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Authors: John Norman

El asesino de Gor (18 page)

BOOK: El asesino de Gor
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—Como quieras.

Oí su voz, un tanto sobrecogida.

—Dijo —repitió—, «Volveré a Ar».

—¿Te gustaría que volviera a ocupar el trono? —pregunté.

—Soy nativa de Ar —dijo la joven, riendo—. Él era Marlenus. ¡Era el Ubar de Ubares!

Rodé sobre mí mismo, aferré las muñecas de Nela, la atraje hacía mí y la besé. No vi motivo suficiente para explicarle que esa misma tarde, bajo la arcada del estadio, había visto a Marlenus de Ar.

Después de dejar los Baños encontré por casualidad al Criador de tarns a quien había visto un momento mientras observaba el juego, frente a la taberna de Spindius, la partida entre el Jugador ciego y el Viñatero. Era un hombre de corta estatura, menudo, con los cabellos castaños muy cortos. Tenía el rostro ancho, de rasgos acentuados, y grande en relación con el resto del cuerpo. Vi que exhibía un parche verde en el hombro, indicativo de que era partidario de los Verdes.

—Veo que ahora usas el rojo del Guerrero —dijo— más que el negro del Asesino.

No respondí.

—Sé que los disfraces son útiles —dijo— cuando uno sale de cacería —me sonrió—. Me agradó lo que hiciste después del juego, cuando entregaste la moneda doble al Jugador.

—No la aceptó —dije—. Afirmó que era oro negro.

—Y en efecto, lo era —dijo mi interlocutor—. En efecto, lo era.

—Vale lo mismo que el oro amarillo —observé.

—Es cierto —dijo el Criador de tarns—, y es necesario tenerlo en cuenta.

Me volví para continuar mi camino.

—Si te propones cenar en la vecindad —dijo él—, ¿puedo acompañarte?

—Por supuesto —contesté.

—Conozco una buena taberna —dijo— que favorece a los Verdes. Muchos miembros de la facción comen y beben allí después de las carreras.

—Bien —dije—. Tengo apetito y deseo beber. Llévame allí.

Al igual que los Baños, la taberna no estaba lejos del estadio. Se la llamaba el Tarn Verde, y el propietario era un individuo alegre, de cabeza calva y nariz roja, que se llamaba Kliimus. Las esclavas de placer que allí servían tenían túnicas de seda verde, y las mesas y las paredes también estaban pintadas de verde; incluso las cortinas que cubrían una pared de las alcobas eran verdes. De las paredes, aquí y allá, colgaban listas y registros, y también algunos recuerdos como elementos de las monturas y arneses de los tarns, con leyendas que explicaban su origen; también había representaciones de tarns, y dibujos de famosos jinetes que habían dado la victoria a los Verdes.

Pero esa noche en la taberna reinaba relativa calma, porque el día no había sido bueno para los Verdes. Y en lugar de las carreras, muchos comentaban el caso de la hija del Administrador Hinrabian y especulaban acerca de su paradero, y se preguntaban cómo era posible que el secuestro, si de eso se trataba, se hubiese realizado ante la vista de docenas de guardias taurentianos. Al parecer, cuando ocurrió el hecho no había tarns cerca del cilindro central; y según los informes ningún extranjero había entrado en el cilindro. Era un misterio que intrigaba a todos.

El Criador de tarns, a quien los parroquianos de la taberna llamaban Mip, pagó el alimento, la carne de bosko y el pan amarillo, así como las arvejas y las olivas turianas. Yo pagué el Paga y varias veces volvimos a llenar nuestras copas.

Ignoraba por qué Mip parecía simpatizar conmigo, y mientras bebíamos habló mucho de las facciones, la organización de las carreras, el entrenamiento de los tarns y los jinetes, las esperanzas de los Verdes y las restantes facciones, y de ciertos jinetes y determinadas aves. Comencé a sospechar que pocas personas conocían tanto como Mip acerca de las carreras de Ar.

Después que comimos y bebimos, y de palmearme afectuosamente la espalda, Mip me invitó a la jaula de tarns donde él trabajaba; era en su género uno de los locales más grandes de los Verdes.

Me agradó acompañarlo, porque jamás había visto un lugar así, perteneciente a una facción.

Recorrimos las calles oscuras de Ar, y aunque eso quizá era peligroso, nadie nos abordó, aunque algunos con quienes nos cruzamos se mostraron muy circunspectos, y tenían las manos sobre las armas. Supongo que mi atuendo de Guerrero y la espada que portaba quizá disuadían a los individuos que podían concebir la idea de apoderarse de nuestra bolsa o de cortarnos la garganta. En Gor no son muchos los que están dispuestos a arriesgar la vida enfrentándose a un Guerrero goreano.

