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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (50 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
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No se veía luz por los resquicios de los postigos; no se abrieron los postigos al amanecer y tampoco cuando el Sol ya brillaba en lo alto del cielo. Aquel parecía el final, pues, como todos sabían, aquella era su habitación (ella no había sido siempre discreta), y el hecho de que se encontrara vacía indicaba que se había mudado, lo que acababa con sus dudas, con sus esperanzas, con todo excepto una mal fingida alegría.

Pero, asombrosamente, el desayuno llegó, y con él la reluciente chaqueta de Jack. La cesta contenía la especialidad lituana preferida de Jagiello: anguila ahumada con lonchas de queso. Dentro de la chaqueta había hilvanada una cuerda de seda muy fuerte y en cada bolsillo había un cortafrío. Jagiello se levantó de la mesa con la cara radiante de alegría, y todos vieron que la ventana de la buhardilla se abría y que aparecían la joven, los tiestos y la jaula. Ella puso los tiestos en la parte donde daba el sol y, con una expresiva mirada y una dulce sonrisa, sacó la paloma de la jaula, la besó y la lanzó al aire.

CAPÍTULO 11

Esa no era la hora a la que solía venir Rousseau, pero podían oírse sus llaves chocar unas con otras. Le acompañaban dos soldados con gruesas botas, cuyas pisadas retumbaban en el pasillo abovedado. Stephen le hizo la apropiada señal a Jack y éste salió del retrete y se sacudió el polvo de los ladrillos de las manos.

—Doctor Maturin, por favor —dijo Rousseau y entonces prestó atención a los sonidos que venían de la última habitación—. ¡Qué bien canta el joven caballero! Parece un canario.

—Cuidado con el escalón, señor —dijo cuando llegaron a la abertura donde se apoyaban los ataúdes.

—Esperen aquí un momento —dijo el secretario del alcaide al final de la escalera.

Mientras Stephen esperaba, custodiado por sus guardianes, oyó voces que discutían en el despacho del alcaide. Por desgracia, los soldados y el carcelero se pusieron a hablar del tiempo (que si era bueno, que si era demasiado bueno, que si era el preludio de una tormenta, que seguro que era el preludio de una tormenta…) pero, a pesar de todo, pudo enterarse de que el alcaide estaba preocupado por algunas irregularidades y que sus interlocutores, mediante la exposición de argumentos, la persuasión y la intimidación, intentaban que dejara de oponer reparos. Por fin llegaron a un acuerdo.

—Tiene que regresar antes de que se cierren las puertas y ustedes dos tienen que firmar para que quede constancia de que se lo han llevado —dijo el alcaide con voz débil y en tono ansioso y después gritó—: ¡Pasen!

No había dos hombres con el alcaide, sino tres, todos militares. Uno era un fornido coronel con cara enrojecida y expresión malhumorada, probablemente un bravucón; otro era un indescriptible capitán; y otro era un teniente moreno y de mirada inteligente con uniforme de artillero. Cuando Stephen entró, saludó:

—Buenos días, caballeros.

El alcaide y el teniente respondieron, el capitán movió los labios y el coronel se limitó a mirarle.

Un funcionario trajo unos papeles, después el coronel y el capitán firmaron, luego el teniente le dijo a Stephen: «Por aquí, por favor» y todos se dirigieron a un coche que estaba en el patio.

Los trabajadores habían hecho muchos progresos desde la última vez que Stephen había visto la entrada del Temple, y ahora que ya no estaba la parte de la muralla que la protegía, no habría reconocido el Temple salvo por su situación. Los pasadizos que atravesaban el foso ya no tenían techo y la garita de la entrada se había convertido en un montón de piedras, que eran retiradas de allí por una larga fila de carretillas. Después de hacer algunos comentarios que parecían referirse al alcaide, como «Ese tío es un cabrón», «Todos los civiles son iguales, lo que necesitan es una patada en el culo, como los salvajes», «Un poco de humo de los cañones cada tres meses no les vendría mal», el coronel y el capitán hablaron de sus asuntos privados y, según una arraigada costumbre militar, hablaron de sus compañeros irrespetuosamente. Era evidente que los dos estaban emparentados: una tal Hortensia era esposa del primero de ellos y hermana del segundo. Sin embargo, aunque la conversación hubiera sido mucho más interesante, Stephen no le habría prestado atención, pues estaba absorto en sus pensamientos y en el recorrido.

Cruzaron el río por el Pont au Change, por lo que parecía que su destino era la nefasta Conciergerie, mientras las potentes voces seguían hablando de Hortensia. Poco después doblaron en dirección a Saint-Germain des Prés. «Iremos a la calle Saint-Dominique, lo que es peor todavía», pensó Stephen. A la altura de la abadía, el coronel detuvo el coche y ordenó a su subalterno que recogiera un paquete en una de las pequeñas tiendas que estaban detrás, y cuando el hombre regresaba, Stephen vio a Diana. Iba en un coche descubierto, hablando animadamente con una dama que él no conocía y que llevaba un vestido recargado, y se inclinaba hacia el asiento frontal de aquella forma graciosa que él habría reconocido a cualquier distancia. Ahora sólo les separaba una distancia de seis pies, y él se cubrió la cara con la mano y siguió mirándola por entre los dedos. La expresión de Diana era grave, pero, sorprendentemente, tenía muy buen aspecto y la espalda recta y estaba delgada. Stephen no reconoció el escudo que estaba en la portezuela del coche ni las llamativas libreas de los criados que iban detrás. El coche adelantó al de los militares, pero el cochero de éste emprendió la marcha en ese momento, colocándose detrás de él, y Stephen lo siguió viendo durante diez minutos. De vez en cuando miraba a la acompañante de Diana, que estaba sentada de espaldas a los caballos, una mujer de mediana edad vestida a la última moda, con buen aspecto pero con demasiados adornos, que representaba el típico estilo de la corte napoleónica, un estilo muy diferente al de Diana. El coche dobló un poco antes de llegar al
hôtel
de la Mothe y entró en una enorme casa recién pintada que había pertenecido a la princesa de Lamballe.

Fue entonces cuando notó que sentía una profunda emoción, que sus rodillas temblaban y que su respiración se interrumpía casi al mismo ritmo de los latidos de su corazón. Si le hubieran hablado en ese momento, le habría sido casi imposible responder con voz normal. Enseguida logró dominarse y hacer desaparecer esos signos externos, pero aún no dominaba su mente cuando el coche entró en una galería flanqueada por arcadas. No sabía muy bien por dónde había doblado, pero pensaba que probablemente aquel edificio y sus patios daban a la calle Saint-Dominique.

Afortunadamente, le hicieron esperar dos horas en una sala vacía (un método tradicional de aumentar la ansiedad y la pena), y cuando logró dominar su mente, la emoción desapareció. Era obvio que aquel lugar era un recinto militar, pues, además de que había soldados moviéndose de un lado a otro del patio, tenía la misma mugre que él había visto en todos los cuarteles donde había estado. Aunque era indudable que los conscriptos habían blanqueado los redondeados pedazos de escoria que bordeaban los senderos y el poste de madera que estaba junto al muro lleno de agujeros, ningún cepillo ni ningún trapo habían pasado por las asquerosas paredes interiores, que tenían un color parecido al chocolate. Además, Stephen pensó que ninguna armada, ni siquiera la francesa, habría tolerado que los cristales estuvieran sucios y que la sala tuviera un aspecto descuidado y un olor tan desagradable. Una vez oyó gritos, pero no sabía si eran una reacción real o fingida. No era extraño que esa clase de cosas fuera el preludio de un interrogatorio.

Notó el mismo descuido y la misma contradicción en la sala adonde le llevaron después. Algunos oficiales tenían un aspecto magnífico, pero estaban sentados en mesas desvencijadas y sin pintar y tenían delante carpetas sucias y con las puntas dobladas. Las mesas formaban los tres lados de un cuadrado, y a Stephen le ordenaron que se sentara en un banco que formaba el cuarto lado. Aquella distribución era muy parecida a la adoptada cuando un consejo de guerra administraba justicia, y en el que hubiera sido el asiento del presidente del consejo, estaba el coronel a quien le gustaba tanto dar patadas en el culo a los civiles, que parecía descontento y aburrido. Stephen tenía el convencimiento de que era una nulidad y de que le utilizaban porque tenía un alto rango y, si los jefes de los servicios secretos del Ejército eran tan listos como sus colegas del Gobierno, porque podría incitar a cualquier hombre sometido a un interrogatorio a subestimar a sus enemigos y, por tanto, a traicionarse a sí mismo. El hombre que realmente tenía el mando era un mayor vestido con un uniforme de diario, un hombre que sólo llamaba la atención por sus ojos hundidos y su mirada inexpresiva.

—Doctor Maturin —dijo el mayor—, sabemos quién es usted y qué es. Pero antes de que hablemos de sus colegas en Francia, tenemos que hacerle algunas preguntas.

—Estoy preparado para contestar a todas las preguntas siempre que estén dentro de los límites, los estrechos límites, de las que pueden hacerse a un oficial prisionero de guerra —dijo Stephen.

—Usted no era un prisionero de guerra ni tenía el rango de oficial la última vez que vino a París, pero, vamos a dejar eso a un lado por el momento. Ahora debe contarnos todos los movimientos que ha hecho últimamente. Empecemos por la época en que era cirujano de la
Java
, que fue capturada por la fragata norteamericana
Constitution.

—Se equivoca usted, señor. Si consulta el Boletín Oficial de la Armada, verá que el cirujano de la
Java
era un caballero apellidado Fox.

