Authors: John Norman
Había lágrimas en mis ojos.
—Gracias —dijo Misk.
Elizabeth y yo permanecimos varias semanas con Misk en el Nido de los Reyes Sacerdotes, ese increíble complejo que está detrás de las Montañas Sardar.
A Misk le había complacido profundamente la obtención del huevo, y lo había entregado inmediatamente a un grupo de entusiastas servidores, que debían ocuparse de incubarlo y llevarlo a buen término. Dudo que los médicos y los científicos del Nido jamás demostraran más diligencia; y era justo que así fuera, porque ese huevo representaba la continuación de la especie.
—¿Qué me dices de Ko-ro-ba y de Talena? —pregunté a Misk cuando todavía estábamos en la nave. Necesitaba recibir noticias de mi ciudad y su destino, y de la mujer que había sido mi Compañera Libre y a quien no veía desde hacía tantos años.
Elizabeth guardó silencio mientras yo formulaba estas preguntas.
—Como sin duda sabes —contestó Misk—, están reconstruyendo tu ciudad. Los habitantes de Ko-ro-ba han llegado de todos los rincones de Gor, cantando, y trayendo cada uno una piedra para construir las murallas. Durante muchos meses, mientras tú trabajabas para nosotros en el País de los Pueblos del Carro, millares y millares de habitantes de Ko-ro-ba retornaron a la ciudad. Los constructores y todos los hombres libres han trabajado para levantar las murallas y las torres. Ko-ro-ba está renaciendo.
—¿Y Talena? —pregunté.
Las antenas de Misk descendieron, como expresando desaliento.
—No estaba entre los que regresaron a la ciudad.
Incliné la cabeza. Hacía ocho años o más que no la veía.
—¿Ahora es esclava? —pregunté—. ¿La mataron?
—No lo sabemos —dijo Misk—. Nada se sabe de ella.
Misk acercó la nave a las Montañas Sardar.
Elizabeth se había maravillado con las cosas del Nido, pero después de unos días, y pese a las maravillas que ahí veía, deseó regresar a la superficie, al aire libre y a la luz del sol.
Por mi parte, tenía mucho que hablar con Misk y otros amigos del Nido, y sobre todo con el Rey Sacerdote Kusk, y con Al-Ka y Ba-Ta, que eran humanos, y a quienes recordaba con profundo afecto.
En el Nido conocí también al varón de los Reyes Sacerdotes, que no tiene nombre, lo mismo que en el mundo de los Reyes Sacerdotes la madre no recibe nombre. Se entiende que están por encima de los nombres, del mismo modo que los hombres no creen necesario asignar nombre al Universo. Me pareció un individuo espléndido, pero muy serio y silencioso.
—Es bueno —dije a Misk— que el Nido tenga padre, del mismo modo que con el tiempo habrá una madre.
Misk me miró.
—En el Nido —dijo— nunca hay padre.
Interrogué a Misk acerca de esto, pero no me dio explicaciones, y llegué a la conclusión de que no deseaba mostrarse más explícito, y por lo tanto no insistí.
Un hecho interesante: Elizabeth aprendió a leer goreano en el nido, y en menos de una hora. Como supo que ella no sabía leer el idioma, Kusk ofreció enseñarle. Elizabeth aceptó, pero se sorprendió cuando la sentaron frente a una gran mesa, de proporciones adecuadas para un Rey Sacerdote, y vio que le aplicaban a los lados de la cabeza dos complicados aparatos, parecidos a las dos mitades de un cuenco. Varias abrazaderas metálicas la obligaron a poner la cabeza en la posición exacta. Además, para evitar los movimientos bruscos que podía realizar si la dominaba el terror, se agregaron varias fajas metálicas.
—Después de la Guerra del Nido —me informó Kusk—, descubrimos que muchos de nuestros ex esclavos no sabían leer, lo cual no es sorprendente, porque se habían criado en el Nido. Por lo tanto inventamos este aparato, una tarea no muy difícil en vista del cerebro único y bastante sencillo del humano.
—Para educar a un Rey Sacerdote —dije— se usaban cables… ocho cables, uno para cada cerebro.
—Ahora prescindimos de los cables —explicó Kusk— incluso en el caso de un Rey Sacerdote. Se usaban sobre todo obedeciendo a la tradición, pero los humanos del Nido propusieron perfeccionamientos técnicos, y dejaron a nuestro cargo ejecutarlos.
Kusk me examinó con sus antenas.
—Parece —dijo— que los humanos rara vez se sienten satisfechos.
—Quiero levantarme —dijo Elizabeth—. Por favor.
Kusk movió una perilla, y Elizabeth dijo: «Por favor» una vez más, y después pareció que apenas podía mantener abiertos los ojos. Finalmente, cerró los ojos y se durmió.
Kusk y yo discutimos varios asuntos durante más o menos un ahn, sobre todo acerca de la medida en que después de la Guerra del Nido se habían restablecido los sistemas de vigilancia y control del Nido, el papel cada vez más importante de los humanos en el Nido, y la dificultad de definir normas sociales mutuamente aceptables para especies tan heterogéneas.