La jaula era una de seis en un alto y amplio cilindro que albergaba a muchas de las oficinas y los dormitorios de los individuos asociados profesionalmente con los Verdes. En este cilindro se guardan los registros y los depósitos, así como los tesoros de la facción; es apenas uno de los cuatro que la empresa tiene en la ciudad. La jaula de tarns en que Mip trabajaba era la más grande y me gustó ver que mi nuevo amigo era el principal Criador del lugar, pese a que allí había un personal formado por varios individuos. La jaula era una enorme sala bajo el techo del cilindro, y abarcaba lo que normalmente hubieran sido cuatro pisos del cilindro. Las perchas eran en realidad una gigantesca estructura curva de vigas de cuatro pisos de altura, y su diseño se ajustaba a la forma circular de la pared del cilindro.

Muchas perchas estaban vacías, pero había más de un centenar de aves en la habitación; ahora todas estaban encadenadas a su propia percha pero yo sabía que por lo menos una vez todos los días se las ejercitaba; a veces, cuando no hay hombres que se pasean libremente por el recinto y los portales de la jaula que se abren sobre el vacío están cerrados, se quitan las cadenas a las aves para que gocen de cierta libertad; se les suministra agua mediante tubos que van a desembocar en bebedores montados sobre plataformas triangulares, cerca de las perchas, pero además, en el centro del depósito, sobre el suelo, hay una cisterna que pueden usar cuando no están encadenadas. El alimento de los tarns, que es carne, se clava de una serie de ganchos y se eleva mediante una cadena y una cabria hasta las diferentes perchas; es interesante observar que cuando las aves no están encadenadas, nunca se permite que haya carne en los ganchos o sobre el suelo: el tarn de carreras es un ave valiosa, y los guardianes no desean que se destruyan peleando por un pedazo de carne.

Apenas Mip entró en la jaula tomó una barra colgada de un gancho en la pared. Después, de otro gancho retiró una segunda barra y me la entregó. La acepté. Pocos se atreven a entrar en una jaula de tarns sin armarse de una barra. Más aún, es absurdo hacerlo. Mip realizó su recorrido, recibiendo y respondiendo a los saludos de los hombres. Con una agilidad que podía originarse únicamente con muchos años de práctica, trepó por las vigas de madera, que estaban a veces a quince o veinte metros del suelo, observando el estado de las diferentes aves; quizá porque yo estaba un poco embriagado, lo seguí; finalmente, llegamos a uno de los cuatro grandes portales redondos que se abren sobre el vacío. Pude ver la gran percha, semejante a una viga, que se prolongaba desde el portal y se asomaba sobre la calle, allá abajo. Las luces de Ar constituían un hermoso espectáculo. Avancé un paso sobre la percha. Elevé los ojos al cielo. El techo estaba apenas unos tres metros más arriba. Siempre me maravilló la grandiosidad de Ar durante la noche, los puentes, los faroles, los faros, la cantidad de lámparas que iluminaban las ventanas de innumerables cilindros. Avancé un paso más sobre la percha. Percibí la presencia de Mip a poca distancia, detrás, protegido por las sombras, pero también sobre la percha. Miré hacia abajo y meneé la cabeza. Me pareció que la calle se movía y se elevaba hacia mí. Pude ver las antorchas de dos o tres hombres que caminaban formando un grupo en la distancia. Mip se acercó un poco más.

Me volví y le sonreí, y él retrocedió.

—Será mejor que entres —dijo con una mueca—. Esto es peligroso.

Miré al cielo y vi las tres lunas de Gor, la luna grande y las dos más pequeñas; una de éstas se llama la Luna de la Prisión, pero no sé a qué responde el nombre.

Me volví y retrocedí caminando sobre la percha, y de nuevo me encontré en la amplia estructura de madera que sostenía a las aves de carreras.

Mip estaba acariciando el pico de una ave, por lo que vi, un animal bastante viejo. Tenía el pelaje pardo rojizo; ahora la cresta formaba una masa chata; el pico era amarillo claro, manchado de blanco.

—Éste es Ubar Verde —dijo Mip, mientras rascaba el cuello del ave.

Había oído hablar de este animal. Había sido famoso en Ar una docena de años atrás. Había ganado más de mil carreras. Su jinete, uno de los principales en la tradición de los Verdes, había sido Melipolo de Cos.

—¿Estás familiarizado con los tarns? —preguntó Mip.

Pensé un momento. En realidad, algunos Asesinos son hábiles tarnsmanes.

—Sí —dije—, estoy familiarizado con los tarns.

Me pregunté por qué el ave, que sin duda ya había pasado su mejor época, no había sido destruida como era costumbre. Quizá se la había conservado por mero sentimiento, una actitud que no es desconocida en los partidarios de las facciones. Por otra parte, los administradores comerciales de las facciones suelen demostrar escaso sentimentalismo, y así es costumbre vender o destruir al tarn que no rinde beneficios, lo mismo que al esclavo poco lucrativo o inútil.

—La noche —dije— es bella.

Mip me sonrió.

—En efecto —dijo.

