Sobre estas alcobas aéreas se ponían a cantar los petirrojos y entre las cortinas entraban mariposas reales en pareja, persiguiéndose. En las tardes de verano, cuando el sueño asaltaba a los dos amantes juntos, entraba una ardilla, buscando algo para roer, y acariciaba sus rostros con la cola plumosa, o les mordía un pulgar. Cerraron con más cuidado las cortinas, entonces: pero una familia de lirones se puso a roer el techo del pabellón y les cayó encima.

Era la época en que iban descubriéndose, contándose sus vidas, interrogándose.

—¿Y te sentías solo?

—Me faltabas tú.

—Pero ¿solo respecto al resto del mundo?

—No. ¿Por qué? Tenía siempre algo que hacer con otra gente: he cogido fruta, he podado, he estudiado filosofía con el abate, me he peleado con los piratas. ¿No les ocurre lo mismo a todos?

—Sólo tú eres así, por eso te amo.

Pero el barón todavía no había entendido bien qué era lo que Viola aceptaba de él y qué no. A veces bastaba una nadería, una palabra o un acento de él para hacer saltar la ira de la marquesa.

Por ejemplo él.

—Con Gian dei Brughi leía novelas, con el caballero hacía proyectos hidráulicos...

—¿Y conmigo?

—Contigo hago el amor. Como la poda, la fruta...

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