—Entonces, ¿cómo explica usted que la descripción del cirujano coincida exactamente con la suya? —inquirió el mayor, sacando un papel de su carpeta y luego leyó—: Mide cinco pies seis pulgadas, tiene complexión débil, pelo negro, ojos claros, piel cetrina y manos un poco torcidas y le faltan tres uñas en la mano derecha; habla perfectamente el francés, con acento del sur.

Stephen enseguida se dio cuenta de que la descripción la había enviado un agente francés que se encontraba en el puerto brasileño adonde les había llevado la
Constitution
y que había visto sus documentos en clave. Evidentemente, le había tomado por el cirujano de la
Java
, pero esa confusión era comprensible, ya que él y Fox dormían juntos y sus baúles se mezclaron cuando les capturaron. Lo importante era que el documento que tenía el mayor no procedía de Boston, donde Stephen era muy conocido. Era posible que, a pesar del tiempo que había pasado, en París no supieran lo que había hecho en Estados Unidos, porque entre ambos la comunicación era irregular, gracias al esfuerzo de la Armada, y porque él mismo había destruido las principales fuentes de información de los franceses al haber dado muerte a Dubreuil y a Pontet-Canet. Si la información de su red de espionaje era tan confusa y tan atrasada como esa, tenía la esperanza de poder burlarles. Con la vista fija en el suelo para evitar que notaran el brillo triunfal que pudiera aparecer en sus ojos, dijo que no podía ser considerado responsable de la descripción que había hecho otro hombre y que se negaba a hacer comentarios.

Mientras se pasaban la descripción de uno a otro, un subalterno trajo un pequeño folleto forrado de papel marrón del mismo tamaño del Boletín Oficial de la Armada. El mayor, después de consultarlo y sin cambiar de expresión, dijo:

—Usted es un políglota, doctor Maturin. ¿Habla también español?

—Catalán —murmuró el hombre que estaba sentado a su lado.

—¿Habla las lenguas de España? —continuó el mayor, frunciendo el entrecejo.

—Discúlpeme, mayor, pero me parece que esta pregunta no entra dentro de los límites que he mencionado.

—El hecho de que se muestre reacio a dar una respuesta es significativo. Creo que equivale a una negación.

—No niego ni afirmo.

—Entonces creo que podemos dar por sentado que habla el catalán con soltura.

—Por el mismo razonamiento, podría usted concluir que domino el vasco o el sánscrito.

—Pasemos al Báltico. ¿Qué puede decirnos de la muerte del general Mercier en Grimsholm?

Stephen respondió que no tenía nada que decir de la muerte del general Mercier en Grimsholm. Admitió que había estado en el Báltico a bordo de la
Ariel
, pero, cuando le preguntaron lo que había hecho allí, respondió:

—En verdad, señor, nadie puede esperar que un oficial descubra los movimientos que realiza en tiempo de guerra la Armada a la que tiene el honor de pertenecer.

—Tal vez no —dijo el hombre que estaba a la izquierda—, pero esperamos que nos cuente por qué estaba usted allí. Su nombre no figura en el rol de la
Ariel
, y su cirujano era un tal señor Graham.

—Se equivoca. Mi nombre está en la lista suplementaria, después de los nombres de los infantes de marina. Iba como pasajero, con derecho a comida pero no a paga ni a tabaco.

—Como un maldito espía —murmuró el coronel.

Cuando le preguntaron por qué había elegido hacer un viaje al Báltico en vez de a otro lugar, contestó que lo había escogido porque quería conocer las aves del norte.

—¿Y puede decirnos qué aves vio? —inquirió el mayor.

—Las más importantes fueron:
Pernis apivorum, Haliaetus albicilla, Somateria spectabilis
y
Somateria mollisima
, a la que debemos estarle agradecidos porque nos proporciona el plumón.

—¡De mí nadie se burla! —gritó el coronel—. ¡Aves… plumón…! ¡Dios santo! Este hombre necesita una lección de respeto. Manden a buscar al capitán preboste.

—Es cierto que allí se encuentran esas aves, señor —dijo un teniente pelirrojo—. Creo que no pretendía faltar al respeto.

—Una patada en el culo… —murmuró el coronel malhumorado, moviéndose en el asiento.

—¿Espera usted que nos creamos que ha viajado mil millas para ver aves? —inquirió otro oficial.

—Crean lo que quieran, caballeros —dijo Stephen—. Esa es la forma de proceder característica del hombre. Yo me limito a decir la causa de un hecho. Muchos saben que soy un naturalista.

—Exactamente —dijo el mayor—. Y eso nos trae a París. Creo que ahora entramos en un terreno más seguro y esperamos que nos dé respuestas satisfactorias, porque, en este caso, no está protegido por las reglas de la guerra. Le recomiendo que no nos obligue a forzarle. Sabemos muchas cosas y no toleraremos ninguna equivocación.

—Estaba protegido por un salvoconducto concedido por su gobierno.

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