Se oyó un leve chasquido y una pequeña señal olorosa partió del aparato fijado a la cabeza de Elizabeth. Kusk apuntó las antenas, se acercó al aparato y lo apagó. Retiró las dos placas curvas, y yo liberé a la joven de las fajas y las abrazaderas.
Elizabeth abrió los ojos.
—¿Cómo te sientes? —pregunté.
—Me dormí —dijo, mientras se frotaba los ojos—. Lo siento, no pude evitarlo.
—No te preocupes —la tranquilicé.
—Ahora estoy despierta. ¿Cuándo podemos comenzar?
—Hemos terminado —dijo Kusk y sus palabras brotaron monocordes del traductor.
Con sus ganchos prensiles, los de la pata delantera derecha, Kusk sostenía una hoja de plástico, en la cual aparecían el alfabeto goreano y varios párrafos en dicho idioma, algunos en letra impresa y otros escritos a mano.
—Lee —dijo Kusk.
—Pero es goreano —protestó Elizabeth—. No sé leer goreano.
Miró la página, desconcertada.
—¿Qué signo es éste? —pregunté.
En su rostro se dibujó una expresión de sorpresa, y después casi de temor.
—Es Al-Ka —dijo—, la primera letra del alfabeto goreano.
—Lee esta frase —propuse—, prueba.
Con voz lenta, comenzó a pronunciar sonidos, los que se le ocurrían.
—El primogénito… de la Madre… fue Sarm… —Me miró—. Pero no son más que sonidos.
¿Qué significan? —pregunté.
—De pronto ahogó una exclamación.
—¡El primogénito de la Madre fue Sarm! —dijo.
—Es una humana muy inteligente —comentó Kusk—. A veces se necesita un cuarto de ahn antes de que se realicen los ajustes iniciales, y sobre todo el reconocimiento de que los sonidos que asocian espontáneamente con los signos son en realidad las palabras de su idioma. Dentro de muy poco leerá sin dificultad los signos, entendidos como palabras, y no como meros sonidos asociados con sentidos arbitrarios. Después de unos días de práctica leerá goreano con la misma eficacia que la mayoría de los nativos; después, todo es cuestión de interés y aptitud.
Dejamos a Elizabeth en la habitación y fuimos a comer. Ella estaba demasiado excitada para acompañarnos, y leía y releía la hoja de plástico. Esa noche, después de perderse la cuarta comida, regresó tarde a las habitaciones que yo compartía con Misk; trajo una serie de rollos de plástico que había pedido prestados a varios humanos del Nido. Yo le había guardado un poco de hongos, y ella los masticó en un rincón, mientras estudiaba absorta un rollo. De tanto en tanto interrumpía y me decía «¡Oye esto!» Y leía un fragmento que le parecía muy interesante.
—Los Reyes Sacerdotes discuten —observó Kusk— si debe enseñarse o no a leer a los humanos.
—Comprendo las razones de la polémica —dije.
Pero a medida que pasaban los días, Elizabeth y yo deseábamos cada vez más abandonar el Nido.
Durante los últimos días hablé a menudo con Misk de las dificultades relacionadas con la obtención del último huevo de los Reyes Sacerdotes, y sobre todo le informé que otros habían buscado también el huevo, y casi lo habían conseguido —otros que poseían la tecnología necesaria para visitar la Tierra, apoderarse de los humanos y usarlos para sus fines, como antes había sido el caso de los Reyes Sacerdotes.
—Sí —dijo Misk—. Estamos en guerra.
Me recosté en el respaldo de la silla.
—Pero eso ya dura veinte mil años —dijo Misk.
—¿Y en tanto tiempo no pudisteis conquistar el triunfo? —pregunté.
—A diferencia de los humanos —dijo Misk—, los Reyes Sacerdotes no son un organismo agresivo. Nos basta afirmar la seguridad de nuestro propio territorio. Además, esos que tú llamas los Otros, ya no tienen territorio. Murió cuando se apagó su sol. Viven en una serie de grandes naves, cada una de las cuales es casi un planeta artificial. Mientras estas naves permanezcan fuera del quinto anillo, aquel del planeta al que los terrestres llaman Júpiter y los guerreros Herius, nosotros no combatimos.
Asentí. Sabía que la Tierra y Gor compartían el tercer anillo.
—¿No sería más seguro que los Otros fuesen expulsados del sistema? —pregunté.
—Los hemos expulsado once veces —replicó Misk—, pero siempre regresan.
—¿No intentaréis expulsarlos otra vez? —pregunté.
—Lo dudo —contestó Misk—. Esas expediciones llevan mucho tiempo, y son peligrosas y difíciles. Sus naves tienen aparatos sensoriales tal vez equivalentes a los nuestros; se dispersan y tienen armas, quizás primitivas, pero eficaces a una distancia de cien mil pasangs. Durante varios miles de años, excepto exploraciones constantes, se han mantenido fuera del quinto anillo. Pero ahora se muestran más audaces.
—Los Otros —dije— sin duda podían conquistar la Tierra.
—No lo hemos permitido —dijo Misk—. Queda dentro del quinto anillo.
Lo miré, sorprendido.
Sus antenas se enroscaron, divertidas.
—Además —continuó Misk—, los humanos no nos desagradan.
Me eché a reír.
—Y por otra parte —continuó Misk—, los Otros son una especie interesante, y hemos permitido que algunos de ellos, prisioneros retirados de naves destruidas, vivan en este mundo, exactamente como los seres humanos.
Me sobresalté.
—En general, no ocupan las mismas áreas que los seres humanos —explicó Misk—. Además, insistimos en que respeten las normas y las leyes tecnológicas de los Reyes Sacerdotes. Es la condición de la supervivencia.
—¿Limitáis sus niveles tecnológicos, como hacéis con los humanos?
—En efecto —contestó Misk.
—Pero los Otros de las naves —dije— continúan siendo peligrosos.
—Muy peligrosos —reconoció Misk. Se le enroscaron las antenas—. Los humanos y los Otros tienen muchas cosas en común. Ambos dependen sobre todo de la visión; pueden respirar la misma atmósfera; poseen sistemas circulatorios idénticos y son vertebrados; ambos tienen apéndices prensiles análogos. Además —aquí las antenas de Misk se enroscaron—, ambos son vegetativos, competitivos, egoístas, astutos, codiciosos y crueles.
—Gracias, Misk.
El abdomen de Misk se estremeció y las antenas se le curvaron de placer.
—No hay de qué, Tarl Cabot.
—Y como sabes —dije—, no todos los Reyes Sacerdotes son como Misk.
—Sin embargo —agregó Misk—, a pesar de todos sus defectos, creo que los seres humanos son superiores a los Otros.
—¿Por qué?
—En general, sufren cierta inhibición que les dificulta matar —aclaró Misk—, y además muestran, aunque de un modo infrecuente, fidelidad, espíritu comunitario y amor.
—Seguramente los Otros también exhiben dichas cualidades.
—Hay pocos indicios en ese sentido —observó Misk—, aunque en efecto existe la Fidelidad a Bordo, pues ese modo artificial de existencia exige responsabilidad y disciplina. Hemos observado que en los Otros que se instalaron en Gor se degeneran los roles y las relaciones, de modo que hay anarquía y la autoridad descansa en la fuerza superior y el miedo —Misk me miró—. Ni siquiera en las naves —dijo— se prohibe el asesinato, salvo en combate o cuando el hecho de sangre puede perjudicar el funcionamiento de la nave. Ocurre que les gusta matar.
—Entiendo —dije— que los Otros son mucho más numerosos que los Reyes Sacerdotes.
—Por lo menos mil veces más numerosos. Pero durante veinte mil años los hemos contenido gracias a nuestra potencia superior.
—Pero creo que esa potencia ha disminuido mucho después de la Guerra del Nido.
—Cierto —confirmó Misk—. Pero ahora estamos rehaciéndola. Creo que no hay peligro inmediato, si el enemigo no se entera de nuestra debilidad actual —se le movieron lentamente las antenas, como si estuviera reflexionando—. Sin embargo, hay indicios —agregó— de que sospechan de nuestras dificultades.
—¿Cuáles son esos indicios? —pregunté.
—Los tanteos son cada vez más frecuentes. Además, en concordancia con sus planes, han traído a este mundo a algunos humanos. Ciertos movimientos de las naves de exploración parecen haber sido coordinados desde la superficie. Quizá los Otros de las naves hablaron con sus semejantes a quienes se permite vivir bajo nuestras leyes. Y durante los últimos cinco años por primera vez los Otros han establecido contactos diplomáticos con los humanos —las antenas de Misk me enfocaron—. Parece que se proponen conquistar influencia en las ciudades, convencer a humanos, equiparlos y dirigirlos en la guerra contra los Reyes Sacerdotes.
Me sobresalté.
—¿Por qué no pueden usar a los humanos para librar sus batallas? —preguntó Misk—. Los humanos, que forman grupos nutridos en Gor, son inteligentes, pueden aprender y tienden a ser criaturas belicosas.
—Pero se limitan a usar a los humanos —dije.
—Sí —confirmó Misk—. Más tarde, los humanos serán únicamente esclavos y alimento.
—¿Alimento? —pregunté.
—A diferencia de los Reyes Sacerdotes —dijo Misk—, los Otros son carnívoros.
—Pero los humanos son criaturas racionales.
—En las naves —dijo Misk— se cría a los humanos y a otras criaturas orgánicas para obtener carne, o para usarlos como instrumento.
—Es necesario detenerlos —observé.
—Si con el tiempo consiguen armar a un número suficiente de hombres, nuestro mundo está perdido.
—¿Está muy avanzado el proyecto? —pregunté.
—Por lo que sabemos gracias a nuestros agentes, todavía no.
—¿Descubrieron los puntos de contacto a partir de los cuales piensan extender su influencia en las ciudades?
—Sólo uno ha sido identificado —dijo Misk—, y no deseamos destruirlo inmediatamente. Si lo hiciéramos, comprenderían que conocemos el plan. Además, quizás perecieran criaturas racionales inocentes.