El barón rampante (20 page)

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Authors: Italo Calvino

BOOK: El barón rampante
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La pura pasión de las innovaciones técnicas, en suma, no era suficiente para salvarlo del respeto a las normas vigentes; se precisaban las ideas. Cósimo escribió al librero Orbecche para que desde Ombrosa le remitiese por el correo a Olivabassa los volúmenes llegados entretanto. De este modo pudo hacerle leer a Úrsula
Pablo y Virginia
y
La Nueva Eloísa.

Los exiliados celebraban a menudo reuniones en una gran encina, parlamentos en los que se redactaban cartas al soberano. Estas cartas, en principio, tenían que ser siempre de indignada protesta y de amenaza, casi de ultimátum; pero en cierto momento, uno u otro de ellos proponía fórmulas más blandas, más respetuosas, y así se acababa en una súplica en la que se prosternaban humildemente a los pies de las graciosas majestades implorando el perdón.

Entonces se levantaba el Conde. Todos enmudecían. El conde, mirando hacia lo alto, empezaba a hablar, con voz baja y vibrante, y decía todo lo que tenía dentro. Cuando se volvía a sentar, los demás se quedaban serios y mudos. Nadie aludía más a la súplica.

Cósimo formaba ya parte de la comunidad e intervenía en los parlamentos. Y allí, con ingenuo fervor juvenil, explicaba las ideas de los filósofos, y los desafueros de los soberanos, y cómo los estados podían ser guiados según la razón y la justicia. Pero entre todos, los únicos que podían prestarle oídos eran el conde, que porque era viejo se devanaba siempre los sesos en busca de un modo de entender y resistir, Úrsula, que había leído algún libro, y un par de muchachas algo más despiertas que las demás. El resto de la colonia eran de cabeza dura como una suela, se diría que podían clavarse clavos en ella.

En fin, este conde, en vez de estar siempre, dale que dale, contemplando el paisaje, comenzó a querer leer libros. Rousseau le resultó un poco ingrato; Montesquieu, en cambio, le gustaba: ya era un paso. Los otros hidalgos, nada, aunque alguno a escondidas del padre Sulpicio le pedía prestada a Cósimo
La Doncella
para dedicarse a leer las páginas atrevidas. Así, con el conde que cavilaba sobre aquellas nuevas ideas, las reuniones en la encina tomaron otro cariz: ya se hablaba de ir a España a hacer la revolución.

El padre Sulpicio al principio no olfateó el peligro. Él ya no era de por sí muy agudo, y, alejado de toda la jerarquía de sus superiores, no estaba al día con respecto a los venenos de las conciencias. Pero en cuanto pudo volver a ordenar las ideas (o en cuanto, dicen otros, recibió unas cartas con los sellos episcopales), empezó a decir que el demonio se había introducido en aquella comunidad y que era de esperar una lluvia de rayos, que redujera a cenizas los árboles con todos ellos encima.

Una noche, Cósimo fue despertado por un lamento. Acudió con una linterna y en el olmo del conde vio al viejo atado al tronco y al jesuita que apretaba los nudos.

—¡Alto ahí, padre! ¿Qué es esto?

—¡El brazo de la Santa Inquisición, hijo! Ahora le toca a este desdichado viejo, para que confiese la herejía y escupa al demonio. ¡Después te tocará a ti!

Cósimo sacó la espada y cortó las cuerdas.

—¡Cuidado, padre! ¡Hay también otros brazos, que observan la razón y la justicia!

El jesuita de la capa sacó una espada desenvainada.

—¡Barón de Rondó, vuestra familia tiene desde hace tiempo una cuenta pendiente con mi Orden!

—¡Tenía razón mi difunto padre! —exclamó Cósimo cruzando su acero—. ¡La compañía no perdona!

Se batieron en equilibrio sobre las ramas. Don Sulpicio era un esgrimista excelente, y varias veces mi hermano se encontró en un apuro. Estaban en el tercer asalto cuando el conde, reanimado, se puso a gritar. Se despertaron los demás exiliados, acudieron, se interpusieron entre los duelistas. Sulpicio hizo desaparecer enseguida su espada, y como si nada ocurriera se puso a recomendarles calma.

Silenciar un hecho tan grave habría sido impensable en cualquier otra comunidad, pero no en aquélla, con el deseo que tenían de reducir al mínimo todos los pensamientos que asomaban por sus cabezas. Así don Federico intervino con sus buenos oficios y se llegó a una especie de conciliación entre don Sulpicio y el conde, que lo dejaba todo como antes.

Cósimo, ciertamente, tenía que ir con cautela, y cuando andaba por los árboles con Úrsula temía siempre verse espiado por el jesuita. Sabía que éste andaba sembrando cizaña para que don Federico no dejase salir con él a la muchacha. Aquellas nobles familias, en verdad, estaban educadas con costumbres muy cerradas; pero allí se vivía sobre los árboles, en exilio, no se fijaban tanto en muchas cosas. Cósimo les parecía un buen muchacho, con título, y sabía hacerse útil, se quedaba allí con ellos sin que nadie se lo hubiese impuesto; y si también comprendían que entre él y Úrsula debía existir algo amoroso de por medio y los veían alejarse a menudo por los huertos buscando flores y fruta, cerraban los ojos para no tener que objetar nada.

Pero ahora, con don Sulpicio que le calentaba la cabeza, don Federico no pudo seguir fingiendo que no sabía nada. Llamó a Cósimo a conversar en su plátano. A su lado estaba Sulpicio, largo y negro.


Barón,
se te ve a menudo con mi
niña,
me dicen.

—Me enseña a
hablar vuestro idioma,
Alteza.

—¿Cuántos años tienes?

—Voy para los
diez y nueve.

—¡Joven!
¡Demasiado joven! Mi hija es una muchacha casadera.
¿Por qué
te entiendes con ella?

—Úrsula tiene diecisiete años...

—¿Piensas ya en
casarte?

—¿En qué?

—Te enseña mal el
castellano
mi hija,
hombre.
Digo que si piensas en elegirte una
novia,
en construirte un hogar.

Sulpicio y Cósimo, al mismo tiempo, hicieron un ademán como de desacuerdo. La conversación tomaba un cariz que no era el deseado por el jesuita y mucho menos por mi hermano.

—Mi hogar... —dijo Cósimo, y señaló a su alrededor, a las ramas más altas, las nubes—, mi hogar está en todas partes, en cualquier parte en donde pueda subir, yendo hacia arriba...


No es esto
—y el príncipe Federico Alonso sacudió la cabeza—.
Barón,
si quieres venir a Granada cuando regresemos, verás el más rico feudo de la sierra.
Mejor que aquí.

Don Sulpicio ya no se podía estar callado:

—Pero Alteza, este joven es un volteriano... No debe tratar más con su hija...


Oh, es joven, es joven,
las ideas van y vienen,
que se case,
que se case y luego se le pasará, venga a Granada, venga.


Muchas gracias a usted...
Lo pensaré... —y Cósimo, dándole vueltas al gorro de piel de gato, se retiró con muchas reverencias.

Cuando volvió a ver a Úrsula estaba absorto.

—Sabes, Úrsula, me ha hablado tu padre... Me ha dicho ciertas cosas... Úrsula se asustó.

—¿No quiere que nos veamos más?

—No es esto... Quisiera que yo, cuando ya no estéis exiliados, vaya con vosotros a Granada.

—¡Ah, sí! ¡Qué bien!

—Pero, mira, yo te quiero mucho, pero he estado siempre en los árboles, y quiero seguir en ellos...

—Oh, Cosme, también allí tenemos hermosos árboles, en nuestra casa...

—Sí, pero para hacer el viaje con vosotros tendría que bajar, y una vez abajo...

—No te preocupes, Cosme. Total, ahora estamos exiliados y quizá seguiremos así toda la vida.

Y mi hermano no se apenó más.

Pero Úrsula no lo había previsto bien. Poco después le llegó a don Federico una carta con los sellos reales españoles. El bando, por gracioso indulto de Su Majestad católica, era revocado. Los nobles exiliados podían volver a sus propias casas y a sus propios haberes. Enseguida se produjo un gran bullicio arriba por los plátanos.

—¡Regresamos! ¡Regresamos! ¡Madrid! ¡Cádiz! ¡Sevilla!

Corrió la voz por la ciudad. Los de Olivabassa llegaron con escaleras de mano. Algunos exiliados bajaban, festejados por el pueblo, otros reunían los equipajes.

—¡Pero esto no acaba así! —exclamaba el conde—. ¡Nos oirán las cortes! ¡Y la corona! —y puesto que de sus compañeros de exilio en ese momento ninguno parecía querer hacerle caso, y las damas ya se preocupaban por sus vestidos pasados de moda, por el guardarropa que había que renovar, se puso a hacer grandes disertaciones a la población de Olivabassa—: ¡Ahora vamos a España y ya veréis! ¡Allí ajustaremos cuentas! ¡Yo y este joven haremos justicia! —e indicaba a Cósimo. Y Cósimo, confundido, hacía gestos de que no.

Don Federico, transportado en brazos, había bajado al suelo.


¡Baja, joven bizarro!
—le gritó a Cósimo—. ¡Joven valeroso, baja! ¡Ven con nosotros a Granada!

Cósimo, acurrucado en una rama, se excusaba. Y el príncipe:


¿Cómo no?
¡Serás como mi hijo!

—¡El exilio ha terminado! —decía el conde—. ¡Por fin podemos poner en práctica lo que hemos meditado durante tanto tiempo! ¿Qué te quedas a hacer sobre los árboles, barón? ¡Ya no hay motivo!

Cósimo abrió los brazos.

—¡Yo subí aquí antes que vosotros, señores, y me quedaré también después!

—¡Quieres retirarte! —gritó el conde.

—No: resistir —respondió el barón.

Úrsula, que había bajado entre los primeros y que con las hermanas se ajetreaba cargando una carroza con sus equipajes, se precipitó hacia el árbol.

—¡Entonces me quedo contigo! ¡Me quedo contigo! —y corrió hacia la escalera.

La detuvieron entre cuatro o cinco, la arrancaron de allí, quitaron las escaleras de los árboles.


¡Adiós,
Úrsula, que seas feliz! —dijo Cósimo, mientras la llevaban a la fuerza a la carroza, que partía.

Estalló un ladrido festivo. El pachón Óptimo Máximo, que durante todo el tiempo que su amo había permanecido en Olivabassa había demostrado un descontento gruñón, quizá exasperado por las continuas peleas con los gatos de los españoles, ahora parecía volver a ser feliz. Se puso a dar caza, pero como jugando, a los pocos gatos supervivientes olvidados en los árboles, que erizaban el pelo y le resoplaban.

A caballo, en carroza, en berlina, los exiliados partieron. La calle se despejó. Solo, sobre los árboles de Olivabassa se quedó mi hermano. Prendidos en las ramas había aún alguna pluma, alguna cinta o encaje que se agitaba al viento, y un guante, un parasol con puntillas, un abanico, una bota con espuela.

XIX

Era un verano rebosante de lunas llenas, croar de ranas, silbidos de pinzones, aquel en que el barón volvió a ser visto en Ombrosa. Parecía presa de una intranquilidad de pájaro: saltaba de rama en rama, fisgón, desconfiado, indefinible.

Pronto comenzó a correr la voz de que una tal Checchina, del otro lado del valle, era su amante. Ciertamente, esta muchacha vivía en una casa solitaria, con una tía sorda, y un brazo de olivo pasaba cerca de su ventana. Los holgazanes, en la plaza, discutían si lo era o no lo era.

—Los he visto, ella en el antepecho, él en la rama. ¡Él gesticulaba como un murciélago y ella reía!

—¡A cierta hora él da el salto!

—Qué va: si ha jurado no bajar de los árboles en su vida...

—Bueno, él ha establecido la regla, puede establecer también las excepciones...

—Pues, si se comienza con las excepciones...

—Pero no, si ya os digo: ¡es ella que salta de la ventana al olivo!

—¿Y cómo lo hacen? Estarán muy incómodos...

—Yo digo que no se han tocado nunca. Sí, él la corteja, aunque es ella la que lo embauca. Pero él de allá arriba no baja...

Sí, no, él, ella, el antepecho, el salto, la rama... las discusiones no terminaban nunca. Los novios y los maridos, ahora, ¡ay si sus enamoradas o mujeres alzaban los ojos hacia un árbol! Las mujeres, por su parte, en cuanto se encontraban: «Chi, chi, chi...», ¿de quién hablaban?, de él.

Checchina o no Checchina, los líos mi hermano los tenía sin bajar nunca de los árboles. Lo encontré una vez corriendo por las ramas con un colchón en bandolera, con la misma naturalidad con que lo veíamos llevar en bandolera fusiles, cuerdas, hachas, alforjas, cantimploras, frasquitos de pólvora.

Una tal Dorotea, mujer galante, se dignó confesarme que se había encontrado con él, por propia iniciativa, y no por lucro, sino para hacerse una idea.

—¿Y qué idea te has hecho?

—¡Vaya! Estoy contenta...

Otra, una tal Zobeida, me contó que había soñado con «el hombre trepador» (lo llamaba así), y este sueño era tan inspirado y minucioso que creo que lo había vivido realmente.

Claro que yo no sé mucho de qué van estas cosas, pero Cósimo sobre las mujeres debía ejercer cierta fascinación. Desde que estuvo con aquellos españoles había empezado a cuidar más de su persona, y había dejado de andar arrebujado en pieles como un oso. Llevaba calzones y frac ajustado y sombrero de copa, a la inglesa, y se afeitaba la barba y arreglaba la peluca. Es más, ahora se podía jurar, por cómo iba vestido, si estaba yendo de caza o a una cita galante.

El caso es que una madura ricadueña que no digo, de aquí de Ombrosa (todavía viven las hijas y los nietos, y podrían ofenderse, pero en esa época era una historia resabida), viajaba siempre en carroza, sola, con el viejo cochero en el pescante, y se hacía llevar por aquel trecho del camino real que pasa por el bosque. En cierto momento decía: «Giovita —al cochero—, el bosque está repleto de hongos. Vamos, llenadme esta canasta y luego regresad», y le daba un cesto. El pobre hombre, con sus reumas, bajaba del pescante, cargaba con el cesto, salía del camino y empezaba a abrirse paso entre los helechos, con la humedad, y se adentraba en medio de las hayas, inclinándose para hurgar bajo cada hoja y hallar un robellón o un bejín. Mientras tanto, la ricadueña desaparecía de la carroza, como si fuese raptada por el cielo, por entre las espesas frondas que sobresalían del camino. No se sabe más, salvo que varias veces, quien pasaba por allí tuvo ocasión de ver la carroza parada y vacía en el bosque. Después, tan misteriosamente como había desaparecido, he aquí de nuevo a la ricadueña sentada en la carroza, con mirada lánguida. Regresaba Giovita, salpicado de barro, con unos pocos hongos recogidos en la cesta, y se marchaban.

Historias como ésta se contaban muchas, especialmente en casa de ciertas madamas genovesas que daban reuniones para hombres acomodados (las frecuentaba también yo, de soltero), y así a estas cinco señoras les debieron entrar ganas de visitar al barón. Y de hecho se habla de una encina, que aún se llama la encina de las Cinco Gorrionas; nosotros los viejos sabemos qué quiere decir eso. Fue un tal Gé, comerciante de pasas, quien lo contó, hombre al que se puede dar crédito. Era un hermoso día de sol, y ese Gé iba de caza al bosque; llega a aquella encina y ¿qué es lo que ve? Cósimo se las había llevado a las cinco a las ramas, una aquí y otra allí, y disfrutaban de la tibieza, desnudas del todo, con las sombrillas abiertas para que no las quemara el sol, y el barón estaba allí en medio, leyendo versos latinos, y no consiguió entender si eran de Ovidio o de Lucrecio.

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