Pasó de una viga a otra hasta que llegó a dos juegos de monturas y arneses, y me entregó uno, al mismo tiempo que señalaba a un tarn de color pardo, un animal vivaz que estaba dos perchas más lejos. Aseguré la montura del ave, y con cierta dificultad, porque el animal sentía mis movimientos inseguros, ajusté el correaje. Después de abrir los cierres, Mip y yo apartamos las cadenas que aseguraban a las dos aves y ocupamos las monturas.

Mip montaba el Ubar Verde; hacía buena figura sobre la gastada montura, sus estribos eran cortos.

Ajustamos las correas de seguridad.

—No intentes controlar al tarn hasta que hayamos salido de la jaula —dijo Mip—. Necesitas tiempo para acostumbrarte al arnés —sonrió—. Éstos no son tarns de guerra.

Mip, que pareció tocar apenas las riendas con el dedo, sacó de la percha al viejo animal, y batiendo apenas las alas el ave se encaramó en la percha exterior, y permaneció allí, la vieja cabeza alerta, relucientes los perversos ojos negros. Con una brusquedad tal que me sobresalté, mi ave se unió a la primera.

Mip y yo estábamos montados en nuestras aves, sobre la alta percha que emergía del edificio. Me sentía excitado, como me ocurría siempre en estos casos. También Mip parecía nervioso y vivaz.

Miramos alrededor, a los cilindros, las luces y los puentes. Era una fresca noche estival. Sobre la ciudad, las estrellas brillaban luminosas, y las lunas se destacaban blancas contra el espacio oscuro de la noche goreana.

Mip comenzó a viajar en su tarn entre los cilindros; y a la vez, yo lo seguí.

La primera vez que intenté usar el correaje, pese a que tenía conciencia del peligro, tiré con demasiada fuerza, y el brusco viraje del animal en vuelo inclinó peligrosamente mi cuerpo a un costado; las alas pequeñas, anchas y rápidas del tarn de carrera permiten giros y cambios de altura que serían imposibles con un ave más grande, más pesada y de alas más largas.

Con la ayuda de las riendas conseguí que el ave iniciara un rápido vuelo ascendente hacia la derecha y un instante después me había reunido con Mip.

Las luces de Ar y los faroles de los puentes pasaron rápidamente allá abajo, y los techos de los cilindros se perfilaban entre las líneas oscuras de las calles.

Mip obligó a virar a su ave, y pareció que ésta describía un círculo en el aire; debajo, hacia la derecha, los cilindros se deslizaban, y finalmente Mip pasó sobre el piso más alto del Estadio de Tarns, donde esa tarde yo había visto las carreras.

Ahora el estadio estaba vacío. La multitud se había dispersado. Las terrazas largas y curvas resplandecían a la luz de las tres lunas de Gor. La larga red desplegada bajo las pistas había sido retirada y enrollada, y aparecía depositada junto a los postes, cerca de la pared divisoria. Las cabezas de madera pintadas que representaban tarns, y que se usaban para dividir las diferentes etapas de la carrera, aparecían solitarias y oscuras en sus postes. La arena del estadio parecía blanca a la luz de la luna, y otro tanto podía decirse del ancho muro divisorio. Miré a Mip. Estaba sentado en su montura, silencioso.

—Espera aquí —dijo.

Montado en Ubar Verde, Mip parecía una flecha veloz y oscura contra la arena blanca y las gradas.

Vi al ave detenerse en la primera percha.

Montura y jinete esperaron allí un momento. De pronto, oí batir las alas y vi a más de cien metros que el tarn se desprendía de la percha. Mip enfiló hacia el primer «anillo», el primero de tres enormes rectángulos de metal, anteriores a los «anillos» redondos montados en las esquinas, y al final de la pared divisoria. Sobresaltado, vi que el ave atravesaba veloz los tres primeros anillos, viraba e iniciaba la segunda vuelta; después repitió el mismo curso, y finalmente, batiendo las alas con increíble velocidad, el pico hacia adelante, Mip agazapado sobre la montura, pasó los tres «anillos» rectangulares a cada lado de la pared divisoria, para ir a aterrizar en la última percha de la línea, la del vencedor.

Mip y el ave permanecieron allí unos instantes, y después vi que se acercaban al lugar donde yo estaba. Un instante después Mip descendió a mi lado, sobre la alta baranda que circundaba la cima del estadio.

Permaneció allí un momento contemplando el estadio. Después volvió a montar y el ave se elevó en el aire, y yo lo seguí. Pocos ehns después habíamos regresado a la percha que emergía del portal de la jaula.

Devolvimos las aves a sus perchas, retiramos las monturas y las correas del control, y colgamos todo de vigas verticales, que eran parte de la estructura general de las perchas.

Después de terminar, salí de nuevo a la percha que emergía del portal, la misma que avanzaba varios metros sobre la calle que estaba debajo. Deseaba sentir nuevamente el aire, la belleza de la noche.

Mip estaba detrás, a poca distancia, y yo caminé hasta el extremo de la percha.

—Mip —dije—, he disfrutado mucho esta noche.

—Me alegro de ello —dijo Mip.

No lo miré.

—Te haré una pregunta —dije—, pero no te creas obligado a contestar si no lo deseas.

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