El barón rampante (27 page)

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Authors: Italo Calvino

BOOK: El barón rampante
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XXV

No sé si por esa época ya se había fundado en Ombrosa una Logia de Francmasones; fui iniciado a la masonería mucho más tarde, después de la primera campaña napoleónica, junto con gran parte de la burguesía pudiente y de la pequeña nobleza de nuestras tierras, y no podría decir, por lo tanto, cuáles fueron las primeras relaciones de mi hermano con la Logia. A este propósito citaré un episodio ocurrido más o menos en los tiempos de los que estoy hablando, y que varios testimonios confirmarían como verdadero.

Llegaron un día a Ombrosa dos españoles, viajeros de paso. Se fueron a casa de un tal Bartolomeo Cavagna, pastelero, conocido como fracmasón. Parece que se presentaron como hermanos de la Logia de Madrid, de modo que él los llevó por la noche a asistir a una junta de la masonería de Ombrosa, que entonces se reunía a la luz de antorchas y cirios en un claro en medio del bosque. De todo esto se tienen noticias sólo por rumores y suposiciones: lo que es cierto es que al día siguiente los dos españoles, en cuanto salieron de donde se hospedaban, fueron seguidos por Cósimo de Rondó, que sin ser visto los vigilaba desde lo alto de los árboles.

Los dos viajeros entraron en el patio de una posada extramuros. Cósimo se apostó sobre una glicina. En una mesa había un cliente que los esperaba; no se le veía el rostro, encubierto por un sombrero negro de anchas alas. Aquellas tres cabezas, o mejor, aquellos tres sombreros, convergieron sobre el cuadrado blanco del mantel; y tras haber confabulado un poco, las manos del desconocido se pusieron a escribir en un papel alargado algo que los otros dos le dictaban y que, por el orden en que colocaba las palabras una bajo otra, se habría dicho una lista de nombres.

—¡Buenos días, señores! —dijo Cósimo. Los tres sombreros se movieron dejando aparecer tres rostros con los ojos más que abiertos hacia el hombre de la glicina. Pero uno de los tres, el de las anchas alas, volvió a bajar la cabeza enseguida, hasta el punto de tocar la mesa con la punta de la nariz. Mi hermano había tenido tiempo de entrever una fisonomía que no le parecía desconocida.


¡Buenos días a usted!
—dijeron los dos—. Pero ¿es costumbre del lugar presentarse a los forasteros bajando del cielo como un pichón? ¡Espero que queráis descender de inmediato a explicárnoslo!

—Quien está en lo alto está bien a la vista por todas partes —dijo el barón—, mientras que hay quien se arrastra para esconder el rostro.

—Sabed que ninguno de nosotros está obligado a mostraros el rostro,
señor,
más de lo que está obligado a mostraros el trasero.

—Sé que para cierta clase de personas es un punto de honor tener la cara en la sombra.

—¿Qué personas son ésas?

—¡Los espías, por ejemplo!

Los dos compadres quedaron azorados. El inclinado permaneció inmóvil, pero por primera vez se oyó su voz:

—O, por decir otras, los miembros de sociedades secretas... —soltó, lentamente.

Esta intervención podía interpretarse de varios modos. Cósimo lo pensó y luego lo dijo en voz alta:

—Lo que usted ha dicho, señor, puede interpretarse de varios modos. ¿Decís «miembros de sociedades secretas» insinuando que lo sea yo, insinuando que lo seáis vos, que lo seamos ambos, que no lo seamos ni vos ni yo sino otros, o porque, sea como fuere, puede servir para ver lo que digo yo después?


¿Cómo, cómo, cómo?
—dijo desorientado el hombre del sombrero de anchas alas, y en aquella desorientación, olvidándose de que debía mantener la cabeza gacha, la alzó hasta mirar a Cósimo a los ojos. Cósimo lo reconoció: ¡era don Sulpicio, el jesuita enemigo suyo de los tiempos de Olivabassa!

—¡Ah! ¡No me había engañado! ¡Abajo la máscara, reverendo padre! —exclamó el barón.

—¡Vos! ¡Estaba seguro! —dijo el español, y se quitó el sombrero, descubriendo la coronilla—. Don Sulpicio de Guadalete,
superior de la Compañía de Jesús.

—¡Cósimo de Rondó, Masón Franco y Aceptado! También los otros dos españoles se presentaron con una leve inclinación.

—¡Don Calixto!

—¡Don Fulgencio!

—¿Jesuitas también los señores?


¡Nosotros también!

—Pero ¿vuestra orden no ha sido disuelta recientemente por el Papa?

—¡No para dar tregua a los libertinos y herejes de vuestra calaña! —dijo don Sulpicio, desenvainando la espada.

Eran jesuitas españoles que tras la disolución de la Orden se habían echado al campo, tratando de formar una milicia armada en todas las provincias, para combatir las ideas nuevas y el teísmo.

También Cósimo había desenvainado la espada. Alrededor, se había agolpado bastante gente.

—Tened la bondad de bajar, si queréis batiros
caballerosamente
—dijo el español.

Más allá había un bosque de nogales. Era la época del vareo y los campesinos habían colgado sábanas de un árbol a otro, para recoger las nueces que vareaban. Cósimo corrió a un nogal, saltó a la sábana, y allí se quedó erguido, frenando los pies que le resbalaban por la tela en aquella especie de gran hamaca.

—¡Subid vos un par de palmos, don Sulpicio, que yo ya he bajado más de lo que acostumbro! —y desenvainó también él la espada.

El español saltó él también a la sábana tensa. Era difícil mantenerse erguidos, porque la sábana tendía a cerrarse como un saco en torno a sus cuerpos, pero los dos contendientes estaban tan ensañados que consiguieron cruzar los aceros.

—¡Por la mayor gloria de Dios!

—¡Por la Gloria del Gran Arquitecto del Universo! Y se lanzaban estocadas.

—Antes de que os hunda esta hoja en el píloro —dijo Cósimo—, dadme noticias de la
señorita
Úrsula.

—¡Ha muerto en un convento!

Cósimo se turbó con la noticia (aunque yo pienso que era inventada) y el ex jesuita lo aprovechó para un golpe bajo. De una estocada alcanzó uno de los picos que atados a las ramas de los nogales sostenían la sábana por el lado de Cósimo, y lo cortó. Cósimo habría caído, sin duda, si no se hubiese apresurado a lanzarse a la sábana por el lado de don Sulpicio y a agarrarse a un borde. Con el salto, su espada arrolló la guardia del español y se le clavó en el vientre. Don Sulpicio se abandonó, resbaló por la sábana inclinada hacia la parte donde había cortado el pico, y cayó al suelo. Cósimo trepó al nogal. Los otros dos ex jesuitas levantaron el cuerpo de su compañero herido o muerto (nunca se supo bien), escaparon y no volvieron a dejarse ver jamás.

La gente acudió a la sábana ensangrentada. Desde ese día mi hermano tuvo fama general de francmasón.

El secreto de la sociedad no me permitió saber más. Cuando yo entré a formar parte de ella, como he dicho, oí hablar de Cósimo como de un viejo hermano cuyas relaciones con la Logia no estaban muy claras, y unos lo tenían por «durmiente», otros por un hereje pasado a otro rito, otros incluso por un apóstata; pero siempre con gran respeto por su actividad pasada. No excluyo siquiera que aquel legendario maestro de grado Treintaitrés, a quien se atribuía la fundación de la Logia de Ombrosa, haya podido ser él, y por otra parte la descripción de los primeros ritos que en ella se celebraron refleja la influencia del barón: baste con decir que los neófitos habían de ser vendados, se les hacía subir a lo alto de un árbol y se los bajaba colgados de cuerdas.

Es verdad que entre nosotros las primeras reuniones de los francmasones se desarrollaban de noche y en medio de los bosques. La presencia de Cósimo, pues, estaría más que justificada, tanto en el caso de que hubiese sido él quien recibió de sus corresponsales extranjeros los opúsculos con las Constituciones masónicas y quien fundó aquí la Logia, como en el caso de que hubiese sido algún otro, probablemente después de haber sido iniciado en Francia o Inglaterra, el que introdujo los ritos también en Ombrosa. Quizá es posible que la masonería existiera aquí desde hacía tiempo, sin saberlo Cósimo, y que él casualmente una noche, al moverse por entre los árboles del bosque, descubriera en un claro una reunión de hombres con extraños paramentos y utensilios, a la luz de candelabros, se detuviera allá arriba a escuchar, y luego interviniera provocando un barullo con alguna salida desconcertante, como por ejemplo: «¡Si construyes un muro, piensa en lo que queda fuera!» (frase que le oí repetir a menudo), u otra de las suyas, y los masones, reconociendo su elevada sabiduría, lo hicieron entrar en la Logia, con cargos especiales, y aportándoles un gran número de nuevos ritos y símbolos.

El caso es que durante todo el tiempo que mi hermano tuvo que ver con ella, la masonería al aire libre (como la llamaré para distinguirla de la que se reunirá después en un edificio cerrado) tuvo un ritual mucho más rico, en el que entraban lechuzas, telescopios, piñas, bombas hidráulicas, hongos, diablillos de Descartes, telas de araña, tablas pitagóricas. También había cierto alarde de calaveras, pero no sólo humanas, sino también cráneos de vacas, lobos y águilas. Semejantes objetos y otros aún, entre ellos las paletas, las escuadras y los compases de la normal liturgia masónica, se hallaban por esa época colgados de las ramas en extravagantes disposiciones, y se atribuían a la locura del barón. Sólo unas pocas personas daban a entender que ahora estos jeroglíficos tenían un significado más serio; pero, por lo demás, nunca se ha podido trazar una separación clara entre los signos de antes y los de después, ni excluir que desde el principio fuesen signos esotéricos de alguna sociedad secreta.

Porque Cósimo ya mucho tiempo antes que a la masonería estaba afiliado a varias asociaciones gremiales o hermandades de oficios, como la de San Crispín, o de los Zapateros, o la de los Virtuosos Toneleros, los Justos Armeros o los Sombrereros Concienzudos. Al hacerse él mismo casi todas las cosas que necesitaba, conocía las artes más diversas, y podía jactarse como miembro de muchas corporaciones, que por su parte estaban muy contentas con tener un miembro de noble familia, singular ingenio y probado desinterés.

Como esta pasión que Cósimo siempre demostró por la vida asociada se conciliaba con su perpetua huida del consorcio civil, es algo que nunca he entendido bien, y sigue siendo una de las no menores singularidades de su carácter. Se diría que él, cuanto más decidido estaba a ocultarse entre las ramas, más sentía la necesidad de crear nuevas relaciones con el género humano. Pero aunque de vez en cuando se lanzase, en cuerpo y alma, a organizar una nueva sociedad, estableciendo meticulosamente los estatutos, las finalidades, la elección de los hombres más adecuados para cada cargo, nunca sus compañeros sabían hasta qué punto podían contar con él, cuándo y dónde podían encontrarlo, y cuándo se vería ganado repentinamente por su naturaleza de pájaro y no se dejaría atrapar más. Quizá, si es que se quiere reducir a un único impulso estas actitudes contradictorias, haya que pensar que él era igualmente enemigo de todo tipo de convivencia humana vigente en sus tiempos, y que por eso huía de todos, y se afanaba con obstinación por experimentar otros nuevos: pero ninguno de ellos le parecía justo y suficientemente distinto de los otros; de ahí sus continuos paréntesis de esquivez absoluta.

Era una idea de sociedad universal, lo que tenía en mente. Y todas las veces que se dedicó a asociar personas, ya fuera para fines concretos como la guardia contra los incendios o la defensa de los lobos, o en hermandades de oficios como los Perfectos Afiladores o los Ilustrados Curtidores de Pieles, como conseguía siempre hacerlas reunir en el bosque, de noche, en torno a un árbol, desde el que él predicaba, se derivaba siempre de ello un aire de conjura, de secta, de herejía, y en esa atmósfera también los discursos pasaban fácilmente de lo particular a lo general, y de las simples reglas de un oficio manual se pasaba como si nada al proyecto de instaurar una república mundial de iguales, libres y justos.

En la masonería, pues, Cósimo no hacía más que repetir aquello que ya había hecho en las otras sociedades secretas o semisecretas en las que había participado. Y cuando un tal lord Liverpuck, enviado por la Gran Logia de Londres a visitar a los hermanos del continente, llegó a Ombrosa mientras era maestro mi hermano, quedó tan escandalizado de su escasa ortodoxia que escribió a Londres que esta de Ombrosa debía ser una nueva masonería de rito escocés, pagada por los Estuardo para hacer propaganda contra el trono de los Hannover, por la restauración jacobita.

Después de eso se produjo el hecho que he contado, de los dos viajeros españoles que se presentaron como masones a Bartolomeo Cavagna. Invitados a una reunión de la Logia, ellos lo encontraron todo muy normal, incluso, dijeron que era justamente igual que en el Oriente de Madrid. Esto fue lo que infundió sospechas a Cósimo, que sabía la parte de aquel ritual que era invención suya; y por esto siguió las huellas de los espías y los desenmascaró y triunfó sobre su viejo enemigo don Sulpicio.

De todas formas, a mí me parece que estos cambios de liturgia eran una necesidad suya personal, porque considerándolo bien habría podido tomar los símbolos de todos los oficios salvo los del albañil, él que casas de albañilería nunca las había querido construir ni habitar.

XXVI

Ombrosa era también tierra de viñas. No lo he puesto nunca de relieve porque siguiendo a Cósimo he debido mantenerme siempre en las plantas altas. Pero había vastas pendientes de viñedos, y en agosto, bajo el follaje de las hileras, las uvas rojas se hinchaban en racimos de un zumo denso ya de color de vino. Algunas viñas formaban emparrados; lo digo también porque Cósimo al envejecer se había vuelto tan pequeño y ligero y había aprendido tan bien el arte de caminar sin peso que las pequeñas vigas de los emparrados lo sostenían. Podía pues pasar sobre las viñas, y andando así, y ayudándose con los frutales de alrededor, y sosteniéndose en los palos llamados
scarasse,
podía realizar muchos trabajos como la poda, en invierno, cuando las vides son desnudos sarmientos en torno al alambre, o aclarar el exceso de hojas en verano, o buscar insectos, y luego, en setiembre, la vendimia.

Para la vendimia venían como jornaleros a las viñas toda la gente de Ombrosa, y entre el verde de las hileras no se veían más que faldas de colores vivos y gorros con borla. Los arrieros cargaban canastos llenos en las albardas y los vaciaban en los lagares; otros se los llevaban los distintos recaudadores que venían con cuadrillas de esbirros a controlar los tributos para los nobles del lugar, para el Gobierno de la República de Génova, para el clero y otros diezmos. Cada año se originaba alguna pelea. Las cuestiones de las partes de la cosecha que había que distribuir a diestro y siniestro fueron las que provocaron mayores protestas en los «cuadernos de quejas», cuando hubo la revolución en Francia. En estos cuadernos se pusieron a escribir también en Ombrosa, sólo por probar, aunque aquí no servía de nada. Había sido una de las ideas de Cósimo, el cual por esa época ya no tenía ganas de ir a las reuniones de la Logia para discutir con aquellos cuatro borrachines masones. Estaba en los árboles de la plaza y se le acercaba la gente del litoral y del campo para que le explicase las noticias, porque él recibía las gacetas por el correo, y además tenía ciertos amigos suyos que le escribían, entre los cuales el astrónomo Bailly, a quien más tarde hicieron
maire
de París, y otros de los clubs. A cada momento había una nueva: Necker y el juego de pelota, y la Bastilla, y Lafayette con su caballo blanco, y el rey Luis disfrazado de lacayo. Cósimo lo explicaba y recitaba todo saltando de una rama a otra, y en una rama hacía de Mirabeau en la tribuna, sobre otra de Marat en los Jacobinos, en otra más de rey Luis en Versailles poniéndose el gorro frigio para contentar a las comadres llegadas a pie desde París.

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