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Authors: John Norman

El asesino de Gor (21 page)

BOOK: El asesino de Gor
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Durante este período me parecía que el tiempo pasaba con increíble lentitud. Ar está en el hemisferio septentrional de Gor; se encuentra en una latitud relativamente templada; las largas y frías lluvias del invierno, la oscuridad de los días, las nieves ocasionales, que se convertían en oscura ventisca que cubría las calles, eran otros tantos factores que me deprimían. A medida que pasaban los días me irritaba cada vez más el correr del tiempo. Hablé de nuevo con Caprus, pero este hombre, que ahora estaba irritado, confirmó su posición, y rehusó volver a hablar conmigo.

A veces, para matar el tiempo, observaba la instrucción de las jóvenes.

La sala de instrucción de Sura está al lado de su habitación privada, que hubiera podido ser la de una mujer libre, salvo que la gruesa puerta se cerraba sólo por fuera, y que al decimoctavo toque se convertía en una celda.

La sala de instrucción tenía suelo de madera; un sector estaba cubierto de arena; contra una pared había varios arcones con vestidos, cosméticos y diferentes cadenas, pues las jóvenes deben aprender a usarlas con elegancia; con ellas se bailan ciertas danzas. A un lado, una serie de esteras para los músicos, casi siempre presentes en las sesiones, pues incluso los ejercicios de las jóvenes, cuidadosamente seleccionados y ejecutados a menudo, se realizan al compás de la música; contra una pared había varias barras utilizadas para practicar ejercicios. Cerca de los arcones había varias esteras plegadas y pilas de pieles para hacer el amor. Una pared entera de la habitación, la de la izquierda, que miraba al frente, era un espejo. Como puede suponerse, se trataba de un espejo que era transparente de un lado. Los miembros de la casa podían observar la instrucción sin ser vistos. Yo mismo lo usé varias veces, pero en otras ocasiones, a veces solo y a veces con acompañantes, entraba en la sala y me sentaba al fondo. Sura veía con buenos ojos la presencia de hombres, porque deseaba que las jóvenes sintieran su presencia y su interés.

Varios hombres, entre ellos yo mismo, visitaban a menudo la sala de instrucción. Durante los dos últimos meses había advertido la presencia de dos jóvenes Guerreros; eran guardias incorporados recientemente al personal de la casa. Se llamaban Relio y Ho-Sorl. Parecían jóvenes simpáticos y capaces, un tanto superiores al término medio de los hombres del personal de Cernus. Imaginé que habían sucumbido a la tentación del oro, pues los traficantes de esclavos pagan bien las espadas mercenarias. Digamos de pasada que durante el último mes había aumentado el personal, sobre todo a causa del creciente número de esclavos procesados por la casa, pero quizá también en parte como preparación para la siguiente primavera, que es la temporada de más trabajo en la Calle de las Marcas, porque después del invierno las incursiones de captura son más frecuentes y los compradores desean celebrar el Año Nuevo agregando una joven o dos a su hogar. Por otra parte, el período individual para la venta de esclavos está representado por los cinco días de la Quinta Mano de Pasaje, a fines del verano, llamada también la Fiesta del Amor. Sabía que Cernus pensaba vender a Elizabeth y a las dos jóvenes restantes precisamente durante esa fiesta. Se cree que es buena suerte comprar una joven durante dicha festividad, y por eso los precios tienden a ser elevados. Pero yo abrigaba la esperanza de que mucho antes de que llegase ese momento Elizabeth, Caprus y yo habríamos abandonado la casa.

El entrenamiento de una esclava, como el de un animal, tiende a ser una tarea pesada, que exige paciencia, tiempo, criterio y severidad. Sura poseía en abundancia estas cualidades. Muchas noches, sobre todo al comienzo, Elizabeth regresaba a mis habitaciones, y Virginia y Phyllis a sus celdas, llorando a lágrima viva, doloridas a causa de la barra, y convencidas de que jamás podrían complacer a su dura maestra. Después realizaban algunos progresos y se veían recompensadas por una palabra amable, y descubrían que no podían dejar de recibirla con alegría. Las técnicas usadas eran transparentes, y las jóvenes sabían lo que estaban haciendo con ellas, pero pese a toda su cólera no podían dejar de reaccionar como lo hacían.

Durante las horas que Virginia y Phyllis no dedicaban a la instrucción, sobre todo al comienzo, practicaban intensamente el goreano. En cambio, Elizabeth solía ayudar a Caprus en su oficina. Después, una vez que las muchachas alcanzaron cierto conocimiento de goreano, se les permitió concurrir a los baños de la casa, y gozaron de libertad para recorrer el edificio, pese a que debían volver a las celdas cuando se oía el decimoctavo toque. Elizabeth era la única que, por así decirlo, tenía su propio aposento; por eso, siempre que era posible, las tres jóvenes acudían a la habitación, para tener un momento de intimidad. Durante esas ocasiones conversaban lo mejor posible en goreano; Elizabeth les enseñaba; no les permitía enterarse de que ella hablaba inglés. En estos casos, era frecuente que yo abandonase el aposento; pero a veces permanecía allí un rato. Elizabeth conseguía que no me temiesen, y las inducía a creer que ella me había servido tan bien que en cierta medida había conquistado mi afecto. Creo que la propia Elizabeth no sabía hasta qué punto lo que estaba diciendo era verdad.

Cierta vez Virginia estaba en nuestro aposento, con Elizabeth y Phyllis, y me miró con una expresión tímida, y preguntó si yo conocía el nombre del guardia rubio, el de los ojos azules, que a veces venía a observar la instrucción.

—Relio —dije.

—¡Oh! —exclamó la joven e inclinó la cabeza.

—El hombre que suele acompañarle —aclaré— es Ho-Sorl.

—¿El feo? —preguntó Phyllis—. ¿El de cabellos negros y la cicatriz en la mejilla?

—No creo que sea feo —dije—, pero me parece que te refieres al mismo hombre. En efecto, tiene los cabellos negros y una cicatriz en la mejilla.

—Le conozco —dijo Phyllis—. No me quita los ojos de encima. Le detesto.

—Me pareció —dijo Elizabeth— que esta mañana bailabas para él.

—¡De ningún modo! —exclamó Phyllis.

—Y ayer —insistió riendo Elizabeth—, cuando Sura le pidió que se adelantase, de modo que una de nosotras le diera el Primer Beso de la Esclava Cautiva, tú fuiste la primera en incorporarte.

—Jamás vi a nadie moverse tan rápido —comentó Virginia.

—¡No es cierto! —gritó Phyllis—. ¡No es cierto!

—Quizá te compre —sugirió Elizabeth.

—¡No! —gritó Phyllis.

—¿Crees que nos venderán en el Curúleo? —me preguntó Virginia.

—Creo que es el plan de Cernus —dije.

—Me pregunto —dijo Virginia— si una persona como Relio me comprará.

—Quizá lo haga —dijo Elizabeth.

Con gran sorpresa por mi parte muchos aspectos de la instrucción de la esclava se relacionaban con asuntos relativamente domésticos. Por ejemplo, la esclava de placer educada por una buena empresa debe dominar también las obligaciones asignadas usualmente a las esclavas de la torre. Por lo tanto, deben cortar y coser lienzos, lavar ropas y limpiar diferentes tipos de materiales y superficies, así como preparar distintos alimentos, desde los sencillos manjares de los guerreros hasta combinaciones tan exóticas que son casi incomibles.

Por otra parte, algo que me satisfizo mucho fue que enseñaron a Elizabeth gran número de cosas que a mi juicio eran más apropiadas para la instrucción de las esclavas, entre ellas un elevado número de besos y caricias. La mera enumeración del repertorio, que en teoría le permitían suscitar placeres exquisitos en todos los hombres, desde un Ubar a un campesino, es tan compleja y extensa que no podemos incluirla aquí. De todos modos, creo que no olvidaré nada de todo eso. Durante estos meses en la Casa de Cernus mis propias obligaciones no fueron muy pesadas y consistían en poco más que acompañar a Cernus en las ocasiones que abandonaba la casa como miembro de su guardia; en la ciudad, Cernus viajaba en una litera, sostenida por los hombros de ocho servidores. Era una litera cerrada, y bajo las telas azul y amarilla que la cubrían, la estructura estaba formada por placas metálicas.

La noche que Phyllis Robertson bailó la danza del cinturón mientras cenábamos en el salón de Cernus, fue el último día de la Undécima Mano de Pasaje, aproximadamente un mes antes del Año Nuevo goreano, a su vez el primer día del mes de En´Kara. La instrucción de las jóvenes prácticamente había terminado. Muchas casas sin duda las habrían ofrecido en venta sin pérdida de tiempo, pero yo había oído decir que Cernus las reservaba para la Fiesta del Amor, celebrada a fines del verano. Había diferentes razones por las cuales Cernus postergaba la venta. La más evidente estaba representada por los excelentes precios que se obtienen durante la Fiesta del Amor. Pero quizá era aún más importante el hecho de que él había estado difundiendo rumores por toda la ciudad acerca de la conveniencia de adquirir bárbaras instruidas; tenía varias disponibles, entre ellas las que habían llegado a Gor con Virginia y Phyllis, algunas transportadas en cargamentos anteriores y que no se habían vendido inmediatamente, y el elevado número que había llegado en viajes ulteriores a las Voltai, en la nave de los traficantes. A veces, pero no siempre, había acompañado a Cernus en estas misiones; de acuerdo con lo que sabía, una u otra de las naves negras había llegado siete veces al punto de las citas, después de la que yo había visto la primera vez; en resumen, la Casa de Cernus tenía ahora más de ciento cincuenta bárbaras en proceso de instrucción, bajo la guía de diferentes esclavas de pasión; entendí que los informes de Sura y Ho-Tu acerca de los progresos del primer grupo, el que formaban Elizabeth, Virginia y Phyllis, habían sido muy alentadores.

Recuerdo un incidente digno de mención la noche que Phyllis ejecutó la danza del cinturón.

Era bastante tarde, pero Cernus había permanecido mucho tiempo a la mesa, jugando una partida tras otra con el Escriba Caprus.

De pronto alzó la cabeza y escuchó. Fuera, en el aire, oímos el batir de muchas alas; eran los tarnsmanes en vuelo. Cernus sonrió y regresó a su juego. Más tarde, oímos el paso de hombres marchando en las calles, y el golpeteo metálico de las armas. Cernus escuchó y de nuevo se enfrascó en su juego, pocos minutos más tarde oímos gritos y carreras. De nuevo Cernus escuchó y sonrió, y volvió los ojos al tablero.

La puerta del salón se abrió bruscamente y entraron dos guardias, seguidos por otros dos. Los dos primeros traían a un hombre corpulento, los ojos desorbitados, las manos extendidas hacia Cernus. Aunque vestía la túnica de los Metalistas, sin duda no pertenecía a esa casta.

—¡Portus! —murmuró Ho-Tu.

Por supuesto, yo también le reconocí.

—¡Santuario de Casta! —gritó Portus, liberándose de los guardias y avanzando a tropezones para caer de rodillas frente al tablero de madera donde estaba la mesa de Cernus.

Cernus no apartó los ojos del tablero.

—¡Santuario de Casta! —gritó Portus.

Los traficantes de esclavos pertenecen a la Casta de los Mercaderes, aunque a causa de sus mercancías y sus prácticas visten diferentes atuendos. De todos modos, si uno pide el santuario de la casta, sin duda lo solicitará a otro traficante, y no a los Mercaderes comunes. Muchos traficantes creen que ellos mismos forman una casta independiente. Sin embargo, la ley goreana no lo considera así.

—¡Santuario de Casta! —pidió de nuevo Portus, de rodillas ante la mesa de Cernus.

—No perturbes el juego —dijo Caprus a Portus.

Me parecía increíble que Portus hubiese llegado a la Casa de Cernus, pues existía mucha enemistad entre las dos empresas. No dudaba que esta visita era el último recurso en una terrible serie de acontecimientos. De hecho, Portus se ponía a merced de Cernus, y reclamaba el santuario de la casta.

—¡Me quitaron las propiedades! —gritó Portus—. Tú no tienes nada que temer. ¡Ya no tengo servidores! ¡Ni oro! ¡Sólo las ropas que llevo puestas! ¡Tarnsmanes! ¡Soldados! ¡Los hombres de la calle me atacaron! Apenas conseguí salvar la vida. ¡El estado ha confiscado mi casa! ¡No soy nada! ¡No soy nada!

Cernus meditaba su próximo movimiento, el mentón apoyado en los puños.

—¡Santuario de Casta! —gimió Portus—. ¡Te ruego me concedas el Santuario de Casta! ¡Te lo ruego!

La mano de Cernus se movió como si pensara mover su Ubar, pero casi enseguida la retiró. Caprus se había inclinado hacia delante, expectante.

—En Ar sólo tú puedes protegerme —gritó Portus—. ¡Te entrego el comercio de Ar! ¡Sólo quiero mi vida! ¡Santuario de Casta! ¡Santuario de Casta!

Cernus sonrió a Caprus y después, inesperadamente, como si se tratara de una broma, colocó su Primer Tarnsman en Escriba Dos de Ubara.

Caprus estudió el tablero un momento y después, con una sonrisa exasperada, inclinó su propio Ubar, en una muda confesión de derrota.

Ahora, mientras Caprus volvía a ordenar las piezas del juego, Cernus miró a Portus.

—Fui tu enemigo —dijo Portus—. Pero ahora no soy nada. Sólo un hermano de casta… te pido el Santuario de Casta.

Caprus apartó los ojos del tablero y miró a Portus.

—¿Cuál ha sido tu delito? —preguntó.

Portus se frotó las manos y movió espasmódicamente la cabeza.

—No lo sé —gritó—. ¡No lo sé! ¡Pido el Santuario de Casta!

—Que le apliquen cadenas —dijo Cernus—, y le lleven al cilindro de Minus Tentius Hinrabian.

Portus pidió piedad mientras dos guardias le arrastraban.

Cernus se puso de pie y se preparó para salir. Me miró y sonrió.

—Hacia fines de En´Var —dijo—, matador, yo seré Ubar de Ar.

Se alejó de la mesa.

Ho-Tu y yo nos miramos, el uno tan asombrado como el otro.

14. EL TARN

Menos de un mes después de la caída de la Casa de Portus, Cernus se había convertido en amo indiscutible del comercio de esclavos de Ar. Había comprado al estado las instalaciones y los locales de la Casa de Portus por un precio relativamente bajo. Los hombres de la Casa de Portus que habían sido traficantes de esclavos y mercenarios tan importantes como los servidores de la Casa de Cernus, ahora se habían dispersado, y algunos habían abandonado la ciudad, y otros recibían oro de nuevos amos.

Yo supuse que el precio de los esclavos se elevaría en Ar, pero Cernus no lo permitió. Esa actitud fue considerada generosa por los habitantes de Ar, que estaban familiarizados con el efecto de una serie de monopolios, sobre todo los de la sal y el aceite de tharlarión.

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