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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (52 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
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—¿Cree que realmente vale la pena hablar de una hipótesis tan remota? Si me preguntara por las tercianas o por el esqueleto del casuario, podría darle una respuesta lógica, pero si me pregunta por el proceso mental de un ser meramente hipotético… Me parece que ha concebido usted la misma absurda teoría de los militares, quienes, a pesar de mi negativa, parecen convencidos de que soy, ¿cómo lo diría?, un agente secreto.

—Sí, sí, claro —dijo Duhamel, tamborileando con los dedos sobre el paquete que tenía en la mano izquierda.

Aunque era experto en ocultar sus sentimientos, ahora el desaliento se reflejaba en su semblante. Hizo una larga pausa, durante la cual Stephen casi llegó a convencerse de su buena fe, y por fin prosiguió:

—Le hablaré con sinceridad. Mi organización está convencida de que esa es su identidad desde que las autoridades de Brest mandaron su descripción a París. Por esa razón fue alojado en el Temple.

—¿Puede decirme de quién soy prisionero?

—¿Qué importancia tienen los nombres? —dijo Duhamel con cautela y luego, más relajado, añadió—: Nuestro, por el momento. Pero, volviendo al tema, nuestra intención era pedirle a usted… mejor dicho, al hombre que suponíamos que era, pues, por lo que veo, nuestra conversación debe seguir en ese plano…, nuestra intención era pedirle que llevara a cabo esa misión mucho antes, cuando hubiéramos podido darle todas las garantías posibles. Sin embargo, el Emperador retrasó su partida, y, además, surgieron otras dificultades… Durante ese intervalo, madame Gros apareció en el baile del príncipe de Bénévent con un magnífico diamante, un diamante azul, y al día siguiente, en la reunión del Gran Consejo, su esposo propuso que usted fuera liberado, mostrando un repentino amor a la ciencia y una gran preocupación por la opinión de los científicos de todo el mundo.

Stephen notó que estaba palideciendo y volvió el rostro hacia un lado para que no se le notara. Por supuesto que Golconda no era solamente un término usado con el significado de fortuna, era también el nombre de la mina de diamantes del Gran Mogul.

—Gros no es tonto —continuó—, pero está dominado por su mujer. Hizo un excelente discurso, en el que habló de la universalidad de la ciencia, la inmunidad de Cook y Bougainville y otras cosas, y casi llegó a convencer al consejo, pero al final se decidió que se consultaría el asunto con el Emperador. Las actas de las reuniones del Gran Consejo, como las de las reuniones del Consejo de ministros de su país, no se mantienen en estricto secreto, y otros organismos se enteraron del valor que usted tenía y ahora compiten por la posesión de su persona. El Ejército es de los más insistentes. También hay que consultarle esto al Emperador para que decida en favor de uno de esos organismos, y puesto que los militares le relacionan a usted con Grimsholm y el Emperador está furioso por lo que ocurrió allí, es probable que ganen ellos. Ya le han mandado un mensaje con uno de sus hombres, un oficial muy influyente.

—¿Madame Gros dio explicaciones sobre el diamante?

—Contó una mediocre historia acerca de una herencia —dijo Duhamel, dejando a un lado el asunto—. Pero debo advertirle que corre usted un grave peligro, entre otras razones, porque hay muchos hombres que piensan que nada debe sobrevivir al imperio y que, si éste cae o parece próximo a caer, matarán sin vacilar y tratarán de convertir todo en un montón de ruinas. Mi jefe tiene el documento en el que el Emperador ordena su liberación…

—¿Cómo es posible? El Emperador está en Silesia.

—Vamos, vamos, doctor Maturin —dijo Duhamel impaciente—. Sabe muy bien que sir Smith escapó de aquí mismo, del Temple, en 1798. Cualquiera podría hacer una buena falsificación de una orden. Como ve, tenemos muy poco tiempo, así que debe decidirse ya. Le ruego que me diga cuáles son las condiciones que exigiría el hombre que creemos que es.

Stephen miró el paquete que Duhamel tenía en la mano. Una parte de su mente prestaba atención a la
Naval Chronicle
, cuya portada le era tan familiar, y al periódico londinense
The Times
, mientras la parte restante analizaba la situación y la personalidad de Duhamel y valoraba lo que había dicho explícita e implícitamente. Su instinto se negaba a aceptarlo, pero su instinto no era infalible.

—El hombre en quien usted piensa exigiría, en primer lugar, una prueba de buena fe —dijo despacio—. Por ejemplo, le pediría que le diera su pistola.

—Sí —dijo Duhamel y dejó la pistola sobre la mesa—. Tenga cuidado porque está cargada.

Con la pistola de repetición en la mano, mirando el ingenioso mecanismo, Stephen hizo un paréntesis y dijo:

—Es demasiado pesada para mí.

—Solamente apretando el gatillo ya está en disposición de disparar —dijo Duhamel, extendiendo el paréntesis—. El cañón da vueltas solo. Uno se acostumbra al peso.

Stephen prosiguió:

—Ese hombre exigiría la liberación de sus compañeros y también que se restituyera el diamante a su dueña, que se eximiera a ésta de toda responsabilidad y que se le concediera libertad para viajar, si así lo deseara.

—Ese hombre pide mucho —dijo Duhamel.

—También su jefe —dijo Stephen—. Pide a ese hombre hipotético que ponga la cabeza en la guillotina.

—¿Son esas las condiciones mínimas?

—Estoy seguro de que lo serían —respondió Stephen—. Pero tenga en cuenta que estoy hablando de un ser hipotético, de un ser inmaterial.

—No puedo quedarme más tiempo —dijo Duhamel—. Tengo que hablar con mi jefe. Dios quiera que haya tiempo… Debo ir hasta Valençay y regresar…

—¿Valençay?

—Sí —respondió Duhamel y ambos se miraron con perspicacia.

Talleyrand vivía en Valençay la mayor parte del tiempo. Tal vez esa calculada indiscreción era una prueba más de buena fe.

—¿Le importaría devolverme la pistola? —continuó—. Me parece que voy desnudo si viajo sin ella, y a usted no le serviría de nada aquí ni en la calle Saint-Dominique… El mayor Clapier quiere verle de nuevo esta tarde. No podía negarme a permitirlo porque habría dado que hablar, pero tenemos a los militares bastante controlados. Le tratarán como a un prisionero excepcional y estará de regreso antes del anochecer. He dado órdenes estrictas de que le traigan antes del anochecer.

Miró fijamente la pistola y Stephen se la entregó. Entonces le dio a Stephen el pequeño paquete, diciendo:

—Pensé que esto le serviría para entretenerse en sus ratos de ocio.

—Era Duhamel, que quería una medicina —dijo Stephen, respondiendo a la expresión ansiosa de Jack—. Tuvo un rasgo de humanidad y nos trajo estas publicaciones para que nos entretuviéramos en nuestros ratos de ocio.

—¿Nuestros ratos de ocio? —inquirió Jack más sereno y se echó a reír—. Creo que tendremos muchos, porque no podemos hacer mucho más ahí dentro hasta que tengamos un aparejo. Posiblemente la bella
poupette
de Jagiello lo ponga en la cesta de la comida.

Cogió la
Naval Chronicle
y poco después interrumpió las meditaciones de Stephen con un grito de alegría:

—¡Oh, Stephen, lo ha conseguido! El
Ajax
combatió con el
Méduse
frente a La Hogue y lo convirtió en una momia en treinta y cinco minutos. Sus hombres mataron al capitán y a ciento cuarenta y siete tripulantes. El
Ardent
y el
Swiftsure
estaban a la vista, a sotavento… ¡Por Dios que valió la pena…! ¡Valió la pena encallar la pobre
Ariel
!

Stephen volvió a sus meditaciones. Más de nueve décimos de su mente admitían como verdaderas las palabras de Duhamel, y se preguntaba si la duda de la parte restante era el resultado de años y años de cautela y desconfianza o si estaba justificada por una razón de más peso que la deformación profesional. A medida que pasaba el tiempo, le era más difícil tener absoluta confianza en una persona. Tenía deformación profesional, y más grave de lo que suponía; por ejemplo, se había equivocado al juzgar a Diana, pues nunca la había considerado capaz de amar. La creía capaz de sentir estimación por los amigos, por supuesto, y de llegar a sentir un profundo afecto a veces, pero no de sentir amor, y menos aún por él; sin embargo, ahí estaba la prueba, en forma de una acción gloriosa, cariñosa y alocada. Sabía que ella daba más valor a aquella piedra que a su salvación y también que se había puesto una soga en el cuello por él; al pensarlo, sintió una gran emoción y una mezcla de gratitud y admiración por ella. Poco después, cuando Jack volvió a entrar en la habitación y a cruzarla con la
Naval Chronicle
abierta en la mano, Stephen le miró con una extraordinaria serenidad.

—Mira esto —dijo el capitán Aubrey con voz trémula y muy baja, señalando una página.

Stephen leyó:

«Matrimonios. El capitán Ross, de la
Désirée
y la señorita Cockburn, de Kingston, Jamaica.»

—No, no, más abajo.

Stephen siguió leyendo:

«El viernes, en Halifax, Nueva Escocia, el capitán Lushington, de Infantería de marina, y la señorita Amanda Smith, hija de J. Smith, de Knocking Hall, Rutland.»

Luego dijo:

—Creo que no conozco al señor Lushington.

—Por supuesto que sí, Stephen. Es un tipo corpulento que parece un toro. Está al mando del
Thunderer
, que apenas lleva tres semanas en la base naval de Norteamérica. ¡Que Dios le ayude! ¡Que Dios nos ayude a todos! ¿No te parece increíble esto? ¿Crees que todo… que el niño no era más que aire?

—Es muy probable.

Durante unos instantes, Jack permaneció pensativo, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—¡Dios mío! Creo que nunca he sentido tanto alivio en mi vida. Ahora voy a seguir raspando esa losa, ahora voy a trabajar más duro.

Entonces volvió a meterse en el retrete, y le oyeron raspar con mucha fuerza hasta que llegó la comida.

Registraron la cesta en cuanto Rousseau se marchó, pero no encontraron nada. Todos dijeron que no tenía importancia y que el cuadernal llegaría con la cena.

—Así que ésta es una
soupe anglaise
—dijo Jack cuando llegaron al postre—. Tenía curiosidad por ver una.

—Pero no es una
soupe anglaise
ortodoxa —dijo Stephen—. Esto no figura en la receta aceptada.

Sacó el cucharón y vio en él una pequeña polea de hojalata de las que se usaban en los tendederos, y luego sacó la pareja. Jack las miró asombrado.

—¿Cómo es posible que esa bondadosa joven haya pensado que estas poleas podían hacer la función de un cuadernal? ¡Mirad, mirad estos pernos! Jagiello, debe decirle que lo que necesitamos son dos poleas colocadas dentro de la misma armadura. No importa que no tengan la pieza que duplica el giro de las roldanas, pero los pernos deben ser por lo menos cinco veces más gruesos que éstos.

—Señor, ha olvidado que le dije que ella no estaría en casa esta tarde ni mañana —dijo Jagiello.

Luego, en un tono defensivo, dijo que las poleas le parecían similares a las que el capitán Aubrey había dibujado.

—Bueno, es cierto que no soy un gran dibujante, pero las dibujé a escala, ¿sabe? —dijo Jack y, volviéndose hacia la puerta y aguzando el oído, preguntó—: ¿Ese es el barbero? Me gustaría afeitarme, pero detesto que me afeite un sordomudo. ¿Eso no te pone la carne de gallina?

—No —respondió Stephen—. Y ese no es el barbero sino Rousseau y los soldados, que vienen a buscarme. Les esperaba. No te preocupes —dijo mientras buscaba la ampolla—. A menos que ocurra algo inesperado, estaré de regreso antes del anochecer.

—Antes del anochecer sin falta —dijo el capitán mientras firmaba para hacerse cargo del prisionero.

Esta vez el capitán y el teniente eran sus únicos acompañantes. Casi no sucedió nada inesperado mientras atravesaban París, sólo que Stephen vio al doctor Baudelocque cuando pasaron frente al
hotel de
la Mothe; y casi no sucedió nada inesperado cuando llegaron a la parte trasera del edificio de la calle Saint-Dominique. Lo único que cambió fue que, poco después de que entrara en la sala de espera con barrotes desde la que se veía el poste, la puerta se abrió y alguien metió a un hombre, empujándole con tanta fuerza que cayó cuan largo era. Stephen le ayudó a levantarse y el hombre se sentó, quitándose la sangre de la cara y las manos y murmurando en catalán: «¡Madre de Dios, madre de Dios, virgen María, sálvame!». Entablaron conversación, y el hombre, hablando en francés con dificultad y con un fuerte acento extranjero, habló de forma poco convincente de la persecución que había sufrido por luchar por la independencia catalana. Aquel tipo era una trampa, obviamente, pero era muy torpe y ni siquiera se había aprendido la lección, y Stephen se cansó enseguida de oírle y de ver sus gotas de sangre coagulada.

El interrogatorio que siguió fue casi tan mediocre como esa representación. El mayor Clapier presentó a dos testigos más, a un sudoroso zoólogo y a un oficial decrépito, quienes, en términos muy parecidos a los de Fauvet, declararon que el doctor Maturin se había ofrecido a llevar mensajes, había pedido dinero por ello y había hablado del Emperador irrespetuosamente. Luego entró un empleado del hotel Beauvillier, quien declaró que el doctor Maturin le había pedido que le cambiara cincuenta guineas por napoleones, y el mayor dijo con tanto énfasis como pudo que ese era un delito muy grave, que todos habían demostrado que el doctor Maturin era culpable y que si era un hombre sensato comprendería que la única manera de escapar al castigo era cooperar con las autoridades. Sin embargo, nadie pareció creerle, y Stephen tenía la esperanza de que le iban a soltar, pero después de un breve silencio, un hombre de mirada inteligente que estaba sentado a la izquierda preguntó:

—¿Puede explicarnos el doctor Maturin por qué una dama ofreció el equivalente a un millón de napoleones por lo menos a cambio de su liberación si ni él ni ella son agentes secretos?

Stephen respondió inmediatamente:

—¿Cree el caballero que puede existir un agente secreto tan ingenuo como para cometer semejante locura, que sería fatal para él mismo y para su colega?

Se miraron unos a otros y un capitán inquirió:

—¿Cuál es la explicación entonces?

—Sólo un fatuo podría responder —contestó Stephen.

—¿Es posible que la dama, que una dama como esa esté enamorada del doctor Maturin? —preguntó con asombro un oficial, la primera persona que hablaba con sinceridad en la sala.

—Admito que parece improbable —dijo Stephen—, pero deben tener en cuenta que Europa y Parsifae amaron a un toro y que la historia nos da innumerables ejemplos de parejas mucho menos adecuadas